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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (23 page)

En el estrado, Goniface, frunciendo la nariz, preguntó a uno de los sacerdotes del cortejo de grado inferior:

—¿De dónde proviene este olor?

A partir de aquel momento ya no pudo ser ignorado. Mezcladas con la suavidad empalagosa que se difundía por toda la Plaza, llegaban vaharadas mucho más fuertes y penetrantes de un hedor acre, como de macho cabrío.

El sacerdote del cortejo le contestó que iría a informarse. Goniface se inclinó hacia adelante y miró preocupado a los dos sacerdotes que llevaban los incensarios, pero reconoció a los dos; el uno era un Realista convencido y el otro un Fanático de aspecto severo.

A continuación, pulsó un interruptor en el televisor portátil que estaba ante él y la cara del director técnico del Centro de Control de la Catedral apareció en la pantalla.

—No, Suprema Eminencia. Es imposible que la Brujería pueda llevar a cabo un truco utilizando nuestros aparatos —explicó en respuesta a la pregunta de Goniface—. Hemos instalado un sistema de alarma perfeccionado y a todo riesgo que nos advertirá si se introducen en la Plaza lápices de fuerza u otros campos manipuladores de ese tipo. Estamos preparados para lanzar una contraofensiva. El blindaje telesolidográfico es, como sabéis, perfectamente adecuado. En resumen, la Gran Plaza y la Catedral, y una gran zona a su alrededor, se encuentran aisladas. Podéis estar seguro de ello.

»¿El olor? Oh, ya estamos enterados de ello. Se trata de un accidente imprevisto en el mecanismo de uno de los proyectores de olor, pero ya ha sido reparado.

Al tiempo que le reprendía, Goniface observó las caras de los sacerdotes que estaban en el Centro de Control. Todos eran Realistas leales, excepto dos físicos del Quinto Círculo que eran Fanáticos. «Muy bien», pensó.

—Sí, Suprema Eminencia —aseguró el director técnico en respuesta a su última pregunta—. En cualquier momento podemos proteger el estrado con una cúpula repulsora y la escuadrilla de ángeles que habéis ordenado está preparada para alzar el vuelo con toda rapidez.

Satisfecho por el conjunto de medidas tomadas, Goniface apagó el televisor. Era cierto lo que el director técnico le había dicho; el olor a macho cabrío casi había desaparecido, aunque aquí y allá se veían todavía algunas narices arrugadas. Le hubiera gustado que el Primo Deth hubiera estado su lado en aquel momento, pero el pequeño diácono era indispensable en la caza de brujas. Sin embargo, Jarles era un buen sustituto.

La marcha había acabado con un estallido triunfal de sonidos que preludiaba el acto final y el más importante de la creación en que el Gran Dios, después de la catastrófica experiencia de la Edad de Oro, había dado nacimiento a la suprema gloria de la Jerarquía.

La muchedumbre, inquieta por las largas horas de espera, pero tranquilizada por efecto de los parasimpáticos, era presa fácil para los predicadores del Jubileo cuyas voces amplificadas tronaban una tras otra en medio de la Gran Plaza. El ritmo fervoroso del canto de los predicadores estaba acompañado por los compases de una música más suave que la anterior. Las emanaciones parasimpáticas variaban ligeramente para incrementar el efecto de las exhortaciones e incluían también algunas estimulaciones simpáticas ocasionales.

Las resistencias emocionales de la multitud se derrumbaron. Grupos enteros comenzaron a oscilar rítmicamente de un lado a otro, hasta que el movimiento se extendió por toda la Plaza y todos los fieles, incluidos los que estaban en los tejados, se balanceaban como un único organismo. De cien mil gargantas surgía un sonido sin palabras que intensificaba el énfasis rítmico de los predicadores. Era un sonido profundamente conmovedor pero que tenía algo de bestial al mismo tiempo, a mitad de camino entre un gruñido de placer y un sollozo.

Aquí y allá surgían síntomas de algunas manifestaciones emocionales más violentas: gemidos de éxtasis, gritos, brazos agitados con frenesí, pequeños espacios vacíos en medio de la multitud, allí donde alguien había caído de rodillas. Habría sido fácil llevar a aquellas gentes a un estado de desenfreno total y absoluto, pero no era ésa la intención. Aquellas desviaciones hacia un comportamiento más salvaje no podían progresar anegadas en el rítmico balanceo general y muy pronto se reincorporaban a él.

—¡Gran Dios, derrota a Satanás, derrota al Señor del Mal! —Gruñidos y balanceos—. ¡Nos ha hecho caer en sus engaños, pero hemos luchado! —Gruñidos y balanceos—. ¡Ha hecho nacer el terror de las tinieblas, pero Te hemos llamado! —Gruñidos y balanceos—. Nos ha sepultado en el horror, pero hemos seguido en Tu fe! —Gruñidos y balanceos—. ¡Devuélvele al Infierno, devuélvele con sus pecadores! —Gruñidos y balanceos—. ¡Haz que se pudra en la inmundicia, haz que se emborrache con los condenados! —Gruñidos y balanceos.

Después, dando prueba de una brillante maestría en la manipulación de masas, el último y el más hábil de los predicadores detuvo el balanceo e hizo enmudecer los gruñidos, pero no los calmó, sino que los convirtió en una tensión inmóvil, en una espera intensa y casi insostenible.

Todos los ojos se volvieron hacia el predicador que seguía en pie ante el atril situado frente al estrado y que, de pronto, se dejó caer de rodillas y gritó con voz vibrante de emoción:

—Gran Dios, tu pueblo suspira por tu misericordia. Desde hace mucho tiempo vive sin la leche de tu infinita bondad, sin el alimento de tu infinito poder. Está triste. Está hambriento.

Era literalmente cierto. La muchedumbre que había permanecido allí hasta pasado el mediodía, bombardeada sin cesar por los parasimpáticos, estaba muerta de hambre.

El predicador, aún de rodillas, se volvió y levantó las manos hacia la enorme y dominante imagen que formaba la mitad superior de la Catedral.

—¡Gran Dios —gritó—, tu pueblo ha superado la prueba! En el terror y el sufrimiento ha conservado la fe. Ha arrancado a Satanás de sus corazones. Sé misericordioso con ellos, Gran Dios. Derrama sobre ellos el cuerno de la abundancia. Anima con tu divina presencia la piedra fría y sin vida; que la ambrosía caiga de tus manos y el néctar brote de la punta de tus dedos. Han ayunado ya bastante, Gran Dios. Dales de comer y de beber.

A pesar de su estado de estupefacción y de la tensión emocional, la multitud se dio cuenta de lo que iba a ocurrir y se preparó para ello. Los más ancianos lo sabían por experiencia y los más jóvenes por haberlo oído contar. Un maná maravilloso iba a derramarse en la Plaza. Platos de madera y recipientes de estaño aparecieron por todas partes. Algunos fieles extendían, entre varios de ellos, trozos de telas para poder recoger los dulces alimentos milagrosos. En los tejados aparecieron cestos y barreños. Algunas almas ávidas se habían subido a los hombros de sus vecinos y mantenían un precario equilibrio, al tiempo que sostenían recipientes de todo tipo.

Pero la mayoría no se había movido. Tenían la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta y las manos extendidas hacia el cielo.

La inmensa estatua hizo un ligero movimiento y un repentino silencio invadió la Plaza. Entonces, lentamente, aquel enorme y bello rostro bajó los ojos. Poco a poco sus duras facciones se suavizaron para mostrar una sonrisa indulgente y benigna, como un padre severo y preocupado, pero también cariñoso que finalmente se acuerda de sus hijos obedientes que se agrupan a sus pies.

Lentamente, las manos gigantescas se extendieron sobre la Plaza en un gesto de inmensa generosidad. Después, de repente, brotaron diez mil minúsculas fuentes de la mano derecha, mientras que de la izquierda caían en cascada, brotando hacia el suelo como una flor invertida, una lluvia de copos crujientes y cubos diminutos.

Un grito voraz surgió del gentío, cuando la comida y la bebida empezaron a inundarles.

Un segundo. Dos. Tres. El grito se transformó, de pronto, en un ahogado vómito de asco. Las apretadas hileras de sacerdotes y el estrado fueron invadidos por un hedor horrible que parecía una amalgama de olores de carne podrida, mantequilla rancia, pan enmohecido y fluidos de embalsamar.

La multitud, como si se tratara de una única garganta, gargajeó, vomitó y escupió, pero el repugnante néctar y la maloliente ambrosía seguían manando a chorros, empapando y empastándolo todo.

La gente bajaba la cabeza y se cubría con las capuchas y los que habían extendido trozos de telas se tapaban con ellos, mientras algunos de los que sostenían recipientes, les habían dado la vuelta y se los encasquetaban en la cabeza. La espantosa lluvia seguía cayendo. Tan espesa que oscurecía tétricamente el lado más alejado de la Plaza.

Se oyeron gruñidos y gritos de cólera; primero unos cuantos y después muchos más. Aquí y allá, la multitud presionaba sobre la doble hilera de diáconos.

El predicador que estaba ante el atril reaccionó ante la emergencia y con los amplificadores sintonizados al máximo, pudo hacerse oír por encima del rugido de la multitud:

—¡El Gran Dios os vuelve a probar! —bramó—. ¡Algunos de vosotros no tienen fe! ¡Por eso el maná milagroso no es ambrosía ni néctar!

»Pero ahora, el Gran Dios ya está seguro de vuestro razonamiento —dijo, mientras trataba de llegar al punto central—: ¡Ahora el Gran Dios va a realizar el verdadero milagro! ¡Fijaros cómo os recompensa!

La lluvia hedionda cesó.

En el estrado, Goniface tronó ante el televisor:

—¡Detened el segundo milagro!

Desde el panel de control el director técnico le contemplaba estupefacto. No parecía haber oído la orden. Estaba horrorizado y confundido.

—¡Pero estamos aislados! —repetía con voz monótona—. No hay ninguna señal en ninguno de nuestros sistemas de alarma.

—¡Alguien ha vuelto a conectar los simpáticos! —dijo rápidamente Goniface— ¡Ocupaos de eso y detened el segundo milagro!

El director técnico volvió a la vida por medio de una sacudida e hizo una rápida señal a uno de sus ayudantes que casi inmediatamente respondió con gestos desesperados de impotencia.

Al principio parecía que los temores de Goniface no tenían fundamento. De las manos del Gran Dios comenzó a caer una lluvia de pequeñas monedas de oro.

El avance de la multitud se detuvo. De nuevo miraron hacia arriba. Los hábitos adquiridos durante toda una vida no se eliminaban fácilmente. Para ellos, el creer lo que les decían los sacerdotes era como una segunda naturaleza. La lluvia que caía tenía reflejos dorados.

Sin embargo, después de la primera ducha, el oro se hizo rojo, de un rojo demasiado vivo. Los gritos y exclamaciones de dolor se mezclaban con los gruñidos furiosos. Los pequeños discos, ardiendo al rojo vivo, herían a quienes los atrapaban con manos ávidas para después tirarlos rápidamente; algunos caían sobre sus vestidos o eran pisados con los pies desnudos.

Con un rugido que ahogó los gritos de dolor, la multitud avanzó hacia adelante en una oleada desordenada, en parte para escapar de aquel fuego al rojo vivo y se detuvo ante la doble hilera de diáconos; aunque aquella no era la principal razón de su avance, ya que, cuando la «lluvia» cesó, continuó con mayor violencia y el rugido se hizo más potente y feroz. Se alzaron los puños y algunos diáconos cayeron. En varios puntos, la doble hilera retrocedió, finalmente rota.

Para evitar cualquier posibilidad de que se repitiera una estúpida tragedia como la ocurrida la víspera en Neodelos, Goniface había prohibido que la barrera de diáconos llevara varas de la ira.

Los sacerdotes del Primer y Segundo Círculos que estaban frente al estrado, se adelantaron para ayudar a los diáconos a cumplir una orden de Goniface, corriendo en todas direcciones hasta formar una hilera lo bastante larga como para conectar los campos repulsores de inviolabilidad. De pronto, sus túnicas se hincharon; a través de la línea disuelta de diáconos, los fieles estaban lanzando sus potes y cántaros sucios contra los sacerdotes que avanzaban; los proyectiles finalmente, rebotaron en los campos repulsadores individuales.

Sin embargo, algo no funcionaba bien en los halos de los sacerdotes, porque se encendían y apagaban intermitentemente y, de repente, la confusión se apoderó de ellos. Daba la impresión de que los que estaban situados en el centro se habían precipitado unos contra otros y se habían olvidado de separarse. Rápidamente otros se lanzaron sobre el grupo y quedaron pegados a él. Los extremos de la hilera retrocedieron de repente. Los sacerdotes caían, pero seguían deslizándose hacia el centro, hasta que todos ellos se confundieron impotentes en un amasijo circular de color escarlata.

Goniface se dio cuenta inmediatamente de que, por causa de alguna interferencia, los campos repulsores se habían convertido en campos de atracción, al mismo tiempo que incrementaban su alcance y potencia.

La mayoría de los arciprestes miraban atónitos el creciente caos en torno al estrado. Un hábito educado durante largo tiempo les había enseñado a conservar una expresión impasible, pero esta vez sus máscaras faciales eran incapaces de aparentar nada y mostraban la más absoluta estupefacción. No fue un miedo físico lo que les dejó paralizados; sentían que el mundo materialista en el que habían basado su seguridad se derrumbaba ante sus ojos. La ciencia física, que había sido un siervo obediente, se había convertido en un juguete en manos de una potencia oscura que podía crear o infringir las leyes científicas a voluntad. Algo había borrado el primer principio de su ideario: «No existe nada más que el cosmos y las entidades electrónicas que lo forman, sin alma ni finalidad», y en su lugar con grandes letras negras podía leerse: «Los caprichos de Satanás».

Los sacerdotes de niveles superiores que se amontonaban en torno al estrado no estaban en mejor situación. Seguían allí sin hacer nada, mientras una oleada de hedor avanzaba, procedente de la multitud que cubierta de basuras les embestía. La oleada nauseabunda anegó a los diáconos que se debatían y eran como un círculo de piedras negras, atravesó la masa impotente y desamparada de los sacerdotes de niveles inferiores, cual barreno que atraviesa un pétreo bloque escarlata y subió las gradas de la Catedral rugiendo.

Una piedra, casi sin fuerza, cayó sobre el estrado. No hubo ninguna reacción. Con sólo tres excepciones, los arciprestes y sus acompañantes eran como muñecos vestidos de escarlata.

Las tres excepciones eran, Goniface, Jarles y el viejo Fanático Sercival.

Goniface había logrado, finalmente, transmitir una orden a través del caos, menos grave, que reinaba en el Centro de Control de la Catedral. Del techo de la misma, esquivando la imagen del Gran Dios que seguía inclinada hacia adelante, descendió de repente una escuadrilla de ángeles, a muy pocos metros por encima del estrado. Un espectáculo fantástico y grotesco; como si una escuadra de semidioses de cabellos dorados se lanzara en picado desde un cielo sin nubes.

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