—¡Oye, chico! Déjalo ya, ¿de acuerdo?
Murmuré una disculpa, me dirigí hacia la puerta y regresé con paso vacilante a la furgoneta desguazada de Freeman. Envuelto por un suave aroma a aceite de motor, me tendí en el suelo del vehículo al lado de una caja de cambios desmontada y me quedé profundamente dormido.
No había pasado un mes desde que me había sentado en la cima del Pulgar del Diablo cuando ya estaba de nuevo en Boulder, clavando el entablado exterior de las casas de la calle Spruce, las mismas cuya estructura estaba construyendo en el momento en que había decidido partir hacia Alaska. Me aumentaron el sueldo a cuatro dólares la hora, y a finales del verano pude dejar la caravana donde dormía y trabajaba y alquilar un diminuto apartamento al oeste del centro comercial.
Cuando eres joven es fácil creer que mereces aquello que deseas y asumir que si quieres una cosa con el suficiente empeño tienes todo el derecho del mundo a conseguirla. En el momento de partir rumbo a Alaska aquel mes de abril, era un joven inexperto que confundía la pasión con la reflexión y actuaba siguiendo una lógica inconexa y oscura. Mi actitud no difería de la de Chris McCandless. Estaba convencido de que escalar el Pulgar del Diablo era la solución a todos mis problemas. Al final, claro está, no cambió casi nada. Pero comprendí que las montañas no eran buenas depositarias de los sueños, y sobreviví para contar mi historia.
Es cierto que yo era, en muchos aspectos, diferente de Chris McCandless. No poseía su capacidad intelectual ni sus ideales elevados. Sin embargo, creo que la sesgada relación que manteníamos con un padre autoritario nos afectó de modo parecido. Tengo además la sospecha de que actuábamos con la misma intensidad emocional, la misma imprudencia, el mismo espíritu agitado e inquieto.
El hecho de que yo sobreviviera a la aventura de Alaska y él no se debió, en gran medida, al azar; si en 1977 yo no hubiera regresado del casquete glaciar de Stikine, la gente no habría tardado en afirmar de mí —como ahora afirman de él— que deseaba morir. Dieciocho años después, reconozco que tal vez pecaba de un orgullo desmedido y, ciertamente, de una ingenuidad tremenda; pero no era un suicida.
En aquella época, la muerte era para mí un concepto tan abstracto como la geometría no euclidiana o el matrimonio. Aún no percibía su terrible significado ni el dolor devastador que puede causar entre las personas que aman al que muere. El oscuro misterio de la mortalidad me fascinaba. No podía resistir la tentación de escapar hacia al abismo y atisbar desde el borde. Lo que se insinuaba entre aquellas sombras me aterrorizaba, pero alcanzaba a ver un enigma prohibido y elemental, no menos imperioso que los dulces y ocultos pétalos del sexo de una mujer.
En mi caso —y creo que también en el de Chris McCandless—, este impulso no tenía nada que ver con el deseo de morir.
Deseaba alcanzar la simplicidad, los sentimientos de los nativos y las virtudes de la vida salvaje; despojarme de las costumbres artificiales, los prejuicios y las imperfecciones de la civilización […] y tener una idea más exacta de la naturaleza humana y los verdaderos intereses del hombre en medio de la soledad y la grandeza de las tierras salvajes del Oeste. Prefería la temporada de las nieves, porque podía experimentar el placer del sufrimiento y la novedad del peligro
.
ESTWICK EVANS
[Describiendo un viaje a pie de 6.400 kilómetros a través de los estados y territorios del Oeste durante el invierno y la primavera de 1818.]
La naturaleza atraía a todos aquellos que se sentían asqueados o estaban hartos del hombre y sus obras. No sólo ofrecía una escapatoria de la sociedad, sino que representaba el escenario ideal para que el individuo romántico practicara el culto a la propia alma que con frecuencia lo caracterizaba
.
La soledad y la libertad absoluta de la naturaleza constituían un entorno perfecto para la melancolía y la exultación
.
RODERICK NASH,
Wilderness and the American Mind
El 15 de abril de 1992, Chris McCandless se marchó de Carthage, Dakota del Sur, subido a la cabina de un tractor en cuyo remolque transportaba una carga de semillas de girasol. Su «gran odisea» había comenzado. Tres días después cruzó la frontera entre Alaska y Canadá a través de Roosville, un pueblo de la Columbia británica, y se dirigió hacia el norte en autostop pasando por Skookumchuck, Radium Junction, Lake Louise, Jasper, Prince George y Dawson Creek. En el centro de Dawson Creek tomó una fotografía de la señal que indicaba el principio de la autovía de Alaska. La señal rezaba: «Km. 0. Fairbanks 2.451 Km.»
Viajar haciendo autostop por la autovía de Alaska suele ser difícil. En las afueras de Dawson Creek no es raro ver a más de una docena de hombres y mujeres esperando en el arcén con expresión lastimera y el pulgar extendido. Algunos se ven obligados a esperar una semana o más antes de que algún vehículo se detenga. Sin embargo, McCandless tuvo más suerte. El 21 de abril, seis días después de haber salido de Carthage, se hallaba ya en Liard River, a las puertas del territorio del Yukon.
En Liard River hay un área pública de acampada de la que parte un paseo entablado de un kilómetro de largo que atraviesa una laguna pantanosa y conduce a una serie de charcas termales naturales. Las fuentes termales de Liard River constituyen la parada más popular de la autovía de Alaska, y McCandless decidió detenerse allí para darse un baño en sus aguas cálidas y tonificantes. Sin embargo, una vez que se hubo bañado, y nuevamente dispuesto a hacer autostop para continuar hacia el norte, descubrió que su suerte había cambiado. Nadie lo recogía. Dos días después de su llegada, aún seguía en Liard River, consumido por la impaciencia.
El jueves a las seis y media de la mañana, Gaylord Stuckey se encaminó por el paseo entablado en dirección a la mayor de las charcas. El suelo todavía estaba endurecido por la helada de la noche anterior y creía que no iba a encontrar a nadie y podría bañarse solo. Quedó muy sorprendido al descubrir que ya había alguien allí: un joven que se presentó como Alex.
Stuckey, un hombre calvo, rubicundo y campechano de 63 años, viajaba de su estado natal, Indiana, a Alaska para entregar una caravana nueva a un concesionario de Fairbanks; se trataba de una de sus ocupaciones ocasionales desde que se retiró del sector de la restauración, en el que había trabajado durante 40 años. Cuando le dijo a McCandless que su destino era Fairbanks, el muchacho exclamó:
—¡Yo también voy allí! Hace dos días que estoy plantado aquí intentando que alguien me recoja. ¿Le importaría llevarme?
—¡Vaya, lo siento! Me sabe mal, hijo, pero no puedo. Trabajo para una empresa que tiene normas muy estrictas y no nos deja llevar a autostopistas. Podrían echarme.
Sin embargo, a medida que conversaban envueltos en los vapores sulfurosos de la charca, Stuckey empezó a reconsiderar la idea. «Iba bien afeitado y llevaba el pelo corto. Por su manera de hablar, se notaba que era un chaval muy despierto. No era el típico autostopista. No suelo fiarme de los autostopistas. Algún problema tendrá un tipo que ni siquiera puede pagarse un billete de autobús ¿no? El caso es que, después de media hora de charla, le dije: "Mira, Alex, Liard River está a 1.600 kilómetros de Fairbanks. Te diré lo que haremos. Voy a llevarte unos 800 kilómetros, hasta Whitehorse. Allí seguramente encontrarás a alguien que te lleve el resto del camino."»
Un día y medio más tarde, cuando llegaron a Whitehorse —la capital del territorio del Yukon y la población más grande y cosmopolita de la autovía de Alaska—, Stuckey se sentía tan a gusto en compañía de McCandless que volvió a cambiar de idea y aceptó llevarlo todo el trayecto.
«Al principio fue bastante reservado y no hablaba mucho —explica Stuckey—. Pero es un viaje muy largo y no puedes correr. Nos pasamos un total de tres días en aquella carretera llena de baches y, al final, el chaval no tuvo otro remedio que bajar la guardia. Le diré una cosa: era un chico educadísimo. Era muy cortés; no soltaba palabrotas y no hablaba con esa jerga que usan algunos jóvenes. Se veía que era de buena familia. Me habló sobre todo de su hermana. Por lo visto tenía muchos problemas con sus padres. Según me explicó, su padre era un genio, un científico de la NASA, pero había sido bígamo durante un tiempo, y eso iba en contra de sus principios. Llevaba dos años sin ver a su familia, desde que se había graduado en la universidad.»
McCandless le confesó también que pensaba pasarse el verano solo en el monte, viviendo de lo que encontrara. «Dijo que era algo que deseaba hacer desde pequeño. Quería estar aislado, sin ver un avión, nada que le recordara la civilización, y demostrarse a sí mismo que podía arreglárselas solo, sin la ayuda de nadie.»
Stuckey y McCandless llegaron a Fairbanks el sábado 25 de abril. Primero efectuaron una breve parada en una tienda de comestibles. «Allí compró un saco de arroz. Luego me dijo que quería acercarse a la universidad para investigar las especies de plantas comestibles que encontraría en el bosque, ya sabe, bayas y cosas por el estilo. Le comenté que era demasiado pronto, que había más de medio metro de nieve y aún no crecía nada. Pero no me hizo caso. Estaba impaciente por salir de la ciudad.»
Stuckey lo llevó hasta el campus de la Universidad de Alaska, situado en las afueras de Fairbanks, y lo dejó allí a las cinco y media de la tarde. «Antes de despedirnos le dije:
“Alex, te he llevado conmigo a lo largo de mil quinientos kilómetros y te he dado de comer durante tres días. Lo menos que puedes hacer es mandarme una carta cuando regreses de Alaska.” Me prometió que lo haría.
«También le rogué que llamara a sus padres. No puedo imaginarme nada más horroroso que tener un hijo perdido por esos mundos de Dios, sin que sepas qué le ha ocurrido durante años, si está vivo o muerto. Le di el número de mi tarjeta de crédito y le dije: “Por favor, llámalos.” Pero todo lo que contestó fue: “Tal vez lo haga o tal vez no.” En cuanto se hubo marchado caí en la cuenta de que debería haberle pedido el número de teléfono para llamarlos yo mismo, pero fue una de esas situaciones en que todo sucede muy rápido. No atiné a pensarlo.»
Después de dejar a McCandless en la universidad, Stuckey se dirigió hacia el centro de Fairbanks para entregar la caravana, pero en el concesionario le dijeron que el encargado de registrar la entrada de vehículos nuevos ya se había marchado a casa y no regresaría hasta el lunes por la mañana. Tuvo que quedarse dos días más antes de poder tomar el avión de vuelta a Indiana. Puesto que no había nada mejor que hacer, el domingo por la mañana decidió visitar el campus. «Esperaba encontrar a Alex y pasar otro día con él. Pensé que podíamos hacer algo para distraernos, no sé, ir a la ciudad o algo así. Me pasé dos horas recorriendo el lugar, pero no lo vi. Supongo que ya se había ido.»
Tras separarse de Stuckey, McCandless estuvo dos días y tres noches en las cercanías de Fairbanks, la mayor parte del tiempo en la universidad. En la librería de ésta dio con una guía de campo de plantas comestibles que estaba escondida en el estante de abajo de la sección de Alaska. Era una obra académica muy bien documentada y con una información exhaustiva,
Tanaina Plantlore/Dena’ina K’et’una: An Ethnobotany of the Dena’ina Indians of Southcentral Alaska
, de Priscilla Russell Kari. Del expositor que había junto a la caja registradora escogió dos postales con la imagen de un oso polar, escribió en ellas sus últimos mensajes a Wayne Westerberg y a Jan Burres y las envió desde la estafeta de correos de la universidad. Luego buscó en los anuncios clasificados de los periódicos y encontró uno en que se ofrecía vender un rifle de segunda mano, un Remington semiautomático del 22, con la culata de plástico y una mira telescópica de 4 x 20. Era un modelo llamado Nylon 66; en la actualidad ya no se fabrica, pero es muy apreciado por los tramperos de Alaska a causa de su fiabilidad y poco peso. Cerró el trato en un aparcamiento, pagando 125 dólares por el arma. Después compró la munición en una armería cercana, cuatro cajas de cien balas de punta hueca para rifle largo.
Cuando concluyó los preparativos, McCandless se cargó la mochila a la espalda y se puso en marcha hacia el oeste. Al abandonar el campus de la universidad, pasó por delante del Instituto Geofísico, un moderno edificio de cristal y hormigón coronado por una enorme antena parabólica. Ésta, cuya silueta recortada contra el horizonte constituye una de las vistas características de Fairbanks, se construyó para recoger los datos enviados por los satélites equipados con el radar de apertura sintética diseñado por Walt McCandless. Walt McCandless incluso había ideado algunos de los programas informáticos imprescindibles para su funcionamiento y había viajado a Fairbanks para asistir a la inauguración del instituto. En el caso de que Chris McCandless se acordara de su padre mientras recorría los alrededores del edificio, no dejó constancia de ello.
Al atardecer, McCandless acampó a seis kilómetros de la ciudad. Levantó la tienda en un bosquecillo de abedules, cerca de una colina desde la que se divisan las luces de la gasolinera de Gold Hill. La noche era gélida y el terreno estaba completamente helado. El terraplén de la carretera de George Parks, que lo llevaría hasta la Senda de la Estampida, se encontraba a menos de 50 metros del lugar que había elegido para acampar. La mañana del 28 de abril despertó muy temprano, bajó hasta la carretera al despuntar el alba y se quedó agradablemente sorprendido cuando el primer vehículo que vio aparecer se detuvo en el arcén para recogerlo. Era una camioneta Ford de color gris, con un adhesivo en el parachoques trasero en el que se leía: «Pesco, luego existo. Petersburg, Alaska.» El conductor era un electricista no mucho mayor que McCandless, que se dirigía hacia Anchorage. Le dijo que se llamaba Jim Gallien.
Al cabo de tres horas, Gallien dobló a la izquierda para salir de la carretera de George Parks y se internó todo lo que pudo por un camino secundario cubierto de nieve. Cuando McCandless se apeó, la temperatura no llegaba a un grado bajo cero —por la noche descendería hasta diez grados bajo cero— y medio metro de crujiente nieve primaveral obstruía el paso del vehículo. McCandless no cabía en sí de alegría. Por fin estaba a punto de iniciar su solitaria aventura por las vastas tierras salvajes de Alaska.