Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (74 page)

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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

—¿No acabo de decírselo? ¡No me interesa ponérmela! —chilló Harry con fiereza—. ¡Ahora no tengo tiempo para explicárselo, pero si le importa Hogwarts, si quiere ver derrotado a Voldemort, tiene que decirme todo lo que sepa sobre la diadema!

La Dama Gris se quedó quieta, flotando, mientras miraba a Harry desde su elevada posición; al muchacho lo invadió una profunda desesperanza. Si aquel fantasma hubiera sabido algo, se lo habría contado a Flitwick o Dumbledore, que sin duda le habían hecho la misma pregunta. Desesperanzado, se dispuso a marcharse, pero el fantasma dijo en voz baja:

—Yo se la robé a mi madre.

—¿Quéeee? ¿Qué dice que hizo?

—Le robé la diadema —repitió Helena Ravenclaw con un susurro—. Quería ser más lista, más importante que mi madre. La robé y huí con ella.

Harry no sabía cómo se había ganado su confianza, pero no lo preguntó, sino que se limitó a escuchar con atención, y ella prosiguió:

—Dicen que mi madre nunca admitió que había perdido la diadema, y fingió que todavía la conservaba. Ocultó su pérdida y mi espantosa traición, incluso a los otros fundadores de Hogwarts.

»Pero mi madre enfermó gravemente. Y como, pese a mi perfidia, deseaba verme una vez más, le pidió a un hombre que siempre me amó, y al que yo siempre rechacé, que me buscara. Mi madre sabía que ese hombre no descansaría hasta encontrarme.

Harry esperó. El fantasma respiró hondo y, echando la cabeza atrás, prosiguió:

—Él me siguió la pista hasta el bosque donde me había escondido, pero como me negué a regresar con él, el barón se puso agresivo; siempre había sido un hombre muy irascible. Furioso por mi negativa y celoso de mi libertad, me apuñaló.

—Ha mencionado usted a un barón, ¿se refiere a…?

—El Barón Sanguinario, sí —confirmó la Dama Gris, y se apartó la capa revelando una oscura cicatriz en el blanco pecho—. Cuando vio lo que había hecho, lo abrumó el arrepentimiento, así que, con la misma arma que me había arrebatado la vida, se suicidó. Han pasado siglos desde aquel día, pero él todavía arrastra sus cadenas como acto de penitencia… Y así es como debe ser —añadió con amargura.

—¿Y… la diadema?

—Se quedó donde yo la escondí cuando oí al barón dando tumbos por el bosque, buscándome. La escondí dentro del tronco hueco de un árbol.

—¿En el tronco hueco de un árbol? —se asombró Harry—. ¿Y dónde está ese árbol?

—En un bosque de Albania. Un lugar solitario al que pensé que mi madre nunca llegaría.

—Albania —repitió Harry. Como por obra de un milagro, la confusión iba cobrando sentido, y de repente el chico entendió por qué Helena Ravenclaw le estaba contando lo que no había revelado a Dumbledore ni a Flitwick—. Usted ya le ha contado esta historia a alguien, ¿verdad? A otro estudiante, ¿no es así?

El fantasma cerró los ojos y asintió.

—Yo no sabía… Era tan… adulador… Me pareció que me comprendía, que me compadecía…

«Claro —pensó Harry—, Tom Ryddle debió de entender a la perfección el deseo de Helena Ravenclaw de poseer objetos fabulosos sobre los que no tenía ningún derecho.»

—Bueno, usted no fue la primera persona a la que Ryddle consiguió sonsacarle algo —murmuró Harry—. Sabía emplear sus encantos…

Así que Voldemort engatusó a la Dama Gris para que le revelara el paradero de la diadema perdida, y luego viajó hasta aquel remoto bosque y sacó la diadema de su escondite; quizá lo hizo nada más marcharse de Hogwarts, antes incluso de empezar a trabajar en Borgin y Burkes.

Y después, mucho más tarde, esos lejanos y solitarios bosques albaneses debieron de parecerle un refugio idóneo cuando necesitó un sitio donde esconderse. Y allí pasó diez largos años, sin que nadie lo molestara.

Pero después de convertir la diadema en un valioso
Horrocrux
, no la dejó en aquel humilde tronco, sino que la devolvió en secreto a su verdadero hogar, y debió de ponerla allí…

—¡La noche que vino a pedir trabajo! —exclamó Harry.

—¿Perdón?

—¡Escondió la diadema en el castillo la noche que le pidió a Dumbledore un empleo de profesor! —explotó Harry. Decirlo en voz alta le permitió entenderlo todo—. ¡Debió de esconderla cuando subió al despacho de Dumbledore, o cuando se marchó de allí! Pero de cualquier forma valía la pena intentar conseguir el empleo; así también tendría ocasión de robar la espada de Gryffindor… ¡Gracias, muchas gracias!

Harry la dejó flotando, completamente desconcertada. Al doblar una esquina camino del vestíbulo, miró la hora. Faltaban cinco minutos para la medianoche, y aunque al menos ya sabía qué era el último
Horrocrux
, no estaba más cerca de descubrir dónde estaba escondido…

Generaciones y generaciones de alumnos no habían logrado encontrar la joya; eso apuntaba a que no se hallaba en la torre de Ravenclaw. Pero si no estaba allí, ¿dónde podía estar? ¿Qué escondite había encontrado Tom Ryddle en el castillo de Hogwarts, qué lugar consideró capaz de guardar eternamente su secreto?

Perdido en sus elucubraciones, Harry dobló otra esquina y tan sólo había dado unos pasos por el siguiente pasillo cuando una ventana a su izquierda se abrió con gran estrépito. Se apartó de un salto, al mismo tiempo que un cuerpo gigantesco irrumpía por ella e iba a estrellarse contra la pared de enfrente. De inmediato una forma grande y peluda se separó gimoteando del caído y se arrojó sobre Harry.

—¡Hagrid! —gritó el chico intentando repeler las atenciones de
Fang
, el perro jabalinero, mientras el enorme y barbudo personaje se ponía en pie—. ¿Qué demonios…?

—¡Estás aquí, Harry! ¡Estás aquí!

Hagrid se encorvó, le dio un rápido y aplastante abrazo, y fue rápidamente hasta la destrozada ventana.

—¡Bien hecho, Grawpy! —bramó el guardabosques asomándose por el hueco—. ¡Nos vemos enseguida, te has portado muy bien!

A lo lejos, en los oscuros jardines, Harry vio destellos de luz y oyó un inquietante grito parecido a un lamento. Miró el reloj: era medianoche. La batalla había comenzado.

—Vaya, Harry —resolló Hagrid—, esto va en serio, ¿eh? ¿Listo para la lucha?

—¿De dónde sales, Hagrid?

—Oímos a Quien-tú-sabes desde nuestra cueva —respondió con gravedad—. El viento nos trajo su voz, ¿sabes? «Entregadme a Harry Potter… Tenéis tiempo hasta la medianoche.» Enseguida imaginé que estarías aquí y lo que sucedía. ¡Al suelo,
Fang
! Así que Grawpy,
Fang
y yo decidimos reunimos contigo; nos colamos por la parte del muro de los jardines que linda con el bosque; Grawpy nos transportó sobre los hombros. Le dije que me llevara volando al castillo, y me ha lanzado por la ventana, pobrecillo. Eso no era exactamente lo que yo quería decir, pero… Oye, ¿dónde están Ron y Hermione?

—Buena pregunta. ¡Vamos!

Se pusieron en marcha y
Fang
los siguió con sus torpes andares. Harry oía movimiento en los pasillos —gente que corría, gritos— y por las ventanas continuaba viendo destellos de luz en los jardines en penumbra.

—¿Adónde vamos? —preguntó Hagrid resollando; iba corriendo detrás de Harry haciendo temblar el entarimado del suelo.

—No lo sé exactamente —contestó el muchacho, y tomó otro desvío al azar—, pero Ron y Hermione deben de estar por aquí.

Las primeras bajas de la batalla yacían desparramadas por el pasillo que enfilaron, pues un hechizo lanzado por una ventana había destrozado las dos gárgolas de piedra que custodiaban la entrada de la sala de profesores. Los restos, esparcidos por el suelo, todavía se movían un poco. Cuando Harry saltó por encima de una de las incorpóreas cabezas, ésta gimió débilmente: «No te preocupes por mí, me quedaré aquí y me desmenuzaré lentamente.»

Al ver aquella fea cara de piedra, a Harry le vino a la memoria el busto de mármol de Rowena Ravenclaw, provisto de aquel estrambótico tocado que había contemplado en casa de Xenophilius, y a continuación se acordó de la estatua de la torre de Ravenclaw, luciendo la diadema de piedra sobre los blancos rizos…

Y cuando llegó al final del pasillo, lo asaltó el recuerdo de una tercera efigie de piedra: la de un mago viejo y feo, en cuya cabeza él mismo había colocado una peluca y una deslucida diadema. La revelación le provocó una sensación parecida a la del whisky de fuego, y estuvo a punto de tropezar.

Por fin sabía dónde estaba esperándolo el
Horrocrux
.

Tom Ryddle, que no confiaba en nadie y siempre actuaba solo, había sido lo bastante arrogante para dar por hecho que sólo él conseguiría penetrar en los más profundos misterios del castillo de Hogwarts. Como es lógico, ni Dumbledore ni Flitwick, alumnos modélicos, habían entrado jamás en aquel lugar en concreto, pero Harry se había saltado las normas en más de una ocasión cuando estudiaba en el colegio. Y por fin acababa de descubrir un secreto que Voldemort y él conocían, pero que Dumbledore no había llegado a vislumbrar.

La profesora Sprout lo devolvió a la realidad al pasar a toda velocidad a su lado, seguida de Neville y media docena de alumnos más, todos provistos de orejeras y transportando enormes plantas en macetas.

—¡Son mandrágoras! —le gritó Neville a Harry por encima del hombro, sin detenerse—. ¡Vamos a lanzarlas al otro lado de los muros! ¡No les gustará nada!

Harry ya sabía adónde tenía que ir, así que aceleró el paso, y Hagrid y
Fang
lo siguieron. Pasaron por delante de un montón de retratos cuyas figuras —magos y brujas ataviados con camisas de gorgueras y bombachos, armaduras y capas— iban también de aquí para allá, apiñándose unos en los lienzos de los otros y transmitiéndose a gritos las noticias recibidas de otras partes del castillo. Al llegar al final del pasillo, todo el colegio tembló y Harry comprendió, al mismo tiempo que un gigantesco jarrón saltaba de su pedestal con una fuerza explosiva, que Hogwarts estaba siendo asolado por sortilegios más siniestros que los de los profesores y la Orden.

—¡Tranquilo,
Fang
! ¡No pasa nada! —gritó Hagrid, pero el enorme perro jabalinero salió huyendo, mientras fragmentos de porcelana saltaban por los aires como metralla. El guardabosques echó a correr tras el aterrorizado animal y dejó solo a Harry.

Empuñando la varita, el muchacho continuó adelante por pasillos que todavía temblaban, y a lo largo de uno de ellos la pequeña figura de sir Cadogan, a quien seguía a medio galope su rechoncho poni, corrió de lienzo en lienzo al lado de Harry, haciendo mucho ruido con la armadura y dándole gritos de ánimo:

—¡Bellacos! ¡Bribones! ¡Villanos! ¡Sinvergüenzas! ¡Échalos a todos de aquí, Harry Potter! ¡Acaba con ellos!

Harry dobló una esquina a toda prisa y encontró a Fred con un grupito de estudiantes, entre ellos Lee Jordan y Hannah Abbott, de pie junto a otro pedestal vacío, cuya estatua ocultaba un pasadizo secreto. Varitas en mano, escuchaban por el disimulado hueco, por si alguien atacaba por ahí.

—¡Menuda nochecita! —gritó Fred.

El castillo volvió a estremecerse y Harry pasó zumbando, eufórico y a la vez aterrorizado. Recorrió otro pasillo y vio lechuzas por todas partes; la Señora Norris bufaba e intentaba atraparlas con las patas, sin duda para devolverlas al lugar que les correspondía.

—¡Potter! —Aberforth Dumbledore se hallaba en medio de un pasillo blandiendo la varita—. ¡Cientos de chicos han entrado en tropel en mi pub, Potter!

—Ya lo sé. Estamos evacuando el castillo. Voldemort…

—… está atacando porque no te han entregado. Ya —replicó Aberforth—, no estoy sordo; lo ha oído todo Hogsmeade. ¿Y a ninguno de vosotros se le ha ocurrido tomar como rehenes a algunos miembros de Slytherin? Hay hijos de
mortífagos
entre los alumnos que habéis enviado a un lugar seguro. ¿No habría sido más inteligente retenerlos aquí?

—Eso no habría detenido a Voldemort. Además, Aberforth, su hermano Albus nunca habría hecho una cosa así.

Aberforth soltó un gruñido y echó a correr en la dirección opuesta.

«Su hermano Albus nunca habría hecho una cosa así.» Bueno, era la verdad, pensó Harry al arrancar a correr de nuevo; Dumbledore, que durante tantos años defendió a Snape, jamás habría tomado alumnos como rehenes…

Entonces derrapó en otra esquina y, con un grito de alivio y furia a la vez, vio a Ron y Hermione, ambos cargados con unos enormes objetos amarillentos, curvados y sucios. Ron también llevaba una escoba debajo del brazo.

—¿Dónde demonios os habíais metido? —les gritó Harry.

—En la cámara secreta —contestó Ron.

—¡¿Dónde…?! —exclamó Harry, y se detuvo sin resuello.

—¡Ha sido idea de Ron! —explicó Hermione, que casi no podía respirar—. ¿Es un genio o no? Cuando te marchaste, le pregunté cómo íbamos a destruir el
Horrocrux
si lo encontrábamos. ¡Todavía no habíamos eliminado la copa! ¡Y entonces a Ron se le ocurrió pensar en el basilisco!

—Pero…

—Claro, algo con lo que destruir los
Horrocruxes
—dijo Ron con sencillez.

Harry observó lo que sus dos amigos llevaban en los brazos: los enormes y curvados colmillos que habían arrancado —ahora lo comprendía— del cráneo del basilisco muerto.

—Pero ¿cómo lo habéis logrado si para entrar ahí hay que hablar
pársel
?

—¡Ron sabe hablar
pársel
! —saltó Hermione—. ¡Demuéstraselo!

Y el chico emitió un espantoso y estrangulado sonido silbante.

—Es lo que dijiste tú para abrir el guardapelo —le dijo a Harry como disculpándose—. Tuve que intentarlo varias veces, pero… —se encogió de hombros, modesto— al final logramos entrar.

—¡Ha estado sensacional! —exclamó Hermione—. ¡Sensacional!

—Entonces… —Harry intentaba atar cabos—. Entonces…

—Ya queda un
Horrocrux
menos —confirmó Ron, y de la chaqueta sacó los restos de la copa de Hufflepuff—. Se lo ha clavado Hermione. Me ha parecido justo que lo hiciera ella porque todavía no había tenido ese honor.

—¡Genial! —exclamó Harry.

—No es para tanto —dijo Ron, aunque se lo veía satisfecho de sí mismo—. Bueno, ¿y tú qué has hecho?

En ese momento hubo una explosión en el piso superior. Los tres levantaron la vista y observaron cómo caía polvo del techo y oyeron un grito lejano.

—He averiguado cómo es la diadema, y también sé dónde está —les explicó Harry precipitadamente—. La escondió en el mismo sitio donde yo guardé mi viejo libro de Pociones, donde la gente lleva siglos escondiendo cosas. Y creyó que sólo él la encontraría. ¡Vamos!

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