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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (11 page)

Su enfermera entrada en años se acercó a él y le susurró algo.

—¡No me diga eso! ¡Trabaja para mí…!

Sin decir una palabra, se llevó a Lipper, que, como un niño en una sillita, aceptó pasivamente su decisión sin molestarse en decir adiós, impaciente por su próximo encuentro.

Puede que tuviera buenas razones para preocuparme por el monólogo de Lipper —sus vagas referencias a la ilegalidad del Havana Room, las manipulaciones sentimentales de Allison—, pero no lo hice, y no sólo porque sus palabras parecían las divagaciones inofensivas e incluso conmovedoras del viejo propietario de un restaurante que se aproxima a la senilidad. Al fin y al cabo, por mucho que me gustara Allison, no tenía una relación con ella. Después de haber frecuentado mucho el local, los dos sabíamos que en la biografía de ambos había las habituales complicaciones. Yo estaba celoso de que hubiera encontrado a otro tipo, por supuesto, pero al mismo tiempo me alegraba de verla cada día, me contentaba con observarla de lejos colocarse las gafas o ponerse un mechón de pelo detrás de la oreja, cualquiera de los pequeños gestos que hacen las mujeres, y si me hubieran preguntado entonces si estaba conociendo a Allison al menos un poco, habría respondido que sí. Más aún, las horas que pasaba en el restaurante me distraían de tal modo del resto de mi tiempo —en mi horrible apartamento, sintiéndome culpable por Wilson Doan, echando de menos a mi hijo, oyendo subir y bajar las escaleras a mis vecinos, igual de sentenciados que yo— que no tenía motivos para dar más vueltas a la perorata ególatra de Lipper.

Pero todo eso empezó a cambiar una fría noche de finales de febrero cuando, mucho después de que yo hubiera terminado de cenar, Allison se acercó a la mesa 17.

—¿Ya te vas? —preguntó de pie ante mí, con los talones juntos y un tono un poco nervioso.

—Dentro de poco.

Ella consultó su reloj. Eran casi las once.

—¿Hay alguna posibilidad de que te quedes un poco más?

—¿Que me quede?

Ella sonrió.

—Puedo ofrecerte café, copas, postres o cualquier otra cosa de la carta.

Le dije que estaba lleno.

—¿Qué quieres?

Allison tomó aire.

—¿Recuerdas que te dije que había conocido a un tipo?

—Sí. Querías meterte su pulgar en la boca.

—Bueno, pues se llama Jay Rainey, y me ha llamado hace un rato, y necesita un abogado.

—El listín está lleno de abogados, Allison.

Ella sacudió la cabeza.

—No, Bill, necesita uno esta noche.

—¿Esta noche?

—Necesita uno ahora mismo.

—¿Por qué? ¿Le han detenido?

Ella se sentó a mi mesa, lo que era poco habitual, teniendo en cuenta que el restaurante estaba lleno.

—Está relacionado con… bueno. Jay ha estado tratando de comprar un edificio en el centro y el vendedor es un gilipollas, supongo, y ha sido muy difícil tratar con él, y en fin, ahora el vendedor dice que si no firman el contrato a las doce de esta noche, no hay trato.

Sacudí la cabeza.

—Es un farol.

—Eso es lo que yo también he pensado, pero Jay dice que el vendedor habla en serio. Tiene algo que ver con los impuestos o algo así, y…

—¿No tiene un abogado Jay?

—Ése es el problema. Tenía previsto llamar a su abogado cuando los papeles estuvieran listos, pero no antes, y esta noche el vendedor va y le presenta el contrato.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

Ella abrió mucho los ojos.

—Tres millones de dólares, creo.

No mucho. Una cantidad pequeña, tratándose de Manhattan.

—¿Ya han llegado a algún tipo de acuerdo?

—Supongo.

—Jay no debería firmar nada bajo esa clase de presión.

—Yo también lo he pensado —dijo Allison, que no tenía un pelo de tonta.

—Pero quiere desesperadamente el edificio, ¿no?

—Supongo que sí. Además, creo que el vendedor le ha insistido para que un abogado eche un vistazo al contrato.

Probé mi café, sintiéndome extrañamente abatido.

—¿El abogado no quiere darle tiempo para que alguien revise el contrato y sin embargo insiste en que alguien lo revise?

—Lo sé, es una locura. Pero ¿lo harás?

—No puedo.

—¿Por qué?

—Por muchas razones. En primer lugar, necesita solicitar una búsqueda del título de propiedad y un peritaje. Normalmente hay que hacer ajustes fiscales. Algunos de esos grandes edificios de apartamentos en régimen de cooperativa tienen unas condiciones fiscales muy complicadas. Reducciones, fondos en fideicomiso y demás. No he hablado con el abogado del vendedor, no he visto el informe del título de propiedad, no tengo tiempo para hacer ningún cálculo, no tengo una secretaria que archive documentos… vamos, es una locura.

—¿Echarías un vistazo al menos a los documentos?

—Puedo hacerlo, pero eso no significa nada, Allison.

Ella se dispuso a levantarse.

—Pero ¿lo harás?

—Te repito que es una locura.

—Te instalaré en el Havana Room.

Eso no me lo esperaba.

—¿El lugar del que no me has hablado?

—Sí.

—¿Va a estar abierto esta noche?

—Ha dice que está preparado.

—¿Para qué?

Sacudió la cabeza. No iba a decírmelo. Aún no, de momento.

—Será mejor que tengas cuidado, podría gustarme estar ahí dentro.

—Sí —dijo Allison—. A la mayoría de la gente le gusta.

* * *

Unos minutos después crucé detrás de Allison la puerta de la placa de latón con la tarjeta amarilla, y bajé una escalera curva de mármol —conté diecinueve escalones—, y no quedé decepcionado cuando llegué al pie de la escalera y entré en un espacio largo y oscuro iluminado por candelabros de pared de luz amarillenta. En la barra de caoba y en los reservados había grupos de hombres hablando en voz baja. La decoración no había cambiado gran cosa en cien años. Habían dejado los viejos percheros, la escupidera de latón llena de paraguas extraviados, el suelo picado de baldosas blancas y negras. Allison me instaló en uno de los reservados del fondo, el más privado, y dijo al anciano camarero que me trajera lo que yo quisiera.

—Enseguida vuelvo —dijo.

Ansioso, inspeccioné el espacio. Fiel al nombre de la sala, en la pared del fondo había estantes con cientos de pequeñas cajas de puros de calidad —Cohiba, Montecristo, Miguel— y bajo el techo prensado, cada reservado estaba decorado con un cuadro de la Cuba prerrevolucionaria, debajo del cual había una pequeña lámpara, por si era necesario examinar algo de más cerca. También proporcionaban bolígrafos, blocs de notas y ceniceros, cada uno con el nombre del restaurante grabado en letras doradas. Sin embargo, en las servilletas se leía «HAVANA ROOM» en pequeñas letras azules. Los reservados no resultaban tan cómodos como el resto del bar pero eran mejores, puesto que sólo había ocho, y el respaldo del asiento que los dividía era tan alto que no oías la conversación del de al lado. Bueno, eso no es del todo cierto. Me llegaron unas cuantas frases de un diálogo en torno a doscientos millones de dólares en bonos malasios y cómo esa noche, amigos, «en este preciso momento», estaba mejorando su clasificación crediticia. Y reparé en dos cincuentones corpulentos con bonitos trajes que examinaban con gran interés la radiografía de la rodilla de alguien. Uno de ellos llevaba un enorme anillo de campeón en la mano.

Entretanto, arrastrando los pies a través de la oscuridad llena de humo, se acercó el camarero, anciano y distante, que dio instrucciones al barman, un tipo impecable y de aspecto cansado que trabajaba sin hacer ningún comentario ni ser consciente, al parecer, del enorme desnudo de ojos negros tendido que se hallaba encima de él. No podías dejar de mirar el cuadro; encerrada en su pesado marco dorado, la mujer desnuda tenía una expresión tan recatada como lasciva, haciendo señas en la inmovilidad de las pinceladas a través del tiempo y de la imposibilidad carnal a todos los que llegaban: la selección de almas que habían desfilado en ciento cincuenta años, entre las cuales me encontraba yo. «Sé lo que quieres», decían sus ojos, y me avergoncé de mirarla fijamente, de modo que me dediqué a examinar la polvorienta estantería que se extendía a lo largo de la pared de enfrente de la barra; en ella había un ejemplar completo del Código Legal del estado de Nueva York de 1966, un pequeño volumen de poesía irlandesa, una obra de referencia sobre pájaros de América del Norte, un estudio con muchas anotaciones del impacto ambiental de un centro turístico costero en Florida que se había encargado realizar antes de su construcción, varias de las historias navales de Teddy Roosevelt, una Biblia del rey Jacobo I, las tablas de mareas del puerto de Nueva York de 1936 a 1941, un manual del propietario de un Corvette de 1967, y una serie de novelas pornográficas ambientadas en el Hong Kong de los años setenta y protagonizadas por un banquero británico. Esos restos fortuitos de hojas quebradizas confirmaban la impresión de que la sala estaba tan abarrotada de los fragmentos y los vestigios de vidas perdidas que uno permanecía en el anonimato en ella; salvo cuando pasaban la fregona sobre las puntas de los puros y las moscas muertas, a nadie parecía importarle lo que pasara, siempre que pagaras y te mostraras civilizado. El lavabo de hombres del fondo era un ataúd verde tan sorprendentemente mal cuidado que rayaba en lo repugnante.

Sin embargo toda esa falta de interés parecía atraer a la clientela, porque en el mundo hay demasiados lugares limpios y bien iluminados para hacer negocios, entre ellos la sala de conferencias, el campo de golf y la suite de hotel. Cada uno tiene sus ventajas. Pero hay ciertos tratos para los que son perjudiciales la luz del sol, una agenda impresa y un zumo con bollos en la oficina. Como las colonias de insectos y las plantas trepadoras, esas intrigas necesitan un poco de humedad y oscuridad para prosperar. Los hombres del Havana Room, advertí, generalmente sólo tenían contacto visual con los demás miembros de su grupo, y no daban muestras de la sociabilidad propia de la profesión de vendedor o representante. En lugar de eso, se encorvaban y miraban ceñudos, volviendo la cabeza hacia los que pasaban con furtiva y disimulada irritación. No les vi utilizar ningún móvil ni ordenador portátil, que, si no estaban expresamente prohibidos, supuse que eran vistos con desdén. En esa habitación las tecnologías en auge eran las fanfarronadas, las muecas y los largos silencios. Un encogimiento de hombros podía rendir millones o reducir a ceniza el trabajo de toda una vida.

Allison volvió a entrar en la sala a las once y unos minutos, seguida de un hombre gigantesco con una gran mata de pelo negro y espaldas anchas. Giraba la cabeza al andar para abarcar con la mirada toda la sala.

—¿Bill? —dijo Allison—. Éste es Jay Rainey.

El hombre me tendió una de sus enormes manos y me encontré frente a una cara cordial e inescrutablemente atractiva.

Allison se volvió hacia mí, me pareció que con los ojos un poco desorbitados, y dijo:

—Bill está dispuesto a echar un vistazo a los documentos.

—Estupendo —dijo Jay—. El abogado del vendedor y el tipo del título de la propiedad estarán aquí a las once y media.

—Veré lo que puedo hacer. No prometo nada.

Él asintió con cierta indiferencia, teniendo en cuenta que yo era el que lo ayudaba, luego se excusó y se acercó a la barra. Se hallaba en esa fase de transición en que se deja de ser joven. Tenía unos treinta y cinco vigorosos años, y era ancho de pecho, pero no hasta el extremo de un culturista sino más bien como un ejemplo natural de una proporción superior. Más tarde averigüé que se obligaba a hacer trescientas flexiones cada mañana, no tanto para estar en forma como una prueba de voluntad diaria. Como una forma de defensa contra la desesperación. Parecía pesar mucho sin ser grueso, como si estuviera hecho de una materia más densa, más complicada. No te imaginabas derribándolo fácilmente. Su fuerza provenía de la tierra, la clase de fuerza bruta que sirve para levantar, escalar y otras actividades, como sin duda Allison había tenido oportunidad de averiguar.

—Háblame de ti. Jay —dije cuando volvió.

—Soy básicamente un… bueno, compro un poco aquí y vendo un poco allá. —Sonrió—. Nada muy grande, sólo lo que se presenta. Se trata de un buen edificio. Tiene un par de inquilinos, pequeñas compañías que pagan alquileres decentes, y un buen ascensor. Y creo que puedo añadir un piso en la azotea, una especie de ático.

Uno puede convencerse a sí mismo de lo que sea, por supuesto.

—Tres millones, me ha dicho Allison.

—Sí.

—¿Tienes abogado?

Jay asintió.

—Sí, sí, pero está de viaje y el vendedor ha insistido en cerrar el trato esta noche.

—¿Ha visto el contrato tu abogado?

—No.

—¿No ha podido enviárselo por fax el vendedor?

Él asintió ante lo razonable de la pregunta.

—Pregunté en su oficina si podía hacerlo, pero mi abogado está en Asia, y para cuando se despierte será demasiado tarde.

Hice un sonido agradable, como si esa explicación fuera totalmente lógica, aunque no lo era, porque pocos abogados que tienen tratos con Asia llevan también pequeñas transferencias inmobiliarias en Manhattan, donde tres millones es, como he dicho, una cantidad irrisoria, y a menos que hubieran cambiado los husos horarios, en esos momentos era media mañana en Extremo Oriente.

—¿Qué me dices de la búsqueda del título de propiedad? —pregunté—. No se puede comprar una propiedad sin un título.

—La he solicitado yo mismo. Como he dicho, espero al hombre esta noche.

—¿Y el peritaje? —pregunté, refiriéndome al plano oficial de los límites y la situación de la propiedad.

—Ya lo tengo.

—¿Has hecho examinar el edificio?

—Sí.

—¿Tienes un informe escrito?

Él abrió el maletín y sacó el informe de un ingeniero. Lo hojeé. Según él, el edificio tenía suerte de estar en pie y sería un montón de ruinas la próxima vez que alguien cerrara una puerta de un portazo. Pero los informes sobre edificios viejos son siempre así.

—Entonces necesitamos un contrato, un título, los formularios de impuestos y transferencia, y algo de dinero. Lo que nos lleva a la cuestión de cómo piensas pagar. ¿Vas a recurrir a un banco?

—No.

—¿Todo al contado?

—No, en realidad es un poco creativo.

Esperé sin decir nada.

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