—Sólo quisiera saber dónde están mis compañeros —añadió al fin.
—No se preocupe —dijo Romero—. Han sido llevados al área civil, en el extremo este de la base. Estarán perfectamente.
Aranda esbozó una sonrisa, mientras el embrión de la inquietud desaparecía en su interior. Hasta se sentía un poco estúpido por haber dudado: era perfectamente normal que el resto de sus amigos fueran a un destino diferente mientras a él lo llevaban con carácter urgente donde estaban los expertos. Con seguridad aquellos hombres estarían anhelantes por extraer un poco de su sangre y analizar sus secretos.
—¡De acuerdo! —concedió al fin.
Romero le indicó el camino con un gesto del brazo, y Aranda se puso en marcha. No se había dado cuenta, pero dos soldados armados con sus rifles se habían colocado a su espalda, cerrando la comitiva.
El segundo helicóptero aterrizó en el extremo este de la fortaleza, cerca del antiguo pabellón de entrada. Antes de que el aparato tocara el suelo, José atisbó en esa dirección y se sorprendió de la gran cantidad de arena que habían apilado allí, bloqueando por completo el acceso. Alrededor había dispuestas un par de excavadoras en un estado lamentable. Con los cucharones metálicos levantados, se asemejaban más a vetustos animales prehistóricos en actitud amenazante.
José conocía bien la Alhambra, porque en tiempos las calles granadinas fueron escenario de mil correrías juveniles. En las plazas del Albaicín, el fumadero de porros por excelencia de toda la movida granadina, se codeaba con homosexuales exaltados por los versos de Lorca, con jóvenes artistas venidos a menos que acudían de toda Europa para vivir el ambiente hippy y con estudiantes de toda clase. Y por supuesto, conocía bien el camino que circulaba por el linde más meridional de la fortaleza árabe, el Camino Viejo del Cementerio, que conducía, en escrupulosa línea recta, hacia el camposanto de San José. No era una necrópolis cualquiera, sino una de las más antiguas de toda la Península; una basta extensión llena de nichos y románticos monumentos funerarios que en tiempos atrajo la atención de turistas nacionales y extranjeros.
Pero ahora, aunque en el fondo dudaba que tal cosa fuese posible, José se sorprendió imaginando una caterva de espectros arrastrándose por aquellos caminos, abandonando la prisión que había sido el cementerio e intentando acceder al recinto. Quizá por ese motivo tuvieron que tapar de manera tan contundente el acceso más oriental, porque los muertos de San José llamaban a la puerta.
Se estremeció, haciendo un esfuerzo por apartar tales pensamientos de su mente.
Pese a todo, no era mal sitio para resistir, y desde su asiento, Moses llegaba a las mismas conclusiones. Los muros eran altos y fuertes, y las ventanas, estrechas; diseñadas para proporcionar suficiente ángulo de visión mientras garantiza la defensa. Si bien era cierto que el terreno de alrededor estaba lleno de árboles que dificultaban la vigilancia, con unos enemigos incapaces de coordinarse o usar herramientas, al fin y al cabo no creía que eso representase un problema.
Había otras cosas que alcanzaron a ver: personas, una gran cantidad de personas que se agrupaban en pequeños corros y deambulaban por todas partes; algunas de las cuales se acercaban presurosamente a la zona donde el helicóptero se prestaba a aterrizar, haciendo visera con las manos para protegerse del polvo que se levantaba.
Tras unos instantes, el helicóptero se posaba en la explanada. A José no se le escapó el detalle de que los soldados saltaron del helicóptero cuando éste aún estaba a algunos centímetros del suelo, y formaron una especie de círculo de protección, con las armas dispuestas. Suponía que, incluso en casa, el protocolo era el protocolo.
Pero algo más no iba bien.
—Moses... —susurró Isabel, inquieta.
Moses le apretó la mano.
Eran aquellas personas. No tenían el aspecto cuidado y saludable al que estaban acostumbrados en Carranque. Estaban sucios, y sus ropas eran viejas y raídas. Muchos de ellos eran delgados como espantajos, y sus mejillas se curvaban hacia dentro, dibujando la línea del cráneo. Los hombres lucían barbas desaseadas y las mujeres cabellos desaliñados cuando no los ocultaban con algún pañuelo. Al menos uno de ellos iba descalzo, lo que era bastante peculiar, dado que corría el mes de enero y en Granada eso significaba alrededor de nueve grados de máxima al mediodía. Sus miradas eran neutras, casi tristes, y era difícil leer en sus expresiones. De una cosa estaba Isabel segura: no era el tipo de bienvenida que se les habría dado a unos recién llegados en Carranque.
Y entonces ocurrió lo que Susana había esperado.
—Sus armas, por favor —exclamó uno de los soldados, acercándose a José—. No se permiten armas en la zona civil. Es por su seguridad.
José y Susana intercambiaron una mirada. Sus expresiones eran tan similares que parecía que estaban comunicándose telepáticamente.
Fue Susana la que se acercó primero y entregó su rifle, ofreciéndoselo al soldado. José aún lo sostuvo entre las manos un rato más. No hacía ni unas horas que lo había usado, no sólo para salvar su vida, sino la de sus compañeros, y no recordaba una sola ocasión en la que se hubiera separado de las armas, aunque fuera una pistola ligera enfundada en el cinto. La idea no le gustaba, pero finalmente asintió con la cabeza y rindió no sólo el rifle, sino también un puñal que llevaba en la bota y una vieja Star 28 que mantenía en una cartuchera adherida al muslo.
También Sombra se deshizo de su ametralladora, aunque no sintió hacerlo. Nunca había sido demasiado bueno con las armas, y hasta le agradaba la idea de que otros las llevaran por él.
—¿Ninguna arma más, de ninguna clase? —preguntó el soldado, paseando los ojos de uno a otro.
Uno por uno, todos los adultos negaron con la cabeza.
—De acuerdo.
Tras depositar las armas en el helicóptero, el soldado salió del perímetro y miró alrededor, con expresión de fastidio.
—¡Jefe de zona! —gritó.
Pero nadie dijo nada, ni se movió lo más mínimo. Moses miró a sus compañeros, pero todos parecían perplejos, casi sobrecogidos, con las miradas fijas en aquellos hombres y mujeres.
—¡Jefe de zona! —repitió el soldado, ahora con un tono de voz más alto.
Por fin, uno de los hombres salió de entre las filas. Era alto y delgado, y el vello crecía abundante por toda su cara, formando una barba hirsuta y rizada. También su cabello estaba lleno de bucles oscuros. Sus ojos, grises y profundos, conferían a su expresión un aire de viva inteligencia. Parecía jadeante, como si hubiera acudido corriendo desde lejos, pero ahora se había clavado en el sitio, con la vista fija en el grupo de recién llegados y embargado por una expresión de manifiesta perplejidad. Susana se revolvió en su sitio, incómoda.
El momento se hizo eterno, enfatizado por un silencio aciago que había recaído sobre la escena. Después de unos instantes, sin embargo, el hombre avanzó hacia el soldado con paso resuelto.
—¿Qué.. qué es esto? —preguntó al fin. Su voz era grave, pero armónica y cálida.
—Nuevos civiles —contestó el soldado—. Tendrá que hacerles hueco.
—¿Un hueco, dice? —exclamó el hombre, negando con la cabeza—. ¿Está de broma? Creíamos que... creíamos que nos traían todo lo que pedimos... ¡ahora el problema es aún peor! ¡Mire a toda esa gente!
—Aún no ha habido oportunidad, ya se lo dijimos. Tienen que aguantar un poco más.
El hombre miraba al soldado como si no diera crédito a sus palabras, con una expresión que escoraba entre la sorpresa y el desánimo. Pero no añadió nada más... miró al grupo y pareció dedicarles unos momentos. Se detuvo unos instantes a observar a los niños. Alba se había enganchado a la mano de su hermano y la sostenía con fuerza, mientras contemplaba todo con ojos atentos.
—Hay niños, por el amor de Dios —musitó el jefe de zona.
—Ya se lo he dicho —replicó el soldado, cambiando su peso de una a otra pierna—: ¡por ahora no podemos hacer nada más! Proporcióneles un sitio donde puedan vivir. La nieve llegará pronto. —Y se dio media vuelta.
Los soldados volvieron a subirse al aparato y el grupo se alejó para que éste pudiera despegar. Alba se alegró de verlo partir, evolucionando por los aires como una prodigiosa y fantástica nave espacial. Por un lado, le parecía fascinante que semejante montón de metal pudiera levantarse del suelo siquiera, pero por otra se alegraba de que los hombres de uniforme se marcharan. No le gustaban en absoluto: sus cabezas eran un batiburrillo denso y complejo de ideas contradictorias que ella percibía, de alguna manera, como oscuros nubarrones. Y se alegraba también, por cierto, de tener otra vez los pies en el suelo.
El jefe de zona parecía ahora algo abatido. Se había cruzado de brazos y se contentaba con mirar reflexivamente sus pies. Incómodo, José intentó acercarse a él.
—¿Hola? —pronunció dubitativamente.
El hombre levantó la cabeza para mirarlo y, por fin, extendió la mano.
—Perdonen... tienen que disculparme... Yo... me llamo Abraham, y soy el jefe de zona aquí.
—José... encantado.
Uno a uno, se intercambiaron apretones y se presentaron brevemente, pero a Susana no se le escapó que el resto de los presentes permanecía formando un círculo, sin moverse, atentos a lo que pasaba, con los semblantes inmutables. Se sacudió por un ligero escalofrío: casi le recordaban a los
zombis
.
—Está bien... —dijo Abraham—, sean bienvenidos. ¿De dónde demonios vienen ustedes?
—¿No lo sabe? —preguntó Moses—. Venimos de Málaga. Uno de nuestros compañeros les localizó por radio.
—No, no tenemos ni idea. Esta mañana vimos a los helicópteros partir, y nos sorprendió. Hacía mucho que no los veíamos en el aire. Nos preguntábamos si por fin iban a hacer algo respecto a nuestra situación, pero no ha sido así. Tienen que entender la... decepción que hemos sentido.
Abraham extendió el brazo para señalar a toda la gente que curioseaba, y entonces, como si hubiera dado una orden inaudible, empezaron a moverse al unísono. La mayoría se retiró, dándoles la espalda, caminando cabizbajos hacia destinos diferentes. Otros empezaron a hablar entre ellos, bien en voz baja y con cierto disimulo, o bien haciendo aspavientos con las manos y mostrando cierto disgusto; y unos pocos permanecieron en su sitio, indolentes, como si no tuvieran ninguna otra cosa que hacer en todo el día.
Y sospecho que no la tienen
, pensaba Susana.
Sin embargo, una pareja de ancianos avanzó lentamente hacia ellos. Ella era menuda y andaba encorvada, y él no era mucho más alto, pero se acercaron con los ojos iluminados por sonrisas sinceras y les dieron la bienvenida. Ella se llamaba Alma, y después de besar a hombres y mujeres por igual, se quedó haciendo carantoñas a Alba, quien inmediatamente se sintió a gusto con sus pequeñas historias sobre el fabuloso castillo que estaban a punto de explorar. Viendo a la pequeña disfrutar, Isabel llegó a olvidar por unos instantes la extraña bienvenida que estaban teniendo, y sonrió, conmovida ante una escena que le traía tantos recuerdos de tiempos mejores.
—Pero entonces... —dijo Moses, intentando recuperar el hilo de la conversación—, los militares no les han contado nada...
—Nunca nos cuentan nada —explicó Abraham—. Verá... no sé de dónde han salido, pero a la mayoría de ustedes se les ve como si vinieran de un crucero por las Islas Griegas. Creo que no han hecho un buen negocio viniendo aquí.
—¿A qué se refiere? —preguntó Susana.
Abraham dejó escapar un profundo suspiro. Moses, cogiendo otra vez de la mano a Isabel, frunció el entrecejo. Caía ahora en la cuenta de que el helicóptero de Aranda no había aterrizado con ellos, y se preguntaba varias cosas: si Aranda estaría bien en manos de aquellos hombres, y si la Tierra Prometida no acabaría resultando ser un destino peor que el que creían haber soportado en Málaga.
—Será mejor que vengan conmigo —dijo al fin Abraham—. Hay algunas cosas que deben ver, y otras que deben saber.
Cuando Dozer ascendió por los rudimentarios peldaños de la escalera de mano que llevaban a casa, volvió la cabeza y su rostro adquirió de pronto el color del pergamino viejo. Su boca se descolgó como si fuera una compuerta, de forma uniforme y rápida, y sus ojos se abrieron de par en par. Al hacerse a sí mismo diversas promesas en el transcurso de su pequeño viaje por el subsuelo (una taza de té caliente, una cerveza, un par de cigarrillos Benson & Hedges), ni por asomo había tenido en cuenta la posibilidad de encontrarse con semejante espectáculo.
El edificio principal de la Ciudad Deportiva de Carranque estaba desparramado por el suelo, como si hubiera cedido por un terremoto. Columnas de fuego erizado se levantaban en el aire, todavía humeantes, y el suelo de las pistas estaba cuajado de cadáveres. El panorama era dantesco; ni en sus peores pesadillas hubiera podido imaginar algo semejante, ni había esperado vivir para ver algo así. En las noches oscuras del invierno que atravesaban, cuando estaba tumbado en la cama tras un día particularmente duro, a menudo imaginaba Carranque infectado de zombis. Se torturaba, sin poder evitarlo, imaginando que los muertos irrumpían en el perímetro y tomaban los corredores y las escaleras, llenando los dormitorios de los gritos de los que allí dormían. De sus compañeros. Era una angustia recurrente que insistía en volver una y otra vez, sobre todo en los momentos bajos, cuando la jornada había sido pródiga en disparos y sangre, y echaba de menos comprar en el supermercado utilizando una visa, o ir al cine de la plaza Mayor a ver una película en fulgurante Imax. Cosas cotidianas, que difícilmente volverían. Pero presenciar semejante destrucción era algo que nunca se había atrevido a concebir. Se sentía inmerso en una fantástica alucinación onírica, y aunque las lágrimas brotaban ya de sus ojos y rogaba a Dios despertar, la escena seguía ante él, invariable.
Salió de su agujero, visiblemente conmocionado. No dijo nada; se limitó a andar por la pista, mirando al frente. Apenas se esforzaba por esquivar los cadáveres que yacían por todas partes, desmadejados en mil poses diferentes. Entonces, agotado por la tremenda intensidad de las últimas veinticuatro horas, aflojó las rodillas y se clavó en el suelo, incapaz de sostenerse por más tiempo. Ya no era capaz de enfocar con claridad: el hogar en ruinas se distorsionaba y perdía nitidez al tener los ojos anegados. Se llevó las manos temblorosas a la cara y cubrió sus párpados cerrados, lo que provocó un nuevo manantial de lágrimas que descendieron, copiosas, por las mejillas sucias.