A medida que su comportamiento se volvió más irracional y delirante, fue perdiendo a todas sus amistades. Al final, mi madre, que había sufrido lo indecible, no tuvo más remedio que abandonarlo. Mi padre cruzó la frontera de la demencia y luego estuvo a punto de quitarse la vida, asegurándose de que yo estuviera presente en el momento del intento.
Tras esta tentativa de suicidio, lo ingresamos en un hospital psiquiátrico cercano a Portland. Cuando lo visité tenía los brazos y las piernas sujetos con correas a la barandilla de la cama. Farfullaba incoherencias y se había ensuciado. Tenía la mirada extraviada. Sus ojos tan pronto brillaban con expresión desafiante como se sumían a continuación en un terror incomprensible o se quedaban en blanco, ofreciendo un testimonio evidente y estremecedor del estado torturado de su mente. Cuando las enfermeras intentaron cambiarle las sábanas, se revolvió furiosamente en la cama intentando liberarse de las correas; maldecía las correas, me maldecía a mí, maldecía al destino. El hecho de que su infalible plan de vida lo hubiera llevado hasta aquel lugar, hasta aquella escena de pesadilla, era una ironía que no me producía placer alguno y escapaba totalmente a su comprensión.
Tampoco estaba en condiciones de apreciar otra ironía: que, después de todo, sus denodados esfuerzos por moldearme a su imagen y semejanza habían tenido éxito. De hecho, había logrado inculcarme un sentido de la ambición profundo y ardiente, sólo que ese sentido de la ambición se había concretado en una meta que no era la prevista. Jamás comprendió que el Pulgar del Diablo representaba lo mismo que la facultad de Medicina, sólo que distinto.
Supongo que fue este sentido heredado de la ambición, de rechazo al fracaso, lo que me impidió admitir la derrota en el casquete de Stikine después de que mi asalto inicial al Pulgar del Diablo se hubiera saldado con un fiasco y la tienda hubiera estado a punto de ser consumida por las llamas. Tres días después de abandonar mi primer intento, me dirigí de nuevo hacia la cara norte. Esta vez sólo conseguí ascender unos 40 metros por encima del
bergschrund
antes de que la falta de serenidad y una ventisca me obligaran a dar media vuelta.
Así y todo, en lugar de regresar al campamento base emplazado en el glaciar, decidí pasar la noche en el flanco escarpado de la montaña, justo debajo del punto más elevado al que había logrado llegar. Resultó ser un error. Al atardecer, la ventisca había sufrido una metástasis que la había transformado en otra ventisca aún mayor. El grosor de la capa de nieve crecía a razón de dos centímetros por hora. Mientras me acurrucaba dentro del saco de vivac en el reborde del
bergschrund
, el viento formaba corrientes turbulentas que arrastraban hacia abajo la nieve en polvo de la pared superior. La nieve arrastrada por las rachas de viento me bañaba como una ola, sepultando lentamente la repisa en la que me había instalado.
Esta especie de alud sólo tardó veinte minutos en cubrir el saco de vivac —un delgado envoltorio de nailon con una forma parecida a las bolsas de plástico de los bocadillos Baggies, sólo que más grande— hasta la altura de la rendija por la que respiraba. Me desenterré, pero tuve que repetir la operación cuatro veces. Cuando quedé sepultado por quinta vez, consideré que ya había tenido suficiente. Metí todo el equipo en la mochila y corrí hacia el campamento base en busca de refugio.
El descenso fue aterrador. A causa de las nubes, la ventisca y la luz mortecina del atardecer no podía distinguir el cielo de la rampa de hielo por la que bajaba. Estaba angustiado por la posibilidad de dar un paso a ciegas desde lo alto de un serac y precipitarme hacia el glaciar del Caldero de las Brujas, 800 metros más abajo.
Cuando por fin llegué a la llanura helada del glaciar, descubrí que el viento había borrado el rastro de mis huellas. No tenía la menor idea de cómo localizar la tienda; la altiplanicie era ahora una extensión informe donde no se veía ningún accidente que sirviese de punto de orientación. Esquié en círculos durante una hora esperando tener suerte y tropezar por casualidad con el campamento, hasta que, tras resbalar a causa de una pequeña grieta, comprendí que estaba actuando como un idiota; lo que debía hacer era no moverme más y aguardar a que la ventisca amainara.
Cavé un agujero poco profundo, me envolví con el saco de vivac y me senté sobre la mochila. La nieve se arremolinaba y acumulaba en torno a mí. Se me durmieron los pies. Sentí que un escalofrío húmedo me recorría el pecho desde la base del cuello a causa de la nieve que se me metía por el forro del anorak y empapaba la pechera de mi camiseta. «Ojalá tuviera un cigarrillo —pensé—. Con un único cigarrillo podría reunir las fuerzas suficientes para poner buena cara frente a esta mierda de tiempo y esta mierda de viaje.» Me arropé todavía más con el saco de vivac. Violentas ráfagas de viento me azotaban la espalda. Sin ningún pudor, metí la cabeza entre los brazos y me sumí en un sinfín de lamentaciones.
Sabía que en ocasiones la gente moría por escalar montañas, pero, a los 23 años la mortalidad individual —la idea de la propia muerte— aún estaba fuera del alcance de mi horizonte mental. Mientras recogía mis cosas de la caravana de Boulder para partir hacia Alaska, poseído por la visión de la gloria y la redención que comportaría conquistar el Pulgar del Diablo, no se me había ocurrido pensar que podía estar sujeto a las mismas relaciones de causa y efecto que gobernaban las acciones de los demás. Había pensado en el Pulgar del Diablo durante tanto tiempo y con una intensidad tal que me parecía imposible que algún impedimento menor, como el mal tiempo, las grietas o una costra de escarcha sobre la roca, pudiera doblegar en última instancia mi voluntad.
Al anochecer el viento cesó y el cielo pareció despegarse unos 50 metros por encima del glaciar permitiéndome localizar el campamento base. Conseguí llegar a la tienda, que estaba intacta, pero no podía seguir ignorando que mis planes de escalar el Pulgar del Diablo se habían ido al traste. Me veía obligado a reconocer que la sola voluntad, por poderosa que fuera, no me llevaría a conquistar la cara norte. Al final, me veía obligado a reconocer que nada lo haría.
Sin embargo, todavía quedaba una posibilidad de salvar la expedición del fracaso. La semana anterior había ido esquiando hasta la cara sureste de la montaña para observar la ruta por la que pretendía descender después de coronar la cara norte, una vía que el legendario alpinista Fred Beckey había abierto en 1946 en el transcurso de su primera ascensión al Pulgar del Diablo. Me había dado cuenta, con sorpresa, de que a la izquierda de la vía abierta por Beckey —una sucesión de placas de hielo desiguales que subían en diagonal formando una línea—, existía otra vía que, aunque obvia, nadie había escalado aún y parecía ofrecer un acceso relativamente fácil a la cima. En aquel momento, ni siquiera la había considerado digna de ser tenida en cuenta, pero ahora, mientras intentaba recuperarme de mi calamitoso enfrentamiento con la
nordwand
, mis aspiraciones se habían vuelto más modestas.
La tarde del 15 de mayo, cuando por fin dejó de nevar, regresé a la cara sureste y empecé la ascensión. Logré llegar a la estrecha cresta de un contrafuerte que parecía colgar de la parte superior del pico como un arbotante de la bóveda de una catedral gótica. Decidí pasar la noche allí, a menos de 500 metros de la cima. El cielo estaba despejado y el aire era glacial. Podía ver la costa y el mar a lo lejos. Al anochecer, contemplé hipnotizado las luces de Petersburg, que parpadeaban al oeste. Aquellas luces distantes eran lo más parecido al contacto humano que había experimentado desde que la avioneta lanzara las cajas de provisiones, y desataban en mí un flujo de emociones incontrolable. Imaginé a la gente viendo el béisbol por televisión, comiendo pollo frito en una cocina resplandeciente, bebiendo cerveza, haciendo el amor. Cuando me tendí para dormir, una soledad desgarradora se apoderó de mí. Jamás me había sentido tan solo.
Por la noche tuve pesadillas. Soñé con una redada de la policía, vampiros, una ejecución entre hampones. Luego oí una voz que me susurraba: «Creo que está aquí dentro…»
Me incorporé y abrí los ojos. El sol estaba a punto de salir. El cielo se había vuelto escarlata. Todavía estaba despejado, pero en las capas altas de la atmósfera podían verse unos delgados y tenues cirros y una oscura línea de nimboestratos que venía del suroeste presagiando una borrasca. Me calcé las botas y me até las correas de los crampones a toda prisa. Cinco minutos después, ya estaba escalando lejos del lugar donde había vivaqueado.
No llevaba las cuerdas, la tienda ni el equipo de vivac y mis únicas herramientas eran los piolets. Mi intención era avanzar con rapidez sin llevar peso, coronar la cima y bajar antes de que cambiase el tiempo. Forzando la marcha hasta quedar casi sin aliento, fui encaramándome en zigzag a través de pequeños bancos de nieve helada conectados entre sí por grietas recubiertas de hielo y cortos escalones rocosos. La escalada era casi divertida —la roca ofrecía numerosos puntos de apoyo y los bancos de hielo, si bien delgados, nunca tenían una inclinación superior a los 70 grados—, pero estaba muy inquieto por la borrasca que iba acercándose desde el Pacífico oscureciendo el cielo.
Aunque no llevaba reloj, en lo que me pareció muy poco tiempo reconocí de modo inconfundible el último banco de hielo. Cuando llegué a ese punto, los nubarrones ya cubrían todo el cielo. Parecía más fácil seguir en zigzag hacia la izquierda, pero la distancia hasta la cumbre era más corta si ascendía en línea recta. Por miedo a que la ventisca me sorprendiera en la cima sin darme tiempo a buscar un refugio, opté por tomar la vía más corta. El último banco de hielo era más delgado y empinado. Cuando clavé el piolet, golpeó en la roca. Lo intenté en otro punto y el piolet rebotó de nuevo contra la dura y compacta diorita emitiendo un ruido sordo y metálico. Y así una y otra vez. Era una repetición de lo que me había sucedido en mi primer intento de escalar la cara norte. Eché una ojeada hacia el glaciar, que estaba a más de 1.000 metros bajo mis pies. Se me hizo un nudo en el estómago.
Catorce metros más arriba, la pared se transformaba en la arista de la cima. Me quedé inmóvil aferrándome a los piolets, sudoroso, asustado, atormentado por la duda. Eché otra ojeada al interminable precipicio que caía hacia el glaciar, luego miré hacia arriba y me quité la escarcha del pelo frotándomelo con la mano. Clavé el pico del piolet izquierdo en un saliente rocoso del grosor del canto de una moneda y probé si me sostenía. El saliente resistía. Saqué el piolet derecho del hielo, tendí el brazo y removí el pico para encajarlo en una sinuosa fisura de menos de dos centímetros de espesor. Casi sin atreverme a respirar, me impulsé hacia arriba haciendo fuerza con los piolets y escarbando la fina película de hielo con los crampones. Levanté el brazo izquierdo todo lo que pude y golpeé suavemente con el piolet la superficie brillante y opaca sin saber lo que iba a encontrar debajo. ¡El pico del piolet penetró en el hielo y con un sólido
clonc
quedó anclado! Al cabo de unos minutos me encontraba en una amplia repisa. La cima propiamente dicha, una aguja de roca de la que parecía brotar una nube grotesca, estaba a sólo seis metros.
La débil consistencia de la placa de hielo auguraba que esos últimos seis metros serían difíciles, laboriosos, estremecedores. De repente, ya no pude subir más. Noté que mis labios agrietados esbozaban una dolorosa sonrisa. Había llegado a la cima del Pulgar del Diablo.
Tal como correspondía, el lugar era completamente irreal, maléfico, una cuña de roca y hielo increíblemente pequeña, no más ancha que el archivador de una oficina. Nada invitaba a permanecer allí. Cuando me senté a horcajadas sobre el punto más elevado, el declive de la cara sur caía con un desnivel de unos 800 metros bajo mi bota derecha y el declive de la cara norte el doble de esa distancia bajo mi bota izquierda. Tomé algunas fotografías para demostrar que había estado allí y perdí unos minutos intentando reparar el pico torcido de un piolet. Luego me levanté, me volví con cuidado y emprendí el camino de regreso.
Una semana más tarde estaba acampado a la orilla del mar, bajo la lluvia, maravillado por el musgo, los helechos y los mosquitos. El aire salobre transportaba el exuberante olor a putrefacción de la marea. Poco tiempo después, una pequeña lancha fueraborda cruzó la bahía de Thomas y ancló en la playa, no muy lejos de donde yo había levantado la tienda. El hombre que conducía la lancha se presentó y me dijo que se llamaba Jim Freeman. Era un leñador de Petersburg que había aprovechado su día libre para mostrar el glaciar a su familia y buscar osos.
—¿Has estado cazando? —me preguntó.
—No —respondí con timidez—. La verdad es que acabo de escalar el Pulgar del Diablo. Llevo aquí 20 días.
Freeman jugueteó nerviosamente con una cornamusa y permaneció en silencio. Era evidente que no me creía. Tampoco parecía aprobar mi pelo desgreñado y largo hasta los hombros ni el modo en que olía después de tres semanas sin lavarme ni cambiarme de ropa. Cuando le pregunté si podía llevarme de regreso a Petersburg, contestó de mala gana:
—No veo por qué no.
El mar estaba encrespado y la travesía por el estrecho de Frederick duró dos horas. Cuando llevábamos un rato hablando, noté que empezaba a caerle más simpático. Todavía no estaba convencido de que hubiera escalado el Pulgar del Diablo, pero cuando puso rumbo al estrecho de Wrangell ya fingía que lo estaba. Después de atracar, insistió en invitarme a una hamburguesa con queso. Luego me ofreció pasar la noche en una vieja furgoneta desguazada que descansaba sobre unos travesaños en el patio trasero de su casa.
Me eché en la parte de atrás del vehículo durante un rato, pero no conseguía dormir. Al final me levanté y salí a pasear. Fui andando hasta un bar llamado Kito’s Kave. La euforia, la desbordante sensación de alivio que me había acompañado desde mi regreso a Petersburg, se esfumó, reemplazada por una melancolía inesperada. Las personas con quienes charlé en Kito’s no parecían dudar de que yo hubiera coronado el Pulgar del Diablo; sencillamente, no les importaba demasiado. El local fue vaciándose a medida que la noche avanzó. Al final, los únicos clientes del local éramos un viejo y desdentado indio tlingit que estaba sentado a una mesa del fondo y yo. Estuve bebiendo solo y echando cuartos de dólar en la máquina de discos. Seleccioné las mismas cinco canciones una y otra vez hasta que la camarera me gritó enfadada: