Hacia rutas salvajes (23 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

Al cabo de poco tiempo estás tan absorto en lo que haces que ya no notas los nudillos en carne viva, los calambres en los muslos, la tensión que produce la concentración ininterrumpida. Un estado parecido al trance gobierna tus esfuerzos, y la escalada se convierte en una especie de sueño clarividente. Las horas transcurren como si fueran minutos. La confusa carga que comporta la vida cotidiana —los descuidos y olvidos, las facturas sin pagar, las oportunidades perdidas, el polvo debajo del sofá, la inexorable dependencia de los genes— queda olvidada temporalmente, borrada de tus pensamientos por la arrolladora claridad de la meta y la seriedad de la tarea en curso.

En tales momentos te invade algo que se asemeja a la felicidad, pero no es un sentimiento en el que puedas confiar para seguir adelante. Lo que mantiene la cohesión de la empresa en la escalada en solitario es la confianza absoluta en uno mismo, lo que no representa ninguna garantía desde el punto de vista de una mayor adherencia del terreno. Por la tarde, un solo movimiento de piolet bastó para que sintiera que esa cohesión se desintegraba.

Había salvado más de 200 metros de desnivel desde el glaciar con la única ayuda de los piolets y las puntas delanteras de los crampones, cuando advertí que el canal de aguanieve congelada se terminaba y era sustituido por placas de hielo agrietadas y quebradizas. A pesar de que apenas tenía la consistencia suficiente para aguantar el peso de un cuerpo, el hielo recubría la roca formando una capa de 60 centímetros de grosor o más, de modo que seguí ascendiendo. Sin embargo, según lo hacía, la verticalidad de la pared aumentaba de modo imperceptible y las placas se volvían más delgadas. Iba a un ritmo lento e hipnótico —clavar, clavar, patear, patear, clavar, clavar, patear, patear— cuando el piolet izquierdo golpeó la diorita bajo el hielo.

Lo intenté primero por la izquierda y luego por la derecha, pero seguí golpeando roca. Era evidente que sólo me sostenía sobre una costra de escarcha de unos diez centímetros de espesor tan consistente como un mendrugo de pan duro. Bajo mis pies había un precipicio de más de 1.000 metros y tuve la impresión de que me balanceaba sobre un castillo de naipes. Percibí el amargo sabor del pánico. La vista se me nubló y me sentí mareado. Las piernas me temblaban. Me arrastré con dificultad hacia la derecha, esperando encontrar una capa de hielo más gruesa, pero sólo conseguí doblar el pico de un piolet contra la roca.

Agarrotado por el miedo, empecé a descender con movimientos inseguros. El espesor de las placas de hielo fue en aumento. Después de descender unos 25 metros, llegué por fin a una zona que parecía razonablemente sólida. Me detuve un rato para calmarme. Luego dejé los piolets, me apoyé en la pendiente y miré hacia lo alto en busca de algún indicio de hielo sólido, alguna variación en los estratos de roca, cualquier cosa que me permitiera abrirme paso a través de la insegura escarcha de la pared superior. Miré hacia lo alto hasta que el cuello empezó a dolerme, pero no vi nada. La ascensión había concluido. El único camino que podía tomar era hacia abajo.

15
EL CASQUETE GLACIAR DE STIKINE (II)

Sin embargo, hasta que ponemos a prueba lo incontrolable que llevamos dentro y dejamos que la prudencia establezca los límites, sabemos poco acerca de lo que nos impulsa a atravesar glaciares y torrentes y subir a peligrosas alturas
.

JOHN MUIR,

The Mountains of California

¿No has notado la ligera mueca de desprecio que se dibuja en la comisura de los labios de Sam II cuando te mira? Por un lado, quiere decir que no deseaba que le pusieras el nombre de Sam II; por otro, que tiene una escopeta de cañones recortados en la mano izquierda y un gancho para cargar balas de paja en la derecha, y está dispuesto a matarte con cualquiera de las dos armas si tiene la oportunidad. El padre se queda sorprendido. En un enfrentamiento semejante, lo que suele decir es: «Yo te cambiaba los pañales, mocoso.» No es la respuesta adecuada. Primero, porque no es verdad (nueve de cada diez veces son las madres quienes cambian los pañales) y, segundo, porque al instante recordará a Sam II la razón por la que está furioso. Está furioso por haber sido pequeño cuando tú eras mayor, aunque no, no es eso, está furioso por haberse sentido desvalido cuando tú eras poderoso, no, tampoco es eso, está furioso por haber sido dependiente cuando tú eras imprescindible, no, no exactamente, está loco de rabia porque cuando él te amaba, tú no te dabas cuenta
.

DONALD BARTHELME,

The Dead Father

Tras abandonar mi intento de escalar la cara norte del Pulgar del Diablo, una ventisca me obligó a permanecer dentro de la tienda durante la mayor parte de los tres días siguientes. Las horas pasaban lentamente. Para matar el tiempo, fumé un cigarrillo tras otro hasta agotar mis reservas, y me dediqué a leer. Cuando también me quedé sin lectura, tuve que limitarme a estudiar la diminuta cenefa del tejido de nailon del techo. Echado boca arriba, la observaba durante horas interminables mientras sostenía una apasionada discusión conmigo mismo: ¿debía partir hacia la costa tan pronto como despejara o quedarme los días necesarios para hacer un nuevo intento?

La verdad era que mi incursión en la cara norte me había puesto nervioso y no tenía el menor deseo de volver a subir al Pulgar del Diablo. Sin embargo, la idea de darme por vencido y regresar a Colorado tampoco me parecía demasiado atractiva. Podía imaginarme perfectamente las condescendientes palabras de consuelo de quienes, desde que se me ocurrió la idea, no habían dudado de que fracasaría.

Al tercer día no podía soportarlo más: los trozos de nieve helada que había bajo el suelo de la tienda se me clavaban en la espalda, las paredes húmedas me rozaban la cara y el interior del saco de dormir apestaba. Revolví el desordenado montón de objetos que tenía a mis pies hasta localizar una pequeña bolsa verde donde había guardado una lata plana y circular de las que se usan para proteger bobinas de película. La lata contenía la materia prima de lo que yo había esperado fuera una especie de cigarro de la victoria. Tenía la intención de reservarlo para celebrar mi regreso de la cima, pero parecía improbable que fuese a coronarla dentro de poco. Vacié la mayor parte del contenido de la lata sobre una hoja de papel de fumar, lié un porro y lo apuré hasta no dejar más que un rescoldo.

Por supuesto, la marihuana sólo hizo que el espacio de la tienda me pareciera aún más reducido, agobiante e insoportable. Además, me vinieron unas ganas de comer espantosas. Decidí que unas gachas de avena lo arreglarían. Ahora bien, preparar las gachas suponía un proceso largo y complicado: tenía que recoger un cazo de nieve bajo la ventisca, montar el hornillo y encenderlo, encontrar la avena y el azúcar, y fregar los restos de comida del día anterior incrustados en el tazón. Cuando había conseguido encender el hornillo y la nieve ya empezaba a derretirse, olí a quemado. Comprobé que el hornillo funcionara bien y examiné cuidadosamente los objetos desperdigados alrededor de él, pero no vi nada. Me quedé perplejo. Estaba a punto de atribuirlo a los efectos bioquímicos de la marihuana sobre mi imaginación cuando oí que algo chisporroteaba a mis espaldas.

Me volví justo a tiempo para ver que estallaba un pequeño incendio en la bolsa de basura donde había tirado la cerilla con que había encendido el hornillo. Logré apagar el fuego en pocos segundos dando frenéticos manotazos, pero no pude evitar que una buena parte de la pared interior de la tienda se evaporara ante mis ojos. El techo inflable exterior había escapado de las llamas y, por lo tanto, la tienda seguía siendo más o menos impermeable, pero la temperatura del interior había descendido diez grados.

Sentí que la palma de la mano izquierda me escocía. Al examinarla, reconocí la mancha rojiza de una quemadura. Sin embargo, lo que más me preocupaba era que la carísima tienda ni siquiera me pertenecía, sino que se la había pedido prestada a mi padre. Era nueva al iniciar el viaje —las etiquetas aún colgaban de ella— y mi padre me la había dejado a regañadientes. Estupefacto, me quedé sentado durante varios minutos, incapaz de apartar la vista de los restos de lo que una vez habían sido las estilizadas formas de la tienda original, envuelto por un olor acre a pelos chamuscados y nailon fundido. «¿Por qué tuviste que dejármela?», pensé. Parecía como si yo tuviera un don especial para que las peores expectativas de mi padre se cumplieran.

Mi padre era una persona imprevisible, muy complicada, cuyo comportamiento resuelto y expeditivo ocultaba profundas inseguridades. Si alguna vez a lo largo de su vida admitió que se había equivocado, yo no estaba allí para presenciarlo. Con todo, fue él, un aficionado al montañismo, quien me enseñó a escalar. Cuando tenía ocho años me compró la primera cuerda y el primer piolet, y me llevó a la cordillera de la Cascada para realizar la ascensión de la Hermana del Sur, un volcán de suaves laderas y 3.000 metros de altitud que se encontraba a poca distancia de Corvallis, Oregón, la pequeña ciudad donde vivíamos. Estoy seguro de que nunca se le pasó por la cabeza que un día el alpinismo tendría una influencia determinante en mi vida.

Lewis Krakauer era un hombre bueno y generoso, que amaba profundamente a sus cinco hijos, a la manera autoritaria que suelen hacerlo los padres, pero cuya visión del mundo estaba impregnada de un espíritu competitivo implacable. La vida, tal como él la veía, era una contienda. Leía y releía las obras de Stephen Potter —el escritor inglés que acuñó expresiones como «la excelencia de la ventaja táctica individual» o «el noble arte de la maniobra en el juego»—, no como quien lee una sátira social, sino como un manual práctico. Era ambicioso en extremo y, al igual que Walt McCandless, había hecho grandes planes para su progenie.

Incluso antes de que yo entrara en el jardín de infancia, comenzó a programarme una brillante carrera de médico; en caso de que no saliera bien, tenía pensado, como mal menor, que me dedicase a la abogacía. Los regalos que recibía por Navidad o mi cumpleaños consistían en microscopios, juegos de química y la
Enciclopedia Británica
. Desde que empezamos la primaria hasta que terminamos el bachillerato, tanto mis hermanos como yo fuimos adoctrinados —e intimidados— para destacar en todas las asignaturas, ganar las medallas de los concursos de ciencias, vencer en las elecciones de delegados o ser las reinas del baile de fin de curso. De ese modo, y sólo de ése, se nos decía, podríamos esperar que nos admitieran en la universidad adecuada para luego acceder a la facultad de medicina de Harvard, el único camino en la vida que nos garantizaría un éxito seguro y una felicidad duradera.

Mi padre tenía una confianza inquebrantable en semejante proyecto. Después de todo, se trataba del camino que él había seguido para alcanzar la prosperidad. Sin embargo, yo no era un clon de él. Conforme llegué a esta conclusión durante la adolescencia, fui desviándome lentamente del itinerario que había trazado para mí, y al final lo abandoné por completo. Mi insurrección me valió un sinfín de diatribas; la voz de trueno de sus ultimátums hacía vibrar los cristales de las ventanas de nuestra casa. Cuando me marché de Corvallis para matricularme en una lejana universidad en cuyos muros no crecía la hiedra, había dejado de hablar con mi padre o sólo le respondía con monosílabos. Al cabo de cuatro años me gradué y no continué mis estudios en la facultad de Medicina de Harvard ni en ninguna otra, sino que me puse a trabajar de carpintero y me convertí en un montañero trotamundos. Una brecha insalvable se abrió entre los dos.

Desde edad muy temprana se me habían concedido una libertad y una responsabilidad desacostumbradas, y debería haberme sentido agradecido por ello, pero no lo estaba.

Al contrario, me sentía abrumado por las esperanzas que mi padre había depositado en mí. Se me había recalcado hasta la saciedad que todo lo que no fuera una victoria suponía un fracaso, una idea que no me tomaba como una frase retórica, sino al pie de la letra, tal como correspondía a un niño impresionable. Ésta fue la razón por la que más tarde no puede reaccionar con entereza cuando salieron a la luz secretos familiares que habían permanecido largo tiempo ocultos, y me di cuenta de que esa deidad que sólo exigía la perfección distaba de ser perfecta, de que en realidad no era tal deidad. En vez de sobreponerme, me sentí consumido por una rabia ciega. La revelación de que mi padre era un mero ser humano, terriblemente humano además, era algo que no podía perdonarle.

Veinte años después descubrí de pronto que la rabia se había desvanecido mucho tiempo atrás. Había sido sustituida por una simpatía no exenta de arrepentimiento y un sentimiento parecido al afecto. Llegué a comprender que había enfurecido a mi padre y había hecho que se sintiera frustrado al menos tanto como él a mí. Tomé conciencia de que yo había sido intransigente y egoísta, una verdadera cruz. Él me había construido un puente hacia el privilegio, un puente levantado ladrillo a ladrillo que conducía al bienestar, y yo se lo había pagado derribándolo y escupiendo sobre los escombros. Sin embargo, la epifanía sólo tuvo lugar tras la mediación del tiempo y el infortunio, cuando la existencia satisfecha de mi padre ya había empezado a desmoronarse. Todo comenzó con el progresivo deterioro de su cuerpo: 30 años después de haber superado una poliomielitis, los síntomas volvieron a aflorar de modo misterioso. Los músculos lisiados se le atrofiaron aún más, el sistema nervioso periférico dejó de responder con normalidad y las piernas perdieron su movimiento funcional hasta tornarse inútiles. Gracias a la lectura de revistas médicas pudo deducir que padecía una enfermedad recientemente descubierta, conocida como síndrome de la pospolio. El dolor, que en ocasiones era atroz, invadió su vida como un ruido constante y estridente.

Para detener el avance de la enfermedad, cometió el disparate de empezar a automedicarse. No iba a ninguna parte sin un maletín de piel de imitación repleto de docenas de fraseos de medicamentos. Cada una o dos horas hurgaba en el fondo del maletín entrecerrando los ojos para leer las etiquetas de los frascos y sacaba tabletas de Dexedrina, Prozac o Deprenil. Se tragaba las tabletas de golpe, sin agua. En el lavabo aparecían jeringuillas usadas y ampollas vacías. Su vida empezó a girar cada vez más alrededor de una farmacopea compuesta de esteroides, anfetaminas, antidepresivos y analgésicos que él mismo se recetaba y administraba, y los fármacos fueron destruyendo lo que una vez había sido una mente extraordinaria.

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