Read Havana Room Online

Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (12 page)

—Cuatrocientos mil dólares y un intercambio de propiedades —dijo.

—¿Quién debe pagar los cuatrocientos mil dólares?

—Ellos.

Tres millones de dólares menos cuatrocientos mil era igual a dos millones seiscientos mil del dueño del pulgar que Allison se moría por llevarse a la boca.

—¿Cuál es la otra propiedad?

—Un terreno en Long Island, a ciento cincuenta kilómetros de aquí, en North Fork, que domina el estrecho de Long Island. Una bonita propiedad. Están plantando viñedos y campos de golf por la zona, ya sabes.

Asentí.

—Será mejor que eche un vistazo al contrato.

—Allison dijo que prestarías atención a la letra pequeña.

—Sí.

—¿Vienes aquí todos los días? —preguntó Jay.

—Casi.

—Supongo que te has retirado.

—Podría decirse así. Está bien. Jay, creo que te conviene saber lo siguiente. —Lo miré fijamente a los ojos—. En primer lugar, entrar en un restaurante por la noche no es una buena forma de encontrar un abogado. Por lo que a ti respecta, podría no ser ni siquiera abogado. Lo soy, pero podría no serlo. En segundo lugar, no sabes nada sobre mí. Hace tiempo que no ejerzo, Jay. He tenido un par de contratiempos. Además, no he estado en contacto con la compañía de títulos de propiedad y ya no conozco a nadie en el ayuntamiento. No he estado atento a los pequeños cambios en el lenguaje y no sé si han cambiado los formularios de los impuestos. Estoy desentrenado. Lo que intento decirte. Jay, es que no estoy capacitado para ser tu abogado en esta transacción. Si sólo fuera un pequeño rancho en Long Island estoy seguro de que podría manejarlo. Pero este trato conlleva dos propiedades valiosas y un…

—¿Cuánto quieres? —preguntó Jay. Se desperezaba moviendo los hombros.

—No estoy intentando aumentar mis honorarios, Jay. —Lo miré fijamente—. Estoy intentando ser honrado.

Él frunció el ceño enfadado.

—Chorradas.

—¿Perdón?

—He dicho que eso son chorradas.

—¿Qué quieres decir?

Levantó las manos con las palmas en alto.

—Allison me dijo que habías llevado varias transacciones inmobiliarias importantes, la venta de ese banco de la Cuarenta y ocho. ¿Cuánto fueron, unos trescientos millones? Con toda clase de complicaciones en el régimen de propiedad.

Eso era cierto, pero yo no había dicho una palabra a Allison sobre ello, aunque era fácil averiguarlo por internet.

—¿Tengo razón?

Comprendí que Allison había hecho averiguaciones sobre mí.

—Bueno…

—Bueno, ¿qué? Vamos, Bill, estoy en un jodido lío. ¿Y me vienes con que no estás capacitado? —Se echó hacia delante—. Mira, si de lo que se trata es de dinero, puedo pagarte bien. —Sacó un talonario del bolsillo de su traje—. ¿Quiero pagarte aquí mismo tus servicios y tú rehúsas?

Levanté las manos para interrumpirlo.

—Deja que te haga un par de preguntas.

Él se recostó.

—Dispara.

—¿De quién es el edificio que vas a comprar?

—De una compañía vinícola chilena.

—¿Por qué se ha alargado tanto el trato?

—No lo sé. No ofrecieron lo bastante al principio.

—¿Van a comprar un terreno sin construir en Long Island?

—Sí. ¿Por qué no? Es una bonita propiedad junto al mar. —Jay sonrió complacido—. Dios no va a crear nada más. Van a plantar parras en ella.

—Quieres decir vides.

—Exacto.

—¿Cómo llegasteis al precio?

—Yo tenía pensado un precio por el terreno. Verás, ellos me buscaron. Regateamos hasta llegar a un trato.

—¿No quisiste que te pagaran en efectivo?

—No.

—¿Por qué?

—Bueno. Pensé que era mejor así.

En otras palabras, creía que no era de mi incumbencia.

—¿Podrías haber cobrado todo en efectivo y no quisiste? Me choca.

Él mordió la pajita de su bebida y dijo:

—Quería el edificio. Está en buen estado. Salgo con cuatrocientos mil al contado, así que la vida no puede irme tan mal.

—¿Quién negoció por ti?

—Lo hice yo mismo.

—¿Alguna vez has hecho un trato tan importante?

Él me miró fijamente. Volvió a morder la pajita.

—Me da la impresión de que ellos van a salir ganando —añadí.

—Sí —dijo Jay con aire abatido—. En un mercado favorable podría sacar cuatro millones, pero lo voy a vender por tres.

—¿Por qué tan poco?

Él respiró hondo.

—¿No tenías a nadie que negociara por ti?

—No, no en ese sentido.

Escudriñé su rostro grande y atractivo.

—Tengo la impresión de que te están arrancando el hígado.

—Es bastante dinero —suspiró—. No está tan mal.

—¿Tienes una copia del contrato aquí?

Suspiró de nuevo.

—No. Va a traerlo el vendedor.

—Entonces necesitas un abogado.

—Supongo. —Bajó aún más la cabeza—. Sé que es extraño, Bill. Puedes cobrarme más, lo que te parezca.

Yo aún no estaba interesado en mis honorarios. Pero antes de que pudiera insistir en lo arriesgado que era que firmara un contrato que no había visto, Allison entró en el Havana Room con dos hombres trajeados.

—Hola, chicos.

Presentó al hombre entrado en años como Gerzon, el abogado del vendedor. Éste llevaba dos maletines, y se condujo con decoro y parsimonia mientras me estrechaba la mano y presentaba a su acompañante como Barret, de la compañía de títulos de propiedad. Los empleados de la compañía de títulos de propiedad de Nueva York no hacen gran cosa aparte de hurgar en los archivos del registro de la propiedad, algunos de los cuales se remontan a trescientos años, para asegurarse de que no hay ninguna reclamación, embargo o gravámenes sobre el título, y que la sucesión de propietarios es ininterrumpida. La mayoría de las veces es un trámite sencillo, y se limitan a cobrar por sus servicios y por el seguro del título de propiedad.

Gerzon se volvió hacia Rainey.

—¿Dónde está su abogado?

Me señaló.

—Es él.

Gerzon sonrió al ver mi camisa arrugada y el aspecto poco profesional que ofrecía.

—Disculpe.

Era de esos hombres que dan instrucciones minuciosas a sus sastres, aunque el traje sólo representaba los cimientos de su vanidad. El reloj que llevaba era imperdonablemente vulgar El anillo y los gemelos hacían juego, el cuello de la camisa estaba bien almidonado, y el nudo de la corbata de seda era impecable. Su peluquín también era de buena calidad, aunque nunca lo son lo bastante.

Sin embargo, la inspección fue mutua.

—¿Dónde trabaja? —preguntó.

—Ejerzo de forma privada.

Cejas arqueadas.

—No he oído hablar de usted.

—La ciudad es grande. Hay muchos abogados.

—Entiendo.

No quise que creyera que tenía ventaja sobre mí.

—Bien —dije en cuanto todos nos sentamos—, ¿por qué está vendiendo el edificio de su cliente en el reservado de un restaurante en lugar de en una oficina?

—Es una cuestión de tiempo. —Se encogió de hombros—. No disponemos de él. —Miró a Rainey—. Me dijeron que habría un abogado para asesorar al señor Rainey, de modo que hemos venido. Estamos siendo acomodaticios.

Consulté mi reloj. Las once y veinticinco.

—Si tiene usted que cerrar la venta del edificio a medianoche, diría que quien está siendo acomodaticio es el señor Rainey.

Gerzon se volvió hacia Jay.

—¿Hablamos de quién se está acomodando a quién?

El empleado de la compañía de títulos, profesionalmente atento al tono de los abogados, los interrumpió.

—Escuchen, si no va a haber trato díganmelo, porque podría estar…

—Está bien —dijo Jay—. No perdamos la calma. —Me miró con las cejas arqueadas para pedirme que me relajara—. Hay muchos intereses alrededor de esta mesa, de modo que solucionaremos cualquier problema que se presente y zanjaremos el asunto.

Gerzon sacó varias copias del contrato y se puso unas gafas de montura de concha de tamaño desmesurado. Parecía la clase de hombre que conocía a gente en todas partes y que memorizaba a propósito algunos datos de sus vidas, pero al que en realidad casi nadie conocía, salvo tal vez una ex mujer o la gente que lo había demandado justificadamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó inquieto por la atención que yo le prestaba.

—¿Está especializado en bienes inmuebles?

—Oh, no, no —dijo Gerzon—. Llevo toda clase de casos.

Sonrió dando a entender que la transacción que tenía entre manos era una nimiedad, que le esperaban asuntos mucho más lucrativos, transferencias telegráficas de nueve dígitos procedentes de bancos extranjeros, montones de llamadas telefónicas importantes, ofertas públicas iniciales… un ciclón de oro y grandeza.

Barret repartió copias del informe del título de propiedad del terreno de la costa. Gerzon pasó a estudiarlo. He visto a cientos de abogados leer miles de documentos, y si leen, si realmente leen, aun bajo presión, se quedan completamente inmóviles y toda su energía se vuelca en el documento que tienen en las manos. Gerzon no leía. No parpadeaba al ritmo adecuado. Fingía hacerlo, y eso significaba, sospeché, que estaba muy satisfecho con el trato.

—¿Tiene una tarjeta? —pregunté.

Él levantó la vista.

—Sí, por supuesto. —Sacó una de una caja dorada y me la dio—. ¿Y usted?

—No tengo de las nuevas —respondí.

—Ya —dijo él, sin preguntarme intencionadamente nada más.

Di vueltas a su tarjeta. En ella se leían dos direcciones, las dos reveladoras. La primera estaba al sur de la Quinta avenida, dónde los pisos superiores de los viejos edificios se dividen en pequeñas oficinas, llenos de negocios marginales. Alguien de fuera de la ciudad podría pensar que era una dirección prestigiosa, pero los que vivíamos en ella sabíamos más. La segunda señalaba uno de los innumerables pequeños bloques de oficinas de Long Island. Había estado en esa clase de lugar. Las oficinas no son particularmente lujosas, todo cuadros alquilados y moquetas de pared a pared. Las secretarias son jóvenes, maliciosas y bien remuneradas. Los abogados, normalmente chicos de la zona, algunos de los cuales han trabajado de pasantes en la ciudad, prefieren llevar casos relacionados con transacciones de bienes raíces o con la administración de fincas, por lo general trámites simples que garantizan unos honorarios inmediatos. Los desahucios, las quejas de los inquilinos, el trabajo pro bono, la defensa constitucional de los inmigrantes y las minorías, y los empleos con riesgos de accidente se evitan a toda costa. En ese mundo, los corredores de fincas conocen a los abogados y los abogados conocen a los empleados de la compañía de títulos de propiedad, que a su vez conocen a los banqueros, que son conocidos por todos los grandes contratistas, los cuales tienen relaciones transparentes, constantes y afectuosas con los empleados designados políticamente de las autoridades del agua del condado, así como con los miembros electos del consejo municipal que aprueban los cambios en la división por zonas y las excepciones de la ley. En resumen, la segunda dirección de la tarjeta de Gerzon hacía pensar en una civilización aburguesada y adinerada, asentada hace tiempo, cuyas principales instituciones habían alcanzado renombre mundial sólo en algunas empresas humanas: la puesta a punto de un coche de lujo, la extracción de una glándula prostática para evitar el dolor, el recubrimiento urgente de un césped. Él seguramente vivía allí.

—Bien, caballeros —empecé, con una entonación que hacía años que no utilizaba—, tenemos entre manos una transacción por valor de tres millones de dólares. Se trata de un intercambio de propiedades, con cuatrocientos mil dólares adicionales que debe percibir el señor Rainey. Debido al desembolso de efectivo, en adelante nos referiremos al señor Gerzon como el comprador y al señor Rainey como el vendedor.

—Bien —dijo Gerzon.

—¿Quién va a hacer frente a los gastos de la escritura notarial, los impuestos sobre la transferencia, los recargos de los condados de Suffolk y Kings, la investigación del título de propiedad, los impuestos atrasados que pueda haber en alguna de las dos propiedades y lo que sea que no se me ha mencionado?

—Nosotros —respondió Gerzon.

Me incliné hacia Jay.

—¿Ya lo habéis negociado?

—Se dedujo del precio.

—¿No queda entonces nada por negociar?

Los dos hombres sacudieron la cabeza. Me volví hacia Jay.

—No me necesitas.

—Sí que lo necesita —dijo Gerzon—. Necesita un representante legal para que no pueda echarse atrás y decir que el contrato no sirve porque no lo ha entendido.

—¿Y encuentra en un restaurante a un bromista que resulta que está licenciado en derecho y a usted ya le parece bien?

Señalé las copias del contrato, que aún no había visto.

—¿Ya las has firmado, Jay?

—Aún no —dijo Jay.

Era, me di cuenta, uno de esos hombres corpulentos que necesita moverse continuamente, incapaz de concentrarse en detalles como contratos, que requieren inmovilidad y atención. Al parecer era consciente de ello, porque algo en su mirada esperanzada me dio a entender que se ponía en mis manos.

—Entonces eres consciente de que todavía estás a tiempo de negociar el precio.

—No, no puede —dijo Gerzon.

—Por supuesto que sí. No hay nada firmado. Puede marcharse de aquí e irse al cine.

Gerzon miró a Rainey.

—Le dije que se buscara un abogado, no un perro sarnoso.

—Está bien… —empezó a decir Jay.

—Hemos accedido a cubrir todos los gastos, estamos siendo totalmente acomodaticios —dijo Gerzon.

No me gustaba él ni la situación, pero encendí la lámpara de la mesa y puse el contrato debajo de ella, tratando de hacerme una idea de lo que establecía. Jay adquiría un edificio de lofts de seis pisos en el sur de Manhattan, en la calle Reade, unas manzanas más abajo de Canal, donde las calles discurrían según la anticuada lógica de los caminos para vacas y los senderos de los granjeros. Cuando el World Trade Center se vino abajo, el mercado inmobiliario se volvió extraño. A algunas personas les entró el pánico de que hubiera más terrorismo o contaminación a causa del caldo químico que se elevaba del solar calcinado, y vendieron por poquísimo dinero, mientras que otros se mantuvieron firmes. Si me hubieran avisado con un día de antelación, habría consultado el registro de la propiedad del centro de la ciudad para averiguar cuánto tiempo hacía que el cliente de Gerzon era el dueño de la propiedad, y cuál había sido el precio de coste. Voodoo LLC, una compañía de responsabilidad limitada, iba a intercambiar el edificio por treinta y cinco hectáreas de terreno en el North Fork de Long Island. Adjunto estaba el informe de peritaje de la parcela que mostraba una bonita franja de tierra de treinta metros de ancho que se extendía casi un kilómetro a lo largo del estrecho de Long Island.

Other books

The Bone Tree by Greg Iles
Lonesome Animals by Bruce Holbert
Beyond Blonde by Teresa Toten
Groom Lake by Bryan O
Bloodville by Don Bullis
Cut to the Quick by Joan Boswell
Dead Air by Ash, C.B.