Hacia rutas salvajes (14 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

En noviembre consumió la última ración de comida que le quedaba. Se sentía débil y mareado; unas convulsiones atroces sacudían su demacrado cuerpo. «La nariz y los pies empeoran por momentos. La nariz está cada vez más inflamada y cubierta de llagas y costras […]. Sin duda, me hallo ante una lenta agonía que me lleva a una muerte segura.» McCunn sopesó la posibilidad de abandonar la seguridad del campamento e ir andando hasta Fort Yukon, pero concluyó que ya no le quedaban fuerzas, y que mucho antes de llegar sucumbiría de agotamiento y frío.

«La parte del interior a la que fue Carl es una región aislada y virgen —explica Stoppel—. En invierno hace un frío de narices. Otra persona en su misma situación habría intentado encontrar una ruta para aproximarse a algún lugar habitado o quizás habría esperado a que pasara el invierno, pero uno tiene que ser una persona de recursos para hacer eso. Necesitas tener una resistencia brutal. Tienes que ser un tigre, un asesino, una bestia. Carl era demasiado despreocupado. Lo que le gustaba era pasárselo bien, ir de juerga.»

«No puedo seguir así, lo siento», escribió McCunn a finales de noviembre en su diario, que por entonces ya ocupaba un centenar de páginas sueltas de un bloque de notas escritas con tinta azul. «Señor que estás en los cielos, te pido que perdones mi debilidad y mis pecados. Cuida de mi familia.» Luego se reclinó sobre la pared de la tienda, colocó el cañón del rifle del calibre 30 contra su cabeza y apretó el gatillo. Dos meses más tarde, el 2 de febrero de 1982, la policía montada de Alaska descubrió el campamento, entró en la tienda y encontró un esquelético cadáver congelado, tan duro como una piedra.

Existen algunas semejanzas entre Rosellini, Waterman, McCunn y McCandless. Al igual que Rosellini y Waterman, McCandless buscaba experiencias desconocidas y experimentaba una peligrosa fascinación por los contrastes más violentos de la naturaleza. Al igual que Waterman y McCunn, demostró una pasmosa falta de sentido común. No obstante, a diferencia de Waterman, no padecía enfermedad mental alguna. Y, a diferencia de McCunn, no se adentró por el monte convencido de que alguien lo sacaría del atolladero si surgían problemas.

McCandless no parece encajar demasiado con el prototipo de víctima de la montaña. Pese a su temeridad, su desconocimiento de las reglas básicas de la vida en el monte y su imprudencia rayana en la insensatez, no era un incompetente. No habría sobrevivido durante 113 días en el caso de serlo. Tampoco era un chiflado, un asocial o un marginado. McCandless era diferente, aunque lo difícil es establecer en qué consistía esta diferencia. Quizá fuese un peregrino.

La tragedia de Chris McCandless puede comprenderse mejor si estudiamos algunos predecesores que parecen cortados por el mismo patrón exótico. Para hacerlo, debemos abandonar Alaska y dirigir nuestra mirada hacia la roca erosionada de los cañones al sur de Utah. Allí, en 1934, un singular muchacho de 20 años se adentró a pie en el desierto y nunca salió de él. Se llamaba Everett Ruess.

9
LA GARGANTA DE DAVIS

En lo que respecta a mi regreso a la civilización, no creo que se produzca pronto. Todavía no me he cansado de los espacios salvajes; al contrario, cada vez estoy más entusiasmado con su belleza y la vida de vagabundo que llevo. Prefiero una silla de montar antes que un tranvía, el cielo estrellado antes que un techo, la senda oscura y difícil que conduce a lo desconocido antes que una carretera de asfalto, y la profunda paz de la naturaleza antes que el descontento que alimentan las ciudades. ¿Me culpas de que siga aquí, en el lugar al que siento que pertenezco y donde yo y el mundo que me rodea somos uno? Es cierto que añoro la compañía inteligente, pero hay tan pocas personas con quienes compartirlas cosas que tanto significan para mí que he aprendido a contenerme. Me basta con estar rodeado de belleza […]
.

Incluso por lo que deduzco de tus breves comentarios, sé que no podría soportar ni la rutina ni el ajetreo de la vida que estás obligado a llevar. Creo que nunca podré echar raíces. A estas alturas he buceado tanto en las profundidades de la vida, que preferiría cualquier cosa antes que tener que conformarme con una existencia sin emociones
.

[Pasaje de la última carta que Everett Ruess envió a su hermano Waldo, fechada el 11 de noviembre de 1934.]

Lo que Everett Ruess perseguía era la belleza, una belleza que concebía en términos bastante románticos. Podríamos tener la tentación de reírnos de la extravagancia de su culto a la belleza si no fuera porque su decidida entrega tenía algo de magnificente. Como artificio de salón, el esteticismo es ridículo y, en ocasiones, un poco obsceno; como estilo de vida, a veces puede alcanzar una cierta dignidad. Si nos riéramos de Everett Ruess, también tendríamos que reírnos de John Muir, puesto que había muy pocas diferencias entre ambos, salvo la edad
.

WALLACE STEGNER,

Mormon Country

Durante la mayor parte del año el riachuelo de Davis sólo consiste en un hilo de agua, y a veces ni siquiera en eso. Nace al pie de una muela conocida como el Punto de las Cincuenta Millas y discurre unos seis kilómetros encajonado entre las características moles de arenisca rosácea del sur de Utah, antes de verter sus modestas aguas en el enorme lago Powell, que se extiende unos 320 kilómetros cuadrados por encima de la presa del cañón de Glen. El cauce del riachuelo es muy pequeño, pero de una gran belleza, y los viajeros que a lo largo de los siglos han atravesado esta región seca e inhóspita han dependido de este oasis situado al fondo de un angosto desfiladero. Las escarpadas paredes de la garganta de Davis están decoradas con extraños petroglifos y pictografías cuya antigüedad se remonta a 900 años. Las semiderruidas casas de piedra de los desaparecidos Kayenta-Anasazi, los creadores de este arte rupestre, todavía sobreviven enclavadas en los abrigos y oquedades de ambos lados. Los restos de la antigua cerámica de los Anasazi se mezclan en la arena con oxidadas latas de conservas que a finales de siglo pasado fueron arrojadas por los ganaderos que apacentaban y abrevaban sus rebaños en el riachuelo.

La garganta de Davis es en casi toda su extensión una profunda y serpenteante hendedura en la roca resbaladiza, tan estrecha que hay lugares en que las paredes parecen unirse. Los salientes de arenisca bloquean el paso a cualquiera que intente acceder al curso de agua desde la meseta desértica que lo rodea. Sin embargo, en el tramo inferior existe una ruta oculta que permite adentrarse en la garganta. Un poco más arriba del lugar donde el riachuelo de Davis desemboca en el lago Powell, existe una rampa natural que baja en zigzag por la pared occidental. En el punto donde termina la rampa, no muy lejos del fondo, aparece una tosca escalera que los pastores mormones cincelaron en la blanda arenisca hace casi un siglo.

Las tierras que circundan la garganta de Davis son una altiplanicie árida de roca erosionada y arena rojiza. La vegetación es escasa. Encontrar una sombra donde resguardarse del sol abrasador es casi imposible. Sin embargo, descender hacia el interior de la garganta es como cruzar el umbral de otro mundo. Los álamos de Virginia se inclinan con suavidad sobre apelotonados grupos de faucarias en flor. Altos matojos se mecen con la brisa. Unas efímeras campanillas blancas asoman por encima de la punta de un arco de piedra de 25 metros de altitud y unos reyezuelos trinan una y otra vez desde las ramas de un chaparro. En lo alto de una de las paredes brota un manantial que riega el musgo y los culantrillos que crecen en la roca formando exuberantes tapices verdes.

Hace seis décadas, Everett Ruess dejó grabado el seudónimo que había adoptado en ese rincón de ensueño, situado a poco más de un kilómetro y medio del lugar donde la escalera construida por los mormones alcanza el fondo de la garganta. Tenía 20 años. Realizó la inscripción debajo de unas pictografías y la repitió en la entrada de una pequeña construcción levantada por los Kayenta-Anasazi para almacenar grano. «NEMO 1934» rezaba el texto de ambas inscripciones. Sin duda, el impulso que lo llevo a garabatear su seudónimo fue el mismo que llevo a Chris McCandless a grabar la inscripción «Alexander Supertramp. Mayo de 1992» en un trozo de madera encontrado en el autobús abandonado junto al río Sushana, un impulso que quizá tampoco es muy distinto del que inspiró a los Kayenta-Anasazi para embellecer la roca con unos símbolos que ahora nos resultan indescifrables. En cualquier caso, poco después de dejar grabado su seudónimo en la piedra arenisca, Ruess abandonó la garganta de Davis y desapareció de forma misteriosa y, según parece, deliberada. La exhaustiva búsqueda que se llevó a cabo no arrojó ninguna luz sobre su paradero. Había desaparecido, sencillamente, como si el desierto se lo hubiera tragado. Sesenta años después, todavía seguimos sin saber casi nada de lo que le ocurrió.

Everett Ruess había nacido en Oakland, California, en 1914. Era el menor de los dos hijos de Christopher y Stella Ruess. El padre se había licenciado en teología por la Universidad de Harvard y ejercía de poeta, filósofo y ministro de la Iglesia Unitaria, aunque se ganaba la vida trabajando de burócrata para el sistema penal californiano. La madre, Stella, era una mujer testaruda y de gustos bohemios, llena de ambiciones artísticas tanto para ella como para sus hijos. Publicaba una revista literaria artesanal, la
Ruess Quartette
, en cuya portada aparecía estampada la divisa de la familia: «Exalta el momento.» Los Ruess estaban muy unidos y habían llevado una vida nómada. Primero se trasladaron de Oakland a Fresno y luego residieron sucesivamente en Los Ángeles, Boston, Brooklyn, Nueva Jersey e Indiana, para regresar finalmente a Los Ángeles cuando Everett contaba 14 años de edad.

En Los Ángeles, Everett Ruess estudió en la academia de arte Otis y el instituto de Hollywood. Durante el verano de 1930, a los 16 años, llevó a cabo su primer gran viaje: estuvo vagando a pie y haciendo autostop por el valle de Yosemite y la franja de la costa del Pacífico conocida como Big Sur, hasta que fue a parar a Carmel. Dos días después de llegar a esta pequeña localidad californiana, se presentó en casa de Edward Weston como si fuera la cosa más natural del mundo. Weston se sintió lo suficientemente cautivado por la inquieta personalidad del muchacho como para atenderlo. Durante los dos meses siguientes, el famoso fotógrafo alentó los desiguales pero prometedores esfuerzos que hacía el chico para pintar y tomar apuntes al natural y lo dejó rondar por el estudio con sus propios hijos, Neil y Cole.

A finales de aquel verano, Ruess volvió a casa, pero no se quedó más que el tiempo justo para continuar el bachillerato, que terminó en enero de 1931. Al cabo de un mes estaba de nuevo en el camino, vagabundeando solo a través de los cañones de Utah, Arizona y Nuevo México, una región por aquel entonces tan despoblada y envuelta en un halo místico como hoy pueda estarlo Alaska. Con la excepción de una breve y desafortunada estancia en la UCLA (donde abandonó la carrera después del primer semestre, para desesperación de su padre), dos largas visitas a su familia y un invierno en San Francisco (donde se introdujo en el círculo de Dorothea Lange, Ansel Adams y el pintor Maynard Dixon), Ruess se pasó el resto de su meteórica vida de un lado para otro con muy poco dinero, viviendo con lo que llevaba puesto, durmiendo al raso y en ocasiones soportando el acoso del hambre durante varios días seguidos con espíritu festivo.

En palabras de Wallace Stegner, Ruess fue «un romántico inmaduro, un esteta adolescente, un nómada atávico»:

A los 18 años, en un sueño, se vio a sí mismo abriéndose paso a través de junglas frondosas, trepando por los salientes de precipicios y caminando sin rumbo fijo por las inmensidades despobladas del mundo. Ningún hombre que conserve alguna huella de la vitalidad de la infancia puede haber olvidado estos sueños. Lo peculiar del caso de Everett Ruess fue que dejó a su familia y convirtió tales sueños en realidad, no para pasar 15 días de vacaciones en algún paraíso civilizado y elegante, sino para vivir meses y años en medio del prodigio de la naturaleza […].

Maltrataba su cuerpo adrede, ponía a prueba su resistencia, medía su capacidad para soportar esfuerzos agotadores. Tomaba intencionadamente los senderos que los indios y las personas con más experiencia le habían desaconsejado. Se enfrentaba con acantilados de arenisca donde más de una vez había quedado balanceándose en el aire, a medio camino entre el talud y el borde […]. Ya fuera desde su campamento junto a una vena de agua, en un cañón o en los arbolados riscos de la montaña Navajo, Ruess escribía a su familia y amigos largas cartas, elocuentes y entusiastas, donde condenaba los estereotipos de la civilización y lanzaba un grito primitivo y juvenil contra el mundo moderno.

Ruess producía tales cartas casi en serie. Llevaban matasellos de los pueblos y lugares por los que pasaba: Kayenta, Chinle, Lukachukai; el cañón de Zion, el Gran Cañón del Colorado, Mesa Verde; Escalante, Rainbow Bridge, Cañón de Chelly. Lo que sorprende al leer la correspondencia de Ruess (recogida en la documentada biografía de W. L. Rusho,
Everett Ruess: A Vagabond for Beauty
) es su ansia por recuperar los vínculos con la naturaleza y su pasión casi incendiaria por las tierras que atravesaba. «Desde la última vez que te escribí he tenido experiencias aterradoras en las inmensidades del desierto, experiencias sobrecogedoras, abrumadoras —explicaba con vehemencia a su amigo Cornel Tengel—. Además, siempre me siento arrastrado por los acontecimientos. Lo necesito para seguir viviendo.»

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