Harry Potter y el cáliz de fuego (20 page)

—Échale unas chucherías lechuciles —dijo Ron, tirándole un paquete a Harry—. Puede que eso lo mantenga callado.

Harry metió las chucherías por entre las barras de la jaula de
Pigwidgeon
y volvió a su baúl. La jaula de
Hedwig
estaba al lado, aún vacía.

—Ya ha pasado más de una semana —comentó Harry, mirando la percha desocupada de
Hedwig
—. No crees que hayan atrapado a Sirius, ¿verdad, Ron?

—No, porque habría salido en
El Profeta
—contestó Ron—. El Ministerio estaría muy interesado en demostrar que son capaces de coger a alguien, ¿no te parece?

—Sí, supongo...

—Mira, aquí tienes lo que mi madre te compró en el callejón Diagon. También te sacó un poco de oro de la cámara acorazada... y te ha lavado los calcetines.

Con cierto esfuerzo puso una pila de paquetes sobre la cama plegable de Harry, y dejó caer al lado la bolsa de dinero y el montón de calcetines. Harry empezó a desenvolver las compras. Además del
Libro reglamentario de hechizos, curso 4º
, de Miranda Goshawk, tenía un puñado de plumas nuevas, una docena de rollos de pergamino y recambios para su equipo de preparar pociones: ya casi no le quedaba espina de pez-león ni esencia de belladona. Estaba metiendo en el caldero la ropa interior cuando Ron, detrás de él, lanzó un resoplido de disgusto.

—¿Qué se supone que es esto?

Había cogido algo que a Harry le pareció un largo vestido de terciopelo rojo oscuro. Alrededor del cuello tenía un volante de puntilla de aspecto enmohecido, y puños de puntilla a juego.

Llamaron a la puerta y entró la señora Weasley con unas cuantas túnicas de Hogwarts recién lavadas y planchadas.

—Aquí tenéis —dijo, separándolas en dos montones—. Ahora lo que deberíais hacer es meterlas con cuidado para que no se arruguen.

—Mamá, me has puesto un vestido nuevo de Ginny —dijo Ron, enseñándoselo.

—Por supuesto que no te he puesto ningún vestido de Ginny —negó la señora Weasley—. En vuestra lista de la escuela dice que este curso necesitaréis túnicas de gala... túnicas para las ocasiones solemnes.

—Tienes que estar bromeando —dijo Ron, sin dar crédito a lo que oía—. No voy a ponerme eso, de ninguna manera.

—¡Todo el mundo las lleva, Ron! —replicó enfadada la señora Weasley—. ¡Van todos así! ¡Tu padre también tiene una para las reuniones importantes!

—Antes voy desnudo que ponerme esto —declaró Ron, testarudo.

—No seas tonto —repuso la señora Weasley—. Tienes que tener una túnica de gala: ¡lo pone en la lista! Le compré otra a Harry... Enséñasela, Harry...

Con cierta inquietud, Harry abrió el último paquete que quedaba sobre la cama. Pero no era tan terrible como se había temido, al menos su túnica de gala no tenía puntillas; de hecho, era más o menos igual que las de diario del colegio, salvo que era verde botella en vez de negro.

—Pensé que haría juego con tus ojos, cielo —le dijo la señora Weasley cariñosamente.

—¡Bueno, ésa está bien! —exclamó Ron, molesto, observando la túnica de Harry—. ¿Por qué no me podías traer a mí una como ésa?

—Porque... bueno, la tuya la tuve que comprar de segunda mano, ¡y no había mucho donde escoger! —explicó la señora Weasley, sonrojándose.

Harry apartó la vista. De buena gana les hubiera dado a los Weasley la mitad de lo que tenía en su cámara acorazada de Gringotts, pero sabía que jamás lo aceptarían.

—No pienso ponérmela nunca —repitió Ron testaruda—mente—. Nunca.

—Bien —contestó su madre con brusquedad—. Ve desnudo. Y, Harry, por favor, hazle una foto. No me vendrá mal reírme un rato.

Salió de la habitación dando un portazo. Oyeron detrás de ellos un curioso resoplido.
Pigwidgeon
se acababa de atragantar con una chuchería lechucil demasiado grande.

—¿Por qué ninguna de mis cosas vale para nada? —dijo Ron furioso, cruzando la habitación para quitársela del pico.

CAPÍTULO 11

En el expreso de Hogwarts

C
UANDO
Harry despertó a la mañana siguiente, había en el ambiente una definida tristeza de fin de vacaciones. La copiosa lluvia seguía salpicando contra la ventana mientras él se ponía los vaqueros y una sudadera. Se vestirían con las túnicas del colegio cuando estuvieran en el expreso de Hogwarts.

Por fin él, Ron, Fred y George bajaron a desayunar. Acababan de llegar al rellano del primer piso, cuando la señora Weasley apareció al pie de la escalera, con expresión preocupada.

—¡Arthur! —llamó mirando hacia arriba—. ¡Arthur! ¡Mensaje urgente del Ministerio!

Harry se echó contra la pared cuando el señor Weasley pasó metiendo mucho ruido, con la túnica puesta del revés, y desapareció de la vista a toda prisa. Cuando Harry y los demás entraron en la cocina, vieron a la señora Weasley buscando nerviosa por los cajones del aparador («¡Tengo una pluma en algún sitio!», murmuraba) y al señor Weasley inclinado sobre el fuego, hablando con...

Para asegurarse de que los ojos no lo habían engañado, Harry los cerró con fuerza y volvió a abrirlos.

Semejante a un enorme huevo con barba, la cabeza de Amos Diggory se encontraba en medio de las llamas. Hablaba muy deprisa, completamente indiferente a las chispas que saltaban en torno a él y a las llamas que le lamían las orejas.

—... Los vecinos
muggles
oyeron explosiones y gritos, y por eso llamaron a esos... ¿cómo los llaman...?, «pocresías». Arthur, tienes que ir para allá...

—¡Aquí está! —dijo sin aliento la señora Weasley, poniendo en las manos de su marido un pedazo de pergamino, un tarro de tinta y una pluma estrujada.

—... Ha sido una suerte que yo me enterara —continuó la cabeza del señor Diggory—. Tenía que ir temprano a la oficina para enviar un par de lechuzas, y encontré a todos los del Uso Indebido de la Magia que salían pitando. ¡Si Rita Skeeter se entera de esto, Arthur...!

—¿Qué dice
Ojoloco
que sucedió? —preguntó el señor Weasley, que abrió el tarro de tinta, mojó la pluma y se dispuso a tomar notas.

La cabeza del señor Diggory puso cara de resignación.

—Dice que oyó a un intruso en el patio de su casa. Dice que se acercaba sigilosamente a la casa, pero que los contenedores de basura lo cogieron por sorpresa.

—¿Qué hicieron los contenedores de basura? —inquirió el señor Weasley, escribiendo como loco.

—Por lo que sé, hicieron un ruido espantoso y prendieron fuego a la basura por todas partes —explicó el señor Diggory—. Parece ser que uno de los contenedores todavía andaba por allí cuando llegaron los «pocresías».

El señor Weasley emitió un gruñido.

—¿Y el intruso?

—Ya conoces a
Ojoloco
, Arthur —dijo la cabeza del señor Diggory, volviendo a poner cara de resignación—. ¿Que alguien se acercó al patio de su casa en medio de la noche? Me parece más probable que fuera un gato asustado que anduviera por allí cubierto de mondas de patata. Pero, si los del Uso Indebido de la Magia le echan las manos encima a
Ojoloco
, se la ha cargado. Piensa en su expediente. Tenemos que librarlo acusándolo de alguna cosa de poca monta, algo relacionado con tu departamento. ¿Qué tal lo de los contenedores que han explotado?

—Sería una buena precaución —repuso el señor Weasley, con el entrecejo fruncido y sin dejar de escribir a toda velocidad—. ¿
Ojoloco
no usó la varita? ¿No atacó realmente a nadie?

—Apuesto a que saltó de la cama y comenzó a echar maleficios contra todo lo que tenía a su alcance desde la ventana —contestó el señor Diggory—, pero les costará trabajo demostrarlo, porque no hay heridos.

—Bien, ahora voy —dijo el señor Weasley. Se metió en el bolsillo el pergamino con las notas que había tomado y volvió a salir a toda prisa de la cocina.

La cabeza del señor Diggory miró a la señora Weasley.

—Lo siento, Molly —dijo, más calmado—, siento haber tenido que molestaros tan temprano... pero Arthur es el único que puede salvar a
Ojoloco
, y se supone que es hoy cuando
Ojoloco
empieza su nuevo trabajo. ¿Por qué tendría que escoger esta noche...?

—No importa, Amos —repuso la señora Weasley—. ¿Estás seguro de que no quieres una tostada o algo antes de irte?

—Eh... bueno —aceptó el señor Diggory.

La señora Weasley cogió una tostada untada con mantequilla de un montón que había en la mesa de la cocina, la puso en las tenacillas de la chimenea y se la acercó al señor Diggory a la boca.

—«Gacias» —masculló éste, y luego, haciendo «¡plin!», se desvaneció.

Harry oyó al señor Weasley despidiéndose apresuradamente de Bill, Charlie, Percy y las chicas. A los cinco minutos volvió a entrar en la cocina, con la túnica ya bien puesta y pasándose un peine por el pelo.

—Será mejor que me dé prisa. Que tengáis un buen trimestre, muchachos —les dijo el señor Weasley a Harry, Ron y los gemelos, mientras se echaba una capa sobre los hombros y se disponía a desaparecerse—. Molly, ¿podrás llevar tú a los chicos a la estación de King's Cross?

—Por supuesto que sí —asintió ella—. Tú cuida de
Ojoloco
, que ya nos arreglaremos.

Al desaparecerse el señor Weasley, Bill y Charlie entraron en la cocina.

—¿Alguien mencionó a
Ojoloco
? —preguntó Bill—. ¿Qué ha hecho ahora?

—Dice que alguien intentó entrar anoche en su casa —explicó la señora Weasley.

—¿
Ojoloco
Moody? —dijo George pensativo, poniéndose mermelada de naranja en la tostada—. ¿No es el chiflado...?

—Tu padre tiene muy alto concepto de él —le recordó severamente la señora Weasley.

—Sí, bueno, papá colecciona enchufes, ¿no? —comentó Fred en voz baja, cuando su madre salió de la cocina—. Dios los cría...

—Moody fue un gran mago en su tiempo —afirmó Bill.

—Es un viejo amigo de Dumbledore, ¿verdad? —dijo Charlie.

—Pero Dumbledore tampoco es lo que se entiende por normal, ¿a que no? —repuso Fred—. Bueno, ya sé que es un genio y todo eso...

—¿Quién es
Ojoloco
? —preguntó Harry.

—Está retirado, pero antes trabajaba para el Ministerio —explicó Charlie—. Yo lo conocí un día en que papá me llevó con él al trabajo. Era un
auror
: uno de los mejores... un cazador de magos tenebrosos —añadió, viendo que Harry seguía sin entender—. La mitad de las celdas de Azkaban las ha llenado él. Pero se creó un montón de enemigos... sobre todo familiares de los que atrapaba... y, según he oído, en su vejez se ha vuelto realmente paranoico. Ya no confía en nadie. Ve magos tenebrosos por todas partes.

Bill y Charlie decidieron ir a despedirlos a todos a la estación de King's Cross, pero Percy, disculpándose de forma exagerada, dijo que no podía dejar de ir al trabajo.

—En estos momentos no puedo tomarme más tiempo libre —declaró—. Realmente el señor Crouch está empezando a confiar en mí.

—Sí, ¿y sabes una cosa, Percy? —le dijo George muy serio—. Creo que no tardará en aprenderse tu nombre.

La señora Weasley tuvo que habérselas con el teléfono de la oficina de correos del pueblo para pedir tres taxis
muggles
ordinarios que los llevaran a Londres.

—Arthur intentó que el Ministerio nos dejara unos coches —le susurró a Harry la señora Weasley en el jardín de delante de la casa, mientras observaban cómo los taxistas cargaban los baúles—. Pero no había ninguno libre... Éstos no parecen estar muy contentos, ¿verdad?

Harry no quiso decirle a la señora Weasley que los taxistas
muggles
no acostumbraban transportar lechuzas nerviosas, y
Pigwidgeon
estaba armando un barullo inaguantable. Por otro lado, no se pusieron precisamente más contentos cuando unas cuantas bengalas fabulosas del doctor Filibuster, que prendían con la humedad, se cayeron inesperadamente del baúl de Fred al abrirse de golpe.
Crookshanks
se asustó con las bengalas, intentó subirse encima de uno de los taxistas, le clavó las uñas en la pierna, y éste se sobresaltó y gritó de dolor.

El viaje resultó muy incómodo porque iban apretujados en la parte de atrás con los baúles.
Crookshanks
tardó un rato en recobrarse del susto de las bengalas, y para cuando entraron en Londres, Harry, Ron y Hermione estaban llenos de arañazos. Fue un alivio llegar a King's Cross, aunque la lluvia caía aún con más fuerza y se calaron completamente al cruzar la transitada calle en dirección a la estación, llevando los baúles.

Harry ya estaba acostumbrado a entrar en el andén nueve y tres cuartos. No había más que caminar recto a través de la barrera, aparentemente sólida, que separaba los andenes nueve y diez. La única dificultad radicaba en hacerlo con disimulo, para no atraer la atención de los
muggles
. Aquel día lo hicieron por grupos. Harry, Ron y Hermione (los más llamativos, porque llevaban con ellos a
Pigwidgeon
y a
Crookshanks
) pasaron primero: caminaron como quien no quiere la cosa hacia la barrera, hablando entre ellos despreocupadamente, y la atravesaron... y, al hacerlo, el andén nueve y tres cuartos se materializó allí mismo.

El expreso de Hogwarts, una reluciente máquina de vapor de color escarlata, ya estaba allí, y de él salían nubes de vapor que convertían en oscuros fantasmas a los numerosos alumnos de Hogwarts y sus padres, reunidos en el andén. Harry, Ron y Hermione entraron a coger sitio, y no tardaron en colocar su equipaje en un compartimiento de uno de los vagones centrales del tren. Luego bajaron de un salto otra vez al andén para despedirse de la señora Weasley, de Bill y de Charlie.

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