Harry Potter. La colección completa (191 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Iba volando sobre un búho real, planeando por el cielo azul claro hacia una casa vieja y cubierta de hiedra que se alzaba en lo alto de la ladera de una colina. Descendieron poco a poco, con el viento soplándole agradablemente en la cara, hasta que llegaron a una ventana oscura y rota del piso superior de la casa, y la cruzaron. Volaron por un corredor lúgubre hasta una estancia que había al final. Atravesaron la puerta y entraron en una habitación oscura que tenía las ventanas cegadas con tablas...

Harry descabalgó del búho, y lo observó revolotear por la habitación e ir a posarse en un sillón con el respaldo vuelto hacia él. En el suelo, al lado del sillón, había dos formas oscuras que se movían.

Una de ellas era una enorme serpiente, y la otra un hombre: un hombre bajo y calvo, de ojos llorosos y nariz puntiaguda. Sollozaba y resollaba sobre la estera, al lado de la chimenea...

—Has tenido suerte, Colagusano —dijo una voz fría y aguda desde el interior de la butaca en que se había posado el búho—. Realmente has tenido mucha suerte. Tu error no lo ha echado todo a perder: está muerto.

—Mi señor —balbuceó el hombre que estaba en el suelo—. Mi señor, estoy... estoy tan agradecido... y lamento hasta tal punto...


Nagini
—dijo la voz fría—, lo siento por ti. No vas a poder comerte a Colagusano, pero no importa: todavía te queda Harry Potter...

La serpiente emitió un silbido. Harry vio cómo movía su amenazadora lengua.

—Y ahora, Colagusano —añadió la voz fría—, un pequeño recordatorio de que no toleraré un nuevo error por tu parte.

—Mi señor, no, os lo ruego...

La punta de una varita surgió del sillón, apuntando a Colagusano.


¡Crucio!
—exclamó la voz fría.

Colagusano empezó a chillar como si cada miembro de su cuerpo estuviera ardiendo. Los gritos le rompían a Harry los tímpanos al tiempo que la cicatriz de la frente le producía un dolor punzante: también él gritó. Voldemort lo iba a oír, advertiría su presencia...

—¡Harry, Harry!

Abrió los ojos. Estaba tumbado en el suelo del aula de la profesora Trelawney, tapándose la cara con las manos. La cicatriz seguía doliéndole tanto que tenía los ojos llenos de lágrimas. El dolor había sido real. Toda la clase se hallaba de pie a su alrededor, y Ron estaba arrodillado a su lado, aterrorizado.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—¡Por supuesto que no se encuentra bien! —dijo la profesora Trelawney, muy agitada. Clavó en Harry sus grandes ojos—. ¿Qué ha ocurrido, Potter? ¿Una premonición?, ¿una aparición? ¿Qué has visto?

—Nada —mintió Harry. Se sentó, aún tembloroso. No podía dejar de mirar a su alrededor entre las sombras: la voz de Voldemort se había oído tan cerca...

—¡Te apretabas la cicatriz! —dijo la profesora Trelawney—. ¡Te revolcabas por el suelo! ¡Vamos, Potter, tengo experiencia en estas cosas!

Harry levantó la vista hacia ella.

—Creo que tengo que ir a la enfermería. Me duele terriblemente la cabeza.

—¡Sin duda te han estimulado las extraordinarias vibraciones de clarividencia de esta sala! —exclamó la profesora Trelawney—. Si te vas ahora, tal vez pierdas la oportunidad de ver más allá de lo que nunca has...

—Lo único que quiero ver es un analgésico.

Se puso en pie. Todos se echaron un poco para atrás. Parecían asustados.

—Hasta luego —le dijo Harry a Ron en voz baja, y, recogiendo la mochila, fue hacia la trampilla sin hacer caso de la profesora Trelawney, que tenía en la cara una expresión de intensa frustración, como si le acabaran de negar un capricho.

Sin embargo, cuando Harry llegó al final de la escalera de mano, no se dirigió a la enfermería. No tenía ninguna intención de ir allá. Sirius le había dicho qué tenía que hacer si volvía a dolerle la cicatriz, y Harry iba a seguir su consejo: se encaminó hacia el despacho de Dumbledore. Anduvo por los corredores pensando en lo que había visto en el sueño, que había sido tan vívido como el que lo había despertado en Privet Drive. Repasó los detalles en su mente, tratando de asegurarse de que los recordaba todos... Había oído a Voldemort acusar a Colagusano de cometer un error garrafal... pero el búho real le había llevado buenas noticias: el error estaba subsanado, alguien había muerto... De manera que Colagusano no iba a servir de alimento a la serpiente... En su lugar, la serpiente se lo comería a él, a Harry...

Harry pasó de largo la gárgola de piedra que guardaba la entrada al despacho de Dumbledore. Parpadeó extrañado, miró alrededor, comprendió que lo había dejado atrás y dio la vuelta, hasta detenerse delante de la gárgola. Entonces recordó que no conocía la contraseña.

—¿Sorbete de limón? —dijo probando.

La gárgola no se movió.

—Bueno —dijo Harry, mirándola—. Caramelo de pera. Eh... Palo de regaliz. Meigas fritas. Chicle superhinchable. Grageas de todos los sabores de Bertie Bott... No, no le gustan, creo... Vamos, ábrete, ¿por qué no te abres? —exclamó irritado—. ¡Tengo que verlo, es urgente!

La gárgola permaneció inmóvil.

Harry le dio una patada, pero sólo consiguió hacerse un daño terrible en el dedo gordo del pie.

—¡Ranas de chocolate! —gritó enfadado, sosteniéndose sobre un pie—. ¡Pluma de azúcar! ¡Cucurucho de cucarachas!

La gárgola revivió de pronto y se movió a un lado. Harry cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—¿Cucurucho de cucarachas? —dijo sorprendido—. ¡Lo dije en broma!

Se metió rápidamente por el resquicio que había entre las paredes, y accedió a una escalera de caracol de piedra, que empezó a ascender lentamente cuando la pared se cerró tras él, hasta dejarlo ante una puerta de roble pulido con aldaba de bronce.

Oyó que hablaban en el despacho. Salió de la escalera móvil y dudó un momento, escuchando.

—¡Me temo, Dumbledore, que no veo la relación, no la veo en absoluto! —Era la voz del ministro de Magia, Cornelius Fudge—. Ludo dice que Bertha es perfectamente capaz de perderse sin ayuda de nadie. Estoy de acuerdo en que a estas alturas tendríamos que haberla encontrado, pero de todas maneras no tenemos ninguna prueba de que haya ocurrido nada grave, Dumbledore, ninguna prueba en absoluto. ¡Y en cuanto a que su desaparición tenga alguna relación con la de Barty Crouch...!

—¿Y qué cree que le ha ocurrido a Barty Crouch, ministro? —preguntó la voz gruñona de Moody.

—Hay dos posibilidades, Alastor —respondió Fudge—: o bien Crouch ha acabado por tener un colapso nervioso (algo más que probable dada su biografía), ha perdido la cabeza y se ha ido por ahí de paseo...

—Y pasea extraordinariamente aprisa, si ése es el caso, Cornelius —observó Dumbledore con calma.

—O bien... —Fudge parecía incómodo—. Bueno, me reservo el juicio para después de ver el lugar en que lo encontraron, pero ¿decís que fue nada más pasar el carruaje de Beauxbatons? Dumbledore, ¿sabes lo que es esa mujer?

—La considero una directora muy competente... y una excelente pareja de baile —contestó Dumbledore en voz baja.

—¡Vamos, Dumbledore! —dijo Fudge enfadado—. ¿No te parece que puedes tener prejuicios a su favor a causa de Hagrid? No todos son inofensivos... eso suponiendo que realmente se pueda considerar inofensivo a Hagrid, con esa fijación que tiene con los monstruos...

—No tengo más sospechas de Madame Máxime que de Hagrid —declaró Dumbledore sin perder la calma—, y creo que tal vez seas tú el que tiene prejuicios, Cornelius.

—¿Podríamos zanjar esta discusión? —propuso Moody.

—Sí, sí, bajemos —repuso Cornelius impaciente.

—No, no lo digo por eso —dijo Moody—. Lo digo porque Potter quiere hablar contigo, Dumbledore: está esperando al otro lado de la puerta.

30
El
pensadero

Se abrió la puerta del despacho.

—Hola, Potter —dijo Moody—. Entra.

Harry entró. Ya en otra ocasión había estado en el despacho de Dumbledore: se trataba de una habitación circular, muy bonita, decorada con una hilera de retratos de anteriores directores de Hogwarts de ambos sexos, todos los cuales estaban profundamente dormidos. El pecho se les inflaba y desinflaba al respirar.

Cornelius Fudge se hallaba junto al escritorio de Dumbledore, con sus habituales sombrero hongo de color verde lima y capa a rayas.

—¡Harry! —dijo Fudge jovialmente, adelantándose un poco—. ¿Cómo estás?

—Bien —mintió Harry.

—Precisamente estábamos hablando de la noche en que apareció el señor Crouch en los terrenos —explicó Fudge—. Fuiste tú quien se lo encontró, ¿verdad?

—Sí —contestó Harry. Luego, pensando que no había razón para fingir que no había oído nada de lo dicho, añadió: Pero no vi a Madame Máxime por allí, y no le habría sido fácil ocultarse, ¿verdad?

Con ojos risueños, Dumbledore le sonrió a espaldas de Fudge.

—Sí, bien —dijo Fudge embarazado—. Estábamos a punto de bajar a dar un pequeño paseo, Harry. Si nos perdonas... Tal vez sería mejor que volvieras a clase.

—Yo quería hablar con usted, profesor —se apresuró a decir Harry mirando a Dumbledore, quien le dirigió una mirada rápida e inquisitiva.

—Espérame aquí, Harry —le indicó—. Nuestro examen de los terrenos no se prolongará demasiado.

Salieron en silencio y cerraron la puerta. Al cabo de un minuto más o menos dejaron de oírse, procedentes del corredor de abajo, los secos golpes de la pata de palo de Moody. Harry miró a su alrededor.

—Hola,
Fawkes
—saludó.

Fawkes
, el fénix del profesor Dumbledore, estaba posado en su percha de oro, al lado de la puerta. Era del tamaño de un cisne, con un magnifico plumaje dorado y escarlata. Lo saludó agitando en el aire su larga cola y mirándolo con ojos entornados y tiernos.

Harry se sentó en una silla delante del escritorio de Dumbledore. Durante varios minutos se quedó allí, contemplando a los antiguos directores del colegio, que resoplaban en sus retratos, mientras pensaba en lo que acababa de oír y se pasaba distraídamente los dedos por la cicatriz: ya no le dolía.

Se sentía mucho más tranquilo hallándose en el despacho de Dumbledore y sabiendo que no tardaría en hablar con él de su sueño. Harry miró la pared que había tras el escritorio: el Sombrero Seleccionador, remendado y andrajoso, descansaba sobre un estante. Junto a él había una urna de cristal que contenía una magnífica espada de plata con grandes rubíes incrustados en la empuñadura; Harry la reconoció como la espada que él mismo había sacado del Sombrero Seleccionador cuando se hallaba en segundo. Aquélla era la espada de Godric Gryffindor, el fundador de la casa a la que pertenecía Harry. La estaba contemplando, recordando cómo había llegado en su ayuda cuando lo daba todo por perdido, cuando vio que sobre la urna de cristal temblaba un punto de luz plateada. Buscó de dónde provenía aquella luz, y vio un brillante rayito que salía de un armario negro que había a su espalda, con la puerta entreabierta. Harry dudó, miró a
Fawkes
y luego se levantó; atravesó el despacho y abrió la puerta del armario.

Había allí una vasija de piedra poco profunda, con tallas muy raras alrededor del borde: eran runas y símbolos que Harry no conocía. La luz plateada provenía del contenido de la vasija, que no se parecía a nada que Harry hubiera visto nunca. No hubiera podido decir si aquella sustancia era un líquido o un gas: era de color blanco brillante, plateado, y se movía sin cesar. La superficie se agitó como el agua bajo el viento, para luego separarse formando nubecillas que se arremolinaban. Daba la sensación de ser luz licuada, o viento solidificado: Harry no conseguía comprenderlo.

Quiso tocarlo, averiguar qué tacto tenía, pero casi cuatro años de experiencia en el mundo mágico le habían enseñado que era muy poco prudente meter la mano en un recipiente lleno de una sustancia desconocida, así que sacó la varita de la túnica, echó una ojeada nerviosa al despacho, volvió a mirar el contenido de la vasija y lo tocó con la varita. La superficie de aquella cosa plateada comenzó a girar muy rápido.

Harry se inclinó más, metiendo la cabeza en el armario. La sustancia plateada se había vuelto transparente, parecía cristal. Miró dentro esperando distinguir el fondo de piedra de la vasija, y en vez de eso, bajo la superficie de la misteriosa sustancia, vio una enorme sala, una sala que él parecía observar desde una cúpula de cristal.

Estaba apenas iluminada, y Harry pensó que incluso podía ser subterránea, porque no tenía ventanas, sólo antorchas sujetas en argollas como las que iluminaban los muros de Hogwarts. Bajando la cara de forma que la nariz le quedó a tres centímetros escasos de aquella sustancia cristalina, vio que delante de cada pared había varias filas de bancos, tanto más elevados cuanto más cercanos a la pared, en los que se encontraban sentados muchos brujos de ambos sexos. En el centro exacto de la sala había una silla vacía. Algo en ella le producía inquietud. En los brazos de la silla había unas cadenas, como si al ocupante de la silla se lo soliera atar a ella.

¿Dónde estaba aquel misterioso lugar? No parecía que perteneciera a Hogwarts: nunca había visto en el castillo una sala como aquélla. Además, la multitud que la ocupaba se hallaba compuesta exclusivamente de adultos, y Harry sabía que no había tantos profesores en Hogwarts. Parecían estar esperando algo, pensó, aunque no les veía más que los sombreros puntiagudos. Todos miraban en la misma dirección, sin hablar.

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