Hacia rutas salvajes (28 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

El cable se comba sobre el agua. En cuanto suelto la cesta para bajar desde el afloramiento, se desliza velozmente a causa de su propio peso, a lo largo del cable, hasta llegar al punto más bajo. La caída es emocionante. Al pasar volando por encima de los rápidos a unos 30 o 40 kilómetros por hora, oigo que un grito involuntario escapa de mi garganta, pero de inmediato advierto que no corro ningún peligro y recobro la serenidad.

Una vez que los cuatro hemos llegado a la orilla oriental, nos abrimos paso a través del bosque durante media hora para retomar la Senda de la Estampida. Los 15 kilómetros recorridos hasta ahora —el tramo entre el punto donde hemos dejado nuestros vehículos y el Teklanika— han sido agradables. El camino era poco empinado, estaba bien señalizado y parecía relativamente transitado. No obstante, los 15 kilómetros siguientes tienen un carácter muy distinto.

La ruta está cubierta de maleza y es cada vez menos reconocible, ya que en los meses de primavera y verano son muy pocas las personas que atraviesan el Teklanika. Después de cruzar el río, el camino gira de inmediato hacia el suroeste y termina confundiéndose con el lecho de un arroyo. A causa de la intrincada red de diques que los castores han construido a lo largo del arroyo, la senda conduce directamente hacia las aguas estancadas de un conjunto de embalses. El nivel de éstos sólo nos llega a la altura del pecho, pero el agua está muy fría y, a medida que avanzamos, nuestros pies remueven el lodo del fondo, que despide un olor fétido a limo en descomposición.

Más allá del último embalse, el camino sube por una colina. Luego desciende para unirse de nuevo al arroyo y vuelve a ascender hacia unos densos matorrales. La marcha nunca llega a ser muy difícil, pero la sombría espesura de alisos de más de cuatro metros de altura que nos rodea es claustrofóbica y opresiva. Aparecen nubes de mosquitos atraídos por el calor sofocante. Cada pocos minutos, el penetrante zumbido de los insectos es reemplazado por unos truenos lejanos, que retumban en el bosque desde un frente tormentoso que acaba de materializarse misteriosamente en el horizonte.

Las espinas de los sinforicarpos laceran mis piernas y terminan dejándolas cubiertas de arañazos. En el camino pueden verse excrementos de oso y, un poco más adelante, descubrimos las huellas frescas de un oso pardo. Esto me intranquiliza, pues son el doble de grandes que la que dejaría una bota de la talla 42, y ninguno de nosotros lleva una escopeta.

—¡Eh, oso! —grito en dirección a la espesura con la esperanza de evitar un encuentro por sorpresa—. ¡Eh, oso! ¡Sólo estamos de paso! ¡No hay ningún motivo para que te inquietes!

En los últimos 20 años he estado en Alaska otras tantas veces, ya sea para escalar, trabajar de carpintero, faenar en una trainera, realizar reportajes periodísticos o como simple turista. En el transcurso de mis numerosos viajes y excursiones, he pasado mucho tiempo solo en el monte, y siempre he disfrutado con ello. De hecho, había planeado llevar a cabo solo la incursión hasta el emplazamiento del autobús; cuando mi amigo Roman y otros dos compañeros decidieron, sin consultármelo, que vendrían conmigo, me sentí molesto. Sin embargo, ahora agradezco su presencia. Hay algo de inquietante en este paisaje agreste y terrorífico. Parece más indómito que otros remotos parajes de Alaska que ya conozco: la tundra de la cordillera Brooks, las brumas de los bosques del archipiélago de Alexander, e incluso los picos y ventisqueros del macizo del Denali. Me alegro de no estar solo.

A las nueve de la noche, después de doblar una curva del camino, divisamos el autobús. Se halla en un calvero, y en los huecos donde habían estado las ruedas del vehículo, unas hierbas de San Antonio crecen hasta sobrepasar la altura de los ejes. El antiguo autobús de la línea 142 de Fairbanks reposa junto a un bosquecillo de álamos, a unos 10 metros de un modesto talud. Desde lo alto de éste se domina la confluencia del río Sushana con un arroyo tributario. El calvero es un espacio abierto y luminoso; resulta fácil comprender la razón por la que McCandless decidió instalar aquí su campamento base.

Hacemos una pausa a poca distancia del autobús y lo contemplamos en silencio durante un rato. La pintura está descascarillada y recubierta de sales por la corrosión. Faltan los cristales de varias ventanas. En el calvero hay esparcidos centenares de delicados huesos y miles de púas de puercoespín: son los restos de la caza menor que constituía el principal sustento de McCandless. Dentro del perímetro de este osario, yace un esqueleto mucho mayor: el del alce que agonizó en el claro después de que le disparara.

Cuando interrogué a Gordon Samel y a Ken Thompson, poco después de que fuese descubierto el cuerpo sin vida de McCandless, ambos insistieron —de modo categórico e inequívoco— en que el esqueleto correspondía a los restos de un caribú, e hicieron comentarios displicentes sobre la ignorancia de un novato que ni siquiera sabía distinguir entre ambos cérvidos.

«Los lobos habían diseminado los huesos —me dijo Thompson—, pero es indudable que el animal era un caribú. El chico no sabía lo que se llevaba entre manos.»

«No cabe duda de que se trataba de un caribú —afirmó Samel con un gesto de desdén—. Cuando leí en el periódico que el chico creía haber abatido un alce, me di cuenta enseguida de que no era de aquí. La diferencia entre un alce y un caribú es muy grande. Es imposible confundirlos. Tienes que ser bastante estúpido para no ver que son dos animales distintos.»

Tanto Thompson como Samel son cazadores veteranos que han dado muerte a numerosos alces y caribúes, así que confié en su testimonio y, en el reportaje que se publicó en la revista
Outside
, describí el error de apreciación que había cometido McCandless, confirmando la opinión que ya tenían innumerables lectores acerca de su falta de preparación y el sinsentido que representaba que se adentrara en el monte para perderse solo en las vastas extensiones salvajes de la Última Frontera. Un lector de Alaska llegó a observar que McCandless no sólo falleció a causa de su estupidez, sino que, además, «el alcance de su autoproclamada aventura era digno de lástima: refugiarse en un autobús desguazado a pocos kilómetros de Healy, alimentarse de ardillas y arrendajos, tomar un caribú por un alce (¡que ya es difícil!)»; el párrafo terminaba diciendo que «la palabra que mejor lo define es: incompetente».

Casi todos aquellos que en sus cartas arremetían contra McCandless mencionaban su confusión al respecto como una prueba evidente de que no tenía la menor idea de qué hacer para sobrevivir en aquellas latitudes. No obstante, lo que ignoraban los autores de estas indignadas misivas era que el cérvido abatido por McCandless era exactamente el que éste describía en su diario. En contra de lo que afirmé en el reportaje de
Outside
, el animal era un alce, como demostró un examen detenido de los huesos y luego ratificaron más allá de toda duda las fotos que el propio McCandless había tomado del animal muerto. Es verdad que Chris McCandless cometió diversas equivocaciones en la Senda de la Estampida, pero entre ellas no estaba la de confundir un caribú con un alce.

Paso por delante de lo que queda del esqueleto del alce, me aproximo al vehículo y subo a éste por la puerta de emergencia de la parte trasera. En el interior, delante mismo de la puerta, está el colchón rasgado, manchado y deformado sobre el que McCandless exhaló su último suspiro. Por alguna razón, quedo estupefacto al comprobar que hay numerosos objetos personales suyos desperdigados sobre el colchón: una cantimplora verde de plástico; un pequeño frasco de tabletas para purificar el agua; una barra de crema protectora de labios, usada; un par de pantalones de aviador forrados por dentro, del tipo que venden las tiendas de excedentes militares; un ejemplar de
¡Oh Jerusalén!
encuadernado en rústica y con el lomo partido; unas manoplas de lana; un bote de repelente de Muskol; una caja de cerillas grande y un par de botas de goma marrones con el nombre «Gallien» escrito con tinta negra en el dobladillo exterior del forro.

A pesar de la ausencia de cristales, dentro del estrecho vehículo huele a moho y el aire está viciado.

—¡Qué asco! —exclama Roman—. Esto apesta a pájaros muertos.

Unos segundos después, tropiezo con el origen del olor: una bolsa de basura llena de plumas y varias alas cortadas de pájaro abandonadas en el suelo. Al parecer, McCandless guardaba las plumas como posible termoaislante para la ropa, o quizá para confeccionar una almohada.

En la parte frontal del autobús, las escudillas y platos de McCandless todavía están apilados sobre un tablero que hace las veces de mesa, al lado de una lámpara de queroseno. La alargada funda de cuero en que se ven grabadas las iniciales R. F. es la vaina del machete que Ronald Franz regaló a McCandless cuando éste se marchó de Salton City.

El cepillo de dientes de McCandless descansa junto a un tubo de Colgate medio vacío, una cajita de seda dental y la corona que, según el diario, se le desprendió y le hizo perder una muela cuando ya llevaba tres semanas en el autobús. Pocos centímetros más allá, hay un cráneo del tamaño de una sandía, con unos gruesos colmillos que sobresalen de los blanquecinos maxilares. Corresponde a un oso pardo, lo que queda de un ejemplar cazado por algún visitante del autobús años antes de que McCandless lo ocupara. El cráneo tiene un orificio de bala rodeado por un mensaje en forma de círculo, escrito con la cuidada letra de molde de McCandless: «SALUDOS AL OSO FANTASMA, A LA BESTIA QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO. ALEXANDER SUPERTRAMP. MAYO DE 1992.»

Al mirar hacia arriba observo que la chapa de las paredes y el techo está llena de inscripciones y garabatos que los numerosos visitantes han ido dejando a lo largo de los años. Roman señala con el dedo el mensaje que él mismo escribió hace cuatro, durante una excursión por la cordillera de Alaska: «COMEDORES DE FIDEOS EN RUTA HACIA EL LAGO CLARK 8/89.» Al igual que Román, la mayoría de quienes han pasado por aquí dejaron garabateado poco más que el nombre y una fecha. La inscripción más larga y elocuente es una de las varias que escribió McCandless, la alegre declaración de independencia que empieza con un saludo tomado de su canción favorita de Roger Miller: «HACE DOS AÑOS QUE CAMINA POR EL MUNDO. SIN TELÉFONO, SIN PISCINA, SIN MASCOTAS, SIN CIGARRILLOS. LA MÁXIMA LIBERTAD. UN EXTREMISTA. UN VIAJERO ESTETA CUYO HOGAR ES LA CARRETERA […].»

Justo debajo de esta proclama se encuentra la estufa, hecha con un bidón oxidado de aceite. Un tronco de picea de tres metros de largo se sostiene apoyado dentro de la caldera; de él cuelgan dos pares de Levi’s rasgados, que parecen tendidos allí para que se sequen. Uno de los pares —talla 40 de cintura, 32 de largo— está remendado de una manera muy burda con cinta aislante; en el otro se puso más cuidado en el arreglo y tiene cosidos unos retales desteñidos de colcha sobre los agujeros de las rodillas y la parte de atrás. Estos últimos llevan también un cinturón confeccionado con una tira de tela arrancada de una manta. McCandless, supongo, se vio forzado a improvisar un cinturón cuando adelgazó tanto que los pantalones se le caían.

Me siento en el camastro de acero que hay frente a la estufa para reflexionar sobre este fantasmagórico cuadro, y en todos los sitios en que poso la vista descubro indicios de la presencia de McCandless. Aquí, el cortaúñas; allí, su tienda de campaña verde extendida para tapar el hueco de la ventana de la puerta delantera. Sus botas de montaña Kmart están dispuestas con pulcritud debajo de la estufa, como si fuese a regresar en cualquier momento, atárselas e irse andando. No puedo evitar sentirme incómodo, una especie de espía o un intruso que se ha colado en el dormitorio de McCandless aprovechando su ausencia momentánea. De repente, me mareo. Salgo del autobús y camino por la orilla del arroyo para respirar aire puro.

Una hora más tarde, a la luz del atardecer, encendemos una hoguera en el exterior. Las tormentas de la tarde han disipado la neblina de la atmósfera y unas colinas lejanas se recortan con nitidez contra el horizonte. Hacia el noroeste, una franja de cielo se vuelve incandescente debajo de una nube solitaria. Roman desenvuelve unos filetes procedentes de un alce que cazó en la cordillera de Alaska el pasado mes de septiembre, y los coloca encima de una parrilla ennegrecida, la misma que McCandless utilizaba para asar sus piezas de caza menor. La grasa de la carne de alce se derrama sobre las brasas, que chisporrotean. Mientras comemos la carne cartilaginosa cogiéndola con los dedos y dando manotazos para ahuyentar los mosquitos, charlamos sobre este muchacho singular que ninguno de nosotros llegó a conocer, dando vueltas a las causas que explicarían su triste final e intentando comprender por qué algunas personas parecen despreciarlo tanto por el hecho de haber muerto aquí.

McCandless decidió adentrarse en el monte con víveres insuficientes y un equipo que carecía de las herramientas que los habitantes de Alaska consideran imprescindibles para semejante excursión: un rifle de gran calibre, un mapa, una brújula y un hacha. Esto ha sido juzgado no sólo como una muestra de estupidez, sino, lo que es más grave todavía, como un pecado de arrogancia. Algunos de sus detractores incluso han visto paralelismos entre McCandless y la figura de más infausta memoria en la historia del Ártico, sir John Franklin, un oficial de la marina británica cuyo carácter petulante y altivo provocó en el siglo XIX la muerte de 140 personas, incluido él mismo.

En 1819, el almirantazgo encargó a Franklin la organización de una expedición por las tierras vírgenes del noroeste de Canadá. Dos años después de partir de Inglaterra, el invierno sorprendió al pequeño destacamento mientras avanzaba con dificultad por la tundra, en una región tan vasta y desolada que fue bautizada como los Yermos, nombre con el que aún se la conoce. Se quedaron sin víveres. Dado que la caza escaseaba, Franklin y sus hombres se vieron obligados a subsistir con los líquenes que obtenían raspando las rocas, chamuscando pieles de ciervo, royendo huesos de animales abandonados por los carroñeros, comiendo el cuero de sus propias botas y, al final, la carne de sus compañeros. Antes de que este calvario llegara a su fin, como mínimo dos hombres fueron asesinados y devorados, el presunto asesino fue ejecutado sumariamente y otros ocho miembros de la expedición murieron a causa de las enfermedades y el hambre. El mismo Franklin estuvo a punto de fallecer uno o dos días después de que él y los demás supervivientes fueran rescatados por un grupo de mestizos francoindios.

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