Hacia rutas salvajes (22 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Cinco días después de zarpar de Gig Harbor, el
Ocean Queen
atracó en Petersburg para abastecerse de combustible y agua. Salté a tierra, me colgué al hombro mi pesada mochila y atravesé el muelle bajo la lluvia. Sin saber qué hacer, me refugié bajo el alero del tejado de la biblioteca municipal y me senté sobre mi equipo.

Petersburg es una población no demasiado grande, elegante y cuidada para los parámetros de Alaska. Una mujer alta y ágil pasó por delante de la biblioteca y nos pusimos a hablar. Se llamaba Kai, Kai Sandburn. Era alegre, extrovertida, locuaz y agradable. Le confesé que planeaba escalar el Pulgar del Diablo y, para mi alivio, no se rió ni se comportó como si se encontrara frente a un individuo con ideas extravagantes.

—Cuando el día es claro, el Pulgar puede verse desde aquí —dijo con naturalidad, mientras hacía un ademán para señalar unas brumas que quedaban hacia el este—. Es muy bonito. Está allí, justo al otro lado del estrecho de Frederick.

Kai me invitó a cenar y me ofreció alojamiento en su casa. Después de cenar, desenrollé mi saco de dormir en el suelo. Mucho después de que ella se hubiera dormido, yo seguía tendido, despierto y escuchando su respiración tranquila en la habitación contigua. Había pasado muchos meses intentando convencerme de que, en realidad, no me importaba la ausencia de intimidad en mi vida, la falta de calor humano, pero el placer que acababa de sentir por estar en compañía de aquella mujer —el sonido de su risa, el roce inocente de su mano en mi brazo— me había revelado lo engañoso de mi convencimiento, dejándome con una dolorosa sensación de vacío.

El puerto de Petersburg está situado en una isla, mientras que el Pulgar del Diablo se halla en el continente, erguido sobre un frente de hielos perpetuos conocido como el casquete glaciar de Stikine. Vasto y laberíntico, el casquete de Stikine se extiende como un caparazón a lo largo del pliegue sinclinal oriental de la cordillera de la Frontera, y de él surgen numerosos glaciares, cuyas largas lenguas azuladas avanzan lentamente hacia el mar empujadas por el peso acumulado durante milenios. Si quería llegar a la falda del Pulgar del Diablo, tendría que encontrar a alguien que me llevara a través de 40 kilómetros de agua salada y luego subir 50 kilómetros esquiando por una de esas lenguas, el glaciar de Baird, un valle de hielo que, estaba casi seguro, hacía muchísimos años que no era hollado por el hombre.

Compartí la corta travesía hacia la bahía de Thomas con tres leñadores que trabajaban en una explotación forestal; una vez en la bahía de Thomas, desembarqué en una solitaria playa de grava. A un kilómetro de distancia, aproximadamente, se divisaba la amplia morrena frontal del glaciar. Media hora después, subí gateando por las heladas rocas y pedruscos de la morrena y empecé la larga marcha hacia el Pulgar del Diablo. El hielo no estaba cubierto de nieve y tenía incrustada una arenilla tosca y negra que crujía bajo las puntas de acero de mis crampones.

Después de recorrer unos cinco o seis kilómetros, llegué al punto donde comenzaba la nieve y cambié los crampones por los esquís; así me ahorraría tener que cargar con casi siete kilos adicionales de peso y, además, avanzaría más rápido. Sin embargo, la nieve ocultaba numerosas grietas, lo que comportaba mayores peligros.

Anticipándome a esta eventualidad, en Seattle me había detenido en una ferretería y había comprado un par de resistentes barras de aluminio, de ésas que se usan para las cortinas, de tres metros de largo. Las até en forma de cruz y luego las amarré con una correa a los tirantes de mi mochila, de modo que las barras quedaran extendidas horizontalmente sobre la nieve. Mientras ascendía por el glaciar tambaleándome bajo el peso de mi mochila y portando aquella ridícula cruz de metal, me sentía como una especie de extraño penitente. Sin embargo, en el caso de que una capa de nieve helada fuera demasiado delgada y se quebrara dejando al descubierto una grieta oculta, las barras de aluminio se anclarían en los bordes de la hendidura —o al menos eso esperaba yo— y evitarían que me precipitara hacia las heladas entrañas del glaciar de Baird.

Durante dos días subí trabajosamente, pero sin contratiempos, por la lengua de hielo. Hacía buen tiempo, la ruta era fácil de reconocer y no había grandes obstáculos que salvar. Sin embargo, a causa de la soledad todo lo que me rodeaba, incluso lo más simple y corriente, aparentaba tener un mayor significado. El hielo parecía más frío y misterioso, y el azul del cielo más nítido. Los picos sin nombre que se alzaban sobre el glaciar se veían más altos y hermosos, pero también infinitamente más amenazadores, y ello porque no estaba acompañado. Del mismo modo, mis emociones parecían más intensas: los momentos de euforia eran más exultantes, los de desesperación, más sombríos. Para un joven que era dueño de su destino y estaba embriagado con el desarrollo del drama de su propia existencia, todo aquello poseía un atractivo irresistible.

Cuando ya hacía tres días que había salido de Petersburg, llegué al casquete de Stikine propiamente dicho, allí donde la larga lengua del glaciar de Baird se une al cuerpo principal de aquél. En este lugar el casquete glaciar se derrama por el borde de una altiplanicie, vertiendo masas fantasmagóricas de hielo en dirección al mar a través de una brecha entre dos montañas. Al observar los corrimientos de hielo, me sentí realmente asustado por primera vez desde que me había marchado de Colorado.

En la cascada de hielo se entrecruzaban multitud de grietas e inseguros seracs
[5]
. Vista desde lejos, la cascada recordaba un grave accidente de ferrocarril, como si docenas de espectrales y blancos vagones de carga hubieran descarrilado en el borde del casquete glaciar despeñándose tumultuosamente. Cuanto más me acercaba, más temible era su aspecto. Las barras de aluminio de tres metros de largo parecían una pobre defensa contra grietas de 12 metros de anchura y cientos de profundidad. Antes de que consiguiera calcular una ruta lógica para abrirme paso entre aquellas empinadas rampas de hielo, se desató una fuerte ventisca y los remolinos de nieve empezaron a azotarme la cara, reduciendo la visibilidad hasta hacerla desaparecer.

Durante la mayor parte del día anduve a tientas por el glaciar, volviendo sobre mis pasos cada vez que mi ruta quedaba cortada. Una y otra vez pensaba que había encontrado una salida, sólo para terminar en una ratonera de un azul intenso o quedarme encallado en lo alto de un pilar desprendido. Los ruidos que surgían bajo mis pies me instaban a redoblar mis esfuerzos. El concierto de crujidos y chasquidos —la especie de protesta que se oye al doblar despacio una gran rama de abeto hasta romperla— eran un recordatorio constante de que el movimiento forma parte de la naturaleza de los glaciares, y de que los seracs se desmoronan.

Estuve a punto de pasar sobre un puente de nieve que se extendía a lo largo de una grieta tan profunda que no logré vislumbrar el fondo. Poco después atravesé otro puente y me hundí en la nieve hasta la cintura. Las barras impidieron que cayera por una grieta de 30 metros de profundidad, pero, cuando por fin conseguí liberarme, me vinieron arcadas al pensar que podía estar yaciendo en el fondo de la sima, esperando la muerte, sin que nadie se enterase jamás de cómo y dónde había llegado mi final.

Casi era de noche cuando logré salvar la cascada de hielo y llegué a la altiplanicie, una gran extensión de hielo y nieve erosionada por el viento. Estaba conmocionado por la experiencia y aterido de frío, pero esquié hasta dejar atrás la cascada para no tener que oír su sordo rumor. Levanté la tienda, me metí tiritando en el saco de dormir y me sumí en un sueño inquieto.

Había planeado que me detendría tres o cuatro semanas en el casquete de Stikine. Al no hacerme ni pizca de gracia la perspectiva de tener que subir por el glaciar de Baird cargado con los víveres de cuatro semanas y los equipos de escalada y acampada, pagué a un piloto de Petersburg 150 dólares —todo el dinero en metálico que me quedaba— para que me lanzara seis cajas de provisiones desde la avioneta en cuanto yo alcanzara la falda del Pulgar del Diablo. Le señalé en su mapa el lugar exacto al que pretendía ir y le dije que me diera un plazo de tres días para llegar hasta allí; me prometió que realizaría el vuelo y el lanzamiento tan pronto como el tiempo lo permitiese.

El 6 de mayo acampé en un punto del casquete situado al noroeste del Pulgar del Diablo y me puse a esperar la llegada de la avioneta. Nevó durante los cuatro días siguientes, lo que imposibilitaba la aproximación al glaciar desde el aire. Demasiado aterrorizado por las grietas como para alejarme del campamento, me pasé la mayor del tiempo recostado en la tienda —que no era lo bastante alta como para que pudiera sentarme—, luchando contra las crecientes dudas que me asaltaban.

A medida que pasaban los días mi nerviosismo iba en aumento. No llevaba radio ni tenía ningún medio para comunicarme con el mundo exterior. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que alguien había visitado aquella parte del casquete de Skitine y transcurrirían muchos más antes de que nadie volviera a hacerlo. Se estaba terminando el gas del hornillo y para comer sólo me quedaba un pedazo de queso, un paquete de fideos de arroz y media caja de hojaldres de coco. Imaginaba que, llegado el caso, podría resistir tres o cuatro días más, pero ¿qué haría luego? Aunque sólo tardaría dos días en volver a la bahía de Thomas esquiando por el glaciar de Baird, podía pasar más de una semana antes de que apareciera algún pescador que me llevase de regreso a Petersburg (los leñadores que me habían traído estaban acampados 24 kilómetros más abajo de la playa donde había desembarcado, pero la costa era intransitable por tierra a causa de su relieve accidentado, y el lugar sólo podía alcanzarse en avión o barco).

Cuando el 10 de mayo por la tarde me dispuse a dormir, seguía nevando y el viento soplaba con fuerza. Unas horas más tarde oí un zumbido débil y momentáneo, apenas más fuerte que el de un mosquito. Saqué la cabeza por la puerta de la tienda y comprobé que la mayor parte de las nubes habían desaparecido, pero no pude divisar ninguna avioneta. Luego oí otra vez el zumbido, esta vez más intenso. Y entonces la vi: una diminuta mota roja y blanca en la lejanía que zumbaba cada vez más fuerte acercándose hacia mí.

Al cabo de unos minutos pasó justo por encima del campamento. Sin embargo, el piloto no estaba acostumbrado a sobrevolar glaciares y había juzgado mal la escala del terreno. Le preocupaba volar demasiado bajo y que pudiera sorprenderlo una turbulencia inesperada. Se mantenía a una altura de más 300 metros sobre el glaciar —creyendo que iba en vuelo rasante— y no veía mi tienda a la pálida luz del atardecer. De nada sirvió que gritara y agitase los brazos. Desde la altura a la que se hallaba el avión, la tienda y yo éramos indistinguibles de un montón de rocas. Estuvo volando en círculos durante una hora, inspeccionando sin éxito los contornos. Pero el piloto, dicho sea en su honor, se había dado cuenta de la gravedad de mi situación y no se rindió. Desesperado, até el saco de dormir en el extremo de una de las barras de aluminio y lo hice ondear con todas mis fuerzas. La avioneta describió una cerrada curva en el cielo y se dirigió directamente hacia mí.

Sobrevoló por tres veces la tienda dejando caer dos cajas cada vez; luego desapareció detrás de unos riscos, y me quedé solo. Cuando el silencio volvió a apoderarse del glaciar, me sentí abandonado, vulnerable y perdido. Caí en la cuenta de que estaba llorando. Avergonzado, contuve las lágrimas por el procedimiento de soltar tacos hasta quedar afónico.

El 11 de mayo me levanté temprano. El cielo estaba despejado y la temperatura era relativamente cálida: siete grados bajo cero. Sorprendido por el buen tiempo, dejé el campamento a toda prisa y me dirigí esquiando hacia la falda del Pulgar del Diablo pese a no estar mentalmente preparado para iniciar el asalto a la montaña. Dos expediciones anteriores a Alaska me habían enseñado a no desperdiciar un fenómeno tan infrecuente como unas condiciones meteorológicas favorables.

Un pequeño glaciar sube hacia la cara norte del Pulgar del Diablo desde el borde del casquete de Skitine como si de una pasarela se tratara. Mi plan consistía en seguir esta pasarela hasta un prominente anfiteatro situado en el centro de la pared y, de ese modo, ejecutar un movimiento de flanco para rodear la mitad inferior, donde existía peligro de aludes.

De cerca, la pasarela resultó ser una serie de rampas de hielo con una pendiente de 15 grados, plagadas de grietas, y cubiertas de una capa de nieve blanda que me llegaba a la altura de las rodillas. El espesor de la nieve hacía que la marcha fuera lenta y cansadora. Cuando por fin coroné con la ayuda de los crampones la última pendiente que sobresalía de la
bergschrund
[6]
, unas tres o cuatro horas después de haber abandonado el campamento, estaba agotado. Y ni siquiera había empezado a escalar de verdad, algo que tendría que hacer un poco más arriba, allí donde el glaciar daba paso a la formación rocosa.

La roca no tenía un aspecto prometedor: no presentaba demasiados puntos de apoyo y estaba recubierta de una resquebrajada capa de hielo de 30 centímetros de espesor. Sin embargo, en la parte izquierda del anfiteatro había un ángulo por el que subía un estrecho canal de aguanieve helada. Este avanzaba hacia arriba a lo largo de unos 90 metros, y si el hielo era lo bastante consistente como para aguantar los picos de mis dos piolets, la ruta podía ser practicable. Me arrastré hasta el extremo inferior del canal y con el pico de uno de los piolets removí con cautela el hielo hasta una profundidad de seis centímetros. El hielo era sólido y maleable, más delgado de lo que me habría gustado, pero por lo demás alentador.

El canal era tan empinado y expuesto que la cabeza me daba vueltas. Bajo mis suelas Vibram se abría un precipicio de aproximadamente 900 metros que llegaba hasta el circo del glaciar del Caldero de las Brujas, sucio y marcado por las cicatrices de los aludes. La pared del anfiteatro se elevaba imponente hacia la arista cimera, que estaba 800 metros por encima de mi cabeza. Cada vez que clavaba uno de los piolets en el hielo, la distancia se reducía medio metro.

Lo único que me sujetaba a la ladera de la montaña, y, de hecho, al mundo, eran dos delgadas cuchillas de cromo-molibdeno clavadas en una alargada mancha de aguanieve congelada. Sin embargo, cuanto más ascendía, más cómodo me sentía. Cuando se inicia una escalada difícil, sobre todo si es en solitario, sientes constantemente la llamada del abismo a tus espaldas. Resistirla requiere un tremendo esfuerzo consciente; no te atreves a bajar la guardia ni un solo instante. El canto de sirena del vacío te crispa, convierte tus movimientos en torpes, vacilantes, espasmódicos. No obstante, a medida que la ascensión continúa, te acostumbras al riesgo, a contemplar de cerca la muerte, y llegas a creer en la habilidad de tus manos, tus pies y tu cabeza. Aprendes a confiar en tu propio autocontrol.

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