Hacia rutas salvajes (20 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Relato

En 1988, mientras el resentimiento que sentía hacia sus padres se volvía cada vez mayor, empezó a crecer también su rechazo ante la injusticia del mundo en general. Aquel verano, recuerda Billie, «empezó a criticar a todos los hijos de papá que, según él, había en Emory». Se matriculó en asignaturas que trataban de problemas sociales apremiantes como el racismo, el hambre en el mundo y la desigual distribución de la riqueza. Así y todo, pese a su aversión por el dinero y el consumismo desenfrenado, las tendencias políticas de Chris no podían describirse como liberales.

De hecho, se divertía ridiculizando las propuestas del Partido Demócrata y era un admirador ferviente de Ronald Reagan. En Emory llegó incluso a ser miembro cofundador de un Club Universitario Republicano. Tal vez lo que mejor sintetizaba sus atípicas posiciones políticas era una frase que aparece en una obra de Thoreau,
La desobediencia civil
: «Acepto con entusiasmo el lema que reza: el mejor gobierno es el que menos gobierna.» Más allá de esta declaración de principios, sus opiniones políticas eran de difícil clasificación.

Como redactor de la página editorial de
The Emory Wheel
, escribió un gran número de comentarios sobre la actualidad social y política. Cuando se leen cinco años después, revelan lo joven y apasionado que era McCandless. Las opiniones que expresó por escrito, argumentadas con una lógica peculiar, abarcaron multitud de temas. Satirizó a Jimmy Carter y Joe Biden, pidió la dimisión del fiscal general Edwin Meese, arremetió contra el fanatismo de la derecha fundamentalista cristiana, exigió una mayor vigilancia frente a la amenaza soviética, censuró a los japoneses por cazar ballenas y defendió la viabilidad de la candidatura a la presidencia de Jesse Jackson. El primer párrafo del editorial de McCandless del 1 de marzo de 1988 comenzaba con una de sus típicas afirmaciones desmesuradas: «Apenas ha empezado el tercer mes del año 1988 y parece presentarse ya como uno de los años más políticamente corruptos y escandalosos de toda la historia contemporánea […].» Chris Morris, el director del periódico, recuerda a McCandless como una persona «impulsiva».

Para su cada vez más reducido círculo de amigos, McCandless parecía volverse más impulsivo cada mes que pasaba. Tan pronto como terminaron las clases en la primavera de 1989, McCandless tomó el Datsun y emprendió otro de sus largos e improvisados viajes por carretera.

«Sólo recibimos dos postales de él en todo el verano —dice Walt—. En la primera Chris había escrito: “Me voy a Guatemala.” Cuando la leí, pensé: “¡Dios mío, seguro que se ha ido a luchar con la guerrilla! Lo fusilarán.” Luego, a finales del verano, recibimos la segunda. Sólo rezaba: “Mañana salgo hacia Fairbanks. Os veré dentro de un par de semanas.” Resultó que había cambiado de idea y que, en vez de dirigirse hacia el sur, se había ido en coche a Alaska.»

El cansador trayecto que hizo por la grisácea autovía de Alaska fue su primera visita a las lejanas tierras del Norte. Fue un viaje muy corto —estuvo unos días en Fairbanks y los alrededores, y luego se apresuró a regresar a Atlanta para llegar a tiempo al comienzo de las clases—, pero quedó deslumbrado por la vastedad del paisaje, la fantasmal paleta de colores de los glaciares y la transparencia luminosa del cielo subártico. Siempre estuvo seguro de que regresaría.

Durante su último año en Emory vivió fuera del campus, en una habitación espartana amueblada con cajas de cartón y un colchón en el suelo. Apenas veía a sus escasos amigos fuera de clase. Un catedrático le proporcionó una llave para que accediese de madrugada a la biblioteca, donde se pasaba la mayor parte del tiempo libre. Poco antes de la graduación, Andy Horowitz topó con él a primera hora de la mañana entre las estanterías de la biblioteca. Horowitz había sido uno de sus mejores amigos en el instituto y había formado parte del equipo de atletismo. Sin embargo, pese a que también eran compañeros de clase en Emory, hacía dos años que no se veían. Un poco incómodos, hablaron unos minutos y luego McCandless desapareció para refugiarse en uno de los gabinetes de estudio.

Chris rara vez se puso en contacto con sus padres a lo largo de aquel año. Puesto que no tenía teléfono, localizarlo era muy difícil. Walt y Billie estaban cada vez más preocupados por la distancia emocional que su hijo les mostraba. En una carta, Billie le decía: «Te has alejado de todos aquellos que te queremos y nos preocupamos por ti. Sea por el motivo que sea o estés con quien estés, ¿crees que esto es correcto?» Chris lo consideró una intromisión en su intimidad y cuando habló con su hermana calificó la carta de «estupidez».

—¿Qué quiere decir con «estés con quien estés»? —dijo gritando por teléfono—. Está como una cabra. ¿Sabes qué creo? Se imaginan que soy homosexual. ¿De dónde han sacado esa idea tan peregrina? ¡Vaya hatajo de imbéciles!

En la primavera de 1990, Walt, Billie y Carine asistieron a la ceremonia de graduación de Chris. Les dio la impresión de que se encontraba bien. Mientras lo observaban cruzar el estrado para recoger su diploma, parecía contento y sonreía. Les comentó que estaba planeando hacer otro viaje, pero insinuó que pasaría unos días en Annandale antes de partir. Poco tiempo después, donó todos sus ahorros a OXFAM, cargó sus cosas en el Datsun y desapareció de sus vidas. A partir de aquel momento evitó escrupulosamente ponerse en contacto con sus padres o con Carine, la hermana a quien suponía que quería con locura.

«Al no tener noticias suyas, todos nos inquietamos —explica Carine—. En el caso de mis padres, creo que la preocupación se mezclaba con el dolor y la rabia. En el fondo, yo no me sentía herida por el hecho de que no me escribiera. Sabía que era feliz, que estaba haciendo lo que quería. Comprendía que era muy importante para él descubrir hasta qué punto podía ser independiente. Además, mi hermano sabía que si me llamaba o escribía, mamá y papá averiguarían dónde estaba, tomarían un avión e intentarían traerlo de vuelta a casa.»

Walt no lo niega. «No me cabe la menor duda —dice—. Si hubiéramos tenido alguna idea sobre dónde encontrarlo, habríamos salido volando hacía allí y lo habríamos buscado hasta dar con él y obligarlo a regresar con nosotros.»

A medida que pasaron los meses —y los años— sin que supieran nada de Chris, la angustia de la familia fue en aumento. Billie nunca se marchaba de casa sin dejar una nota pegada en la puerta por si su hijo aparecía.

«Cuando íbamos en coche y veíamos a un autostopista que se parecía a Chris —cuenta Billie—, solíamos dar media vuelta y cerciorarnos. Fue una época horrible. Por la noche era peor, sobre todo cuando hacía mucho frío o se desencadenaba una tormenta. Me preguntaba dónde estaría, si tendría frío, si habría sufrido una herida, si se sentiría solo, si se encontraría bien.»

En julio de 1992, dos años después de que Chris abandonara Atlanta, Billie estaba durmiendo en la casa de Chesapeake y se sentó de repente en la cama en mitad de la noche, despertando a Walt. «Estaba segura de que había oído un grito de Chris —insiste, mientras las lágrimas corren por sus mejillas—. Nunca lo olvidaré. No estaba soñando. No fueron imaginaciones mías. ¡Oí su voz! Suplicaba: “¡Mamá, ayúdame!” Pero no podía ayudarlo porque no sabía dónde estaba. Fue todo lo que dijo: “¡Mamá, ayúdame!”»

13
VIRGINIA BEACH

La influencia física del paisaje tenía su equivalente dentro de mí. Los senderos que recorría no sólo me conducían hacia colinas y ciénagas, sino también hacia mi interior. A partir del estudio de lo que descubría andando, la lectura y mis pensamientos, llegué a una especie de exploración compartida de mí mismo y de la tierra. Al cabo de un tiempo, ambas cosas se identificaron en mi mente. Con la creciente fuerza de algo esencial que se crea a sí mismo a partir de un sustrato ancestral, me vi frente a un apasionado y firme anhelo interior: abandonar para siempre el pensamiento y todas las dificultades que comporta, todas menos los deseos más inmediatos, más directos e inquisitivos. Tomar la senda y no mirar atrás; a pie, en raquetas de nieve o en trineo, hacia las colinas estivales y sus tardías sombras heladas. Una hoguera en el horizonte, un rastro en la nieve, mostrarían hacia dónde había ido. Dejad que el resto de la humanidad me encuentre si puede.

JOHN HAINES,

The Stars, the Snow, the Fire

Twenty-Five Years in the Northern Wilderness

En la repisa de la chimenea de la casa de Carine McCandless en Virginia Beach hay dos fotografías enmarcadas. En una se ve a Chris cuando empezaba el instituto; en la otra, tomada el día de Pascua, Chris que tenía siete años, aparece con un trajecito y una corbata torcida, de pie junto a Carine, que lleva un vestido de volantes y un sombrero nuevo. «Lo sorprendente es que hay diez años de diferencia entre las dos fotos, y la expresión de Chris es la misma», comenta Carine mientras observa con atención las imágenes de su hermano.

Tiene razón. En ambas fotos Chris mira fijamente hacia el objetivo con los ojos entrecerrados, pensativo y obstinado, como si lo hubiesen interrumpido en medio de una reflexión importante y estuviera enfadado por verse obligado a perder el tiempo delante de la cámara. Su expresión destaca todavía más en la foto de Pascua, porque contrasta con la sonrisa eufórica de Carine. «Éste es Chris —dice Carine con una sonrisa afectuosa mientras acaricia la superficie de la foto con la punta de los dedos—. Ésta es su mirada.»

Echado en el suelo a los pies de Carine está Buckley, el shetland al que Chris se sentía tan unido. Ahora tiene 13 años, el hocico se le ha vuelto blanco y cojea de una pata a causa de una artrosis.

Sin embargo, en cuanto Max, el rottweiler de 18 meses de Carine, intenta invadir el territorio de Buckley, éste, a pesar de ser más pequeño y estar enfermo no duda en enfrentarse con su enorme oponente soltando un fuerte gruñido e hincándole los dientes. El rottweiler de 50 kilos se escabulle para ponerse a salvo.

«Chris quería a Buck con locura —prosigue Carine—. El verano en que desapareció tenía la intención de llevárselo con él. Después de la ceremonia de graduación, preguntó a mamá y papá si podía pasar a recogerlo, pero respondieron que no, porque acababan de atropellarlo y aún estaba recuperándose. Ahora se arrepienten, claro, pero Buck estaba muy malherido y el veterinario les había dicho que no volvería a caminar después del accidente. Mis padres no pueden dejar de pensar en lo distinto que habría sido todo si Chris se hubiera llevado a Buck consigo. La verdad es que yo tampoco consigo dejar de pensar en ello. Cuando tenía que arriesgar su vida, Chris no se lo pensaba dos veces, pero jamás habría puesto a Buckley en peligro. No habría corrido los mismos riesgos si el perro hubiera estado con él.»

Carine McCandless tiene casi la misma estatura que su hermano, puede que un par de centímetros más, y se parece tanto a él que la gente solía preguntarles si eran gemelos. Es una gran conversadora. Cuando habla, echa la cabeza hacia atrás para apartar de la cara una larga melena que le llega hasta la cintura, y enfatiza lo que dice alzando las manos, que son pequeñas y expresivas. Va descalza. Lleva un crucifijo de oro colgado del cuello y unos vaqueros muy bien planchados con una raya impecable de las pinzas al dobladillo.

Al igual que Chris, Carine es una persona enérgica y segura de sí misma, que logra lo que quiere, siempre dispuesta a dar su opinión sobre las cosas. También al igual que Chris, tuvo enfrentamientos con Walt y Billie durante la adolescencia. Sin embargo, entre ambos hay más diferencias que semejanzas.

Carine hizo las paces con sus padres poco después de la desaparición de Chris y, en la actualidad, a sus 22 años, define la relación con ellos como «excelente». Es mucho más sociable que Chris y no se imagina a sí misma adentrándose sola en el monte ni, de hecho, en cualquier otro lugar demasiado alejado de la civilización. Aunque comparte la misma indignación que Chris ante la discriminación racial, Carine no tiene ninguna objeción contra la riqueza, sea moral o de otro tipo. Hace poco se compró una casa nueva que le costó bastante y por lo general trabaja catorce horas al día. Lleva la administración de C.A.R. Services, un taller de reparaciones que posee junto con su marido, Chris Fish, con la esperanza de obtener su primer millón antes de los 40.

«Yo siempre criticaba el ejemplo de mamá y papá porque se pasaban el día trabajando y nunca estaban —observa con una sonrisa irónica—, y ahora míreme: estoy haciendo lo mismo.» Explica que Chris solía burlarse de su celo capitalista llamándola duquesa de York, Ivana Trump McCandless y «la sucesora de Leona Helmsley». Sin embargo, sus críticas nunca iban más allá de una tomadura de pelo inocente y bienintencionada; los unían unos lazos que no suelen ser corrientes entre hermanos. En una carta en que describía sus enfrentamientos con Walt y Billie, Chris le escribió una vez: «En cualquier caso, me gusta hablar de estas cosas contigo, porque eres la única persona del mundo que puede comprender lo que estoy diciendo.»

Diez meses después de la muerte de Chris, Carine todavía llora a su hermano. «Es como si no pudiera pasar ni un solo día sin echarme a llorar —dice con perplejidad—. Por alguna extraña razón, lo peor es cuando voy sola en coche. Ni una sola vez he conseguido hacer el trayecto de veinte minutos desde mi casa al taller sin acordarme de Chris y emocionarme hasta las lágrimas. Luego me siento un poco mejor, pero, cuando ocurre, lo paso muy mal.»

La tarde del 17 de septiembre de 1992 Carine estaba en el jardín bañando al rottweiler cuando vio que su marido llegaba a casa. La sorprendió que volviera tan temprano, ya que solía quedarse en el taller hasta bien entrada la noche.

«Actuaba de un modo raro y no hacía muy buena cara —recuerda Carine—. Entró en la casa, salió y empezó a ayudarme con el baño de Max. Entonces supe que algo iba mal, porque él nunca lava al perro.»

—Tengo que hablar contigo —le dijo Fish.

Carine lo siguió al interior de la casa, aclaró el collar de Max en el fregadero de la cocina y fue a la sala de estar. «Estaba sentado en el sofá, a oscuras y cabizbajo. Tenía cara de estar muy abatido. Intenté animarlo y bromear. Le pregunté qué le había ocurrido. Me imaginaba que alguno de sus amigos se habría reído de él, que quizá le hubiesen dicho que me habían visto con otro hombre, vete a saber. Me reí y le pregunté si los chicos le habían jugado alguna mala pasada, pero él ni siquiera sonrió. Cuando me miró, observé que tenía los ojos enrojecidos.»

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