Heliconia - Invierno (13 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Era, no obstante, un hombre observador. En sólo dos días había descubierto que el menor de sus hermanos no estaba en buenos términos con su esposa. Tal vez no fuera más que una desavenencia pasajera. Pero Fashnalgid ofreció su simpatía a la mujer. Y cuanto más le hablaba, más se olvidaba de su determinación de reformarse. Desplegó todo su talento. La encandiló con exageradas anécdotas sobre los atractivos de la vida militar mientras la tocaba, le sonreía, le expresaba una pena fingida que tampoco debía fingir del todo. Finalmente ganó su confianza y se convirtió en su amante. Algo absurdamente fácil.

¡Qué modo irracional de comportarse!

Incluso en la destartalada casa paterna de dos plantas era imposible que algo así se mantuviera en secreto. Intoxicado de amor, o de algo parecido, Fashnalgid empezó a actuar con total indiscreción. Llenaba a su nueva amiga de absurdos regalos: una hamaca de mimbre, una cabra bicéfala, una muñeca vestida de soldado, un cofre de marfil tallado con versiones manuscritas de leyendas ponipotánicas, una pareja de pecubeas en una jaula dorada, una figurilla de un hoxney con cara de mujer, un juego de naipes de marfil con incrustaciones de nácar, piedras pulidas, un clavicordio, cintas, poemas y hasta un cráneo fósil de madi con ojos de alabastro.

Traía músicos de la aldea para que le ofrecieran serenatas.

Por su parte, la mujer, extasiada ante el primer hombre de su vida que no sabía nada de plantar patatas o pellamontes, bailaba desnuda para él en su terraza, con los brazaletes y pulseras que le había regalado como único atavío, cantándole el indómito zyganke.

No podía durar. La lúgubre atmósfera rural no podía tolerar semejante exuberancia. Una noche, los dos hermanos de Fashnalgid decidieron arremangarse, irrumpieron en el nido de amor, machacaron el clavicordio e hicieron volar a Harbin fuera de la casa.

—¡Abro Hakmo Astab! —gruñó éste. Ni siquiera a los rudos trabajadores de la hacienda se les permitía emplear en voz alta una expresión tan ruin.

Fashnalgid se puso de pie en la oscuridad, sacudiéndose el polvo. La cabra bicéfala le mordía los pantalones.

Bajo la ventana de su anciano padre, Fashnalgid se dio a vocear una sarta de insultos y súplicas:

—Tú y madre habéis tenido un feliz pasar, maldita sea. Vuestra generación consideraba el amor como un acto de voluntad. «La voluntad nos distingue del animal; el amor, del desamor», dijo el poeta. De todos modos te has casado de por vida, ¿me oyes, viejo tonto? Pues mira, las cosas ya no son como antes. Ahora la voluntad ha dado paso al clima…

»Hoy en día has de pillar el amor no bien se presente… ¿No estabas obligado como padre a hacerme feliz? ¿Eh? Respóndeme, viejo chiflado. Si tan condenadamente feliz has sido, ¿por qué no he heredado ni una pizca de tu talante? ¿Qué más me has dado? ¿Por qué he de sentirme siempre tan infeliz? No hubo respuesta desde la casa a oscuras. Una muñeca vestida de soldado salió volando de una de las ventanas y le dio en la cabeza.

Más le valía regresar a su regimiento en Askitosh. Pero las noticias corrían como reguero de pólvora entre las familias de hacendados y el escándalo persiguió a Fashnalgid. Para colmo de desgracias, el mayor Gardeterark era tío de aquella a la que había seducido, la misma que no hacía mucho bailaba desnuda en su terraza mientras cantaba el indómito zyganke. En adelante, la situación de Harbin Fashnalgid en el regimiento se haría cada vez más precaria.

Pero éste no despilfarraba todo su dinero en bebida y mujeres; también lo apasionaban los libros extraños. Poco a poco había ido extrayendo de ellos pruebas en contra de la Oligarquía, descubriendo cómo durante los soñolientos siglos otoñales se había afianzado en el continente septentrional el autoritarismo. En cierta ocasión, había encontrado entre los trastos viejos del altillo de un anticuario una lista de titularidad de haciendas uskuti sobre cierto impuesto anual; la de los Fashnalgid era una de ellas. Estas fincas habían «efectuado cesiones a la Oligarquía». No se especificaba nada más.

Fashnalgid cumplía con sus obligaciones militares sin dejar de darle vueltas a aquella frase. Con el tiempo se convenció de que él mismo estaba incluido en la parte cedida.

Rememoró, entre juergas y borracheras, algunas de las cosas de las que se vanagloriaba su padre. ¿Acaso no afirmó una vez que había visto al Oligarca en persona? Nadie lo había visto nunca. No había retratos suyos. Por más que se esforzase, la única imagen del Oligarca que le venía a la mente a Fashnalgid era la de un par de garras prendidas a las tierras de Sibornal.

Una tarde, liberado de sus deberes en la guarnición, ordenó a su asistente que le ensillase el hoxney y cabalgó furiosamente hasta la hacienda paterna.

Sus hermanos le gruñeron corno canes cimarrones. Todo lo que alcanzó a ver de la luz de su amor fue un brazo que desaparecía a la fuerza detrás de una puerta. La reconoció por los brazaletes que pendían de su adorada muñeca. ¡Cómo tintineaban cuando ella bailaba!

Su padre estaba echado en un diván, arropado bajo las mantas. Su estado apenas le permitía responder a las preguntas del hijo. Divagaba y se perdía en dilaciones. Con tristeza, Fashnalgid se vio retratado en las mentiras y los meandros de su padre. El anciano insistía en que había llegado a ver a Torkerkanzlag II, el Supremo Oligarca. Esto habría ocurrido cuarenta años atrás, cuando su padre era aún un muchacho.

—Los títulos son arbitrarios —dijo el anciano—. Están ahí para ocultar los nombres reales. La Oligarquía es secreta, y los nombres de sus Miembros se mantienen en el más estricto secreto; nadie debe conocerlos. Mira, ni siquiera se conocen entre ellos… Asimismo…

—¿O sea que nunca has visto al Oligarca en persona?

—Nadie afirmó que lo había visto. Pero se trataba de una ocasión especial, y él estaba en la sala contigua. El mismísimo Oligarca. Así nos lo dijeron entonces. Sé que estaba allí, y siempre lo he sostenido. En cuanto a su aspecto, podría ser una langosta gigante con las pinzas tendidas al cielo, pero el caso es que allí estaba aquel día…, y si yo hubiese abierto la puerta, lo habría visto, con sus pinzas y todo…

—Padre, ¿qué hacías allí? ¿Qué ocasión tan especial era ésa?

—Colina Icen, la llaman. Ya lo sabes, la colina Icen. Todos saben dónde está, y sin embargo los Miembros de la Oligarquía no se conocen entre sí. La discreción es importante. Recuérdalo, Harbin. Para los niños la honestidad, para las niñas la castidad, para los hombres la discreción… Como solía decirme mi abuelo: «En Sibornal hay algo más que un brazo en cada manga». Y no estaba errado del todo.

—¿Cuándo estuviste tú en la colina Icen? ¿Cediste parte de esta hacienda a la Oligarquía? He de saberlo. —Hay algo, muchacho, que se llama deber. La vida no se reduce a obsequiar a las mujeres con muñecas y poesías. La cesión significaba protección inmediata para la hacienda. Mira hacia el futuro: el invierno está a las puertas. Yo ya me siento viejo. La seguridad.,. No tienes por qué preocuparte. Esto fue acordado antes de que tú nacieras. Yo era alguien entonces, más de lo que te podrías… Tú ya deberías haber alcanzado el grado de mayor pero, por lo que sé de los Gardeterark… Por eso me comprometí a hacer ingresar a mi primogénito en el ejército del Oligarca, en defensa de aquella acta estatal, cuando yo…

—¿O sea que todavía no había nacido y ya me habías vendido al ejército? —preguntó Fashnalgid.

—Harbin, Harbin, los hijos ingresan en el ejército. Por caballerosidad. Y por piedad. La piedad es eso, Harbin. Es lo que nos enseñan en la iglesia.

—¿Me vendiste al ejército? ¿Exactamente a cambio de qué?

—Tranquilidad de conciencia. Deber cumplido. Seguridad, corno te decía, aunque no me escucharas. Tu madre estaba de acuerdo. Pregúntaselo a ella. Fue idea suya.

—Escrutadora Bendita.,. —Fashnalgid se sirvió un trago. Mientras lo apuraba garganta abajo, el padre se incorporó en su diván y dijo con voz distante:

—Me hicieron una promesa.

—¿Qué clase de promesa?

—El futuro. La seguridad de nuestra hacienda. Harbin, yo mismo fui un Miembro durante muchos años. Es por eso que acordé tu ingreso en el ejército. Es un honor; una buena, una digna carrera. Deberías acercarte más al joven Gardeterark…

—Me vendiste. Padre, vendiste a tu hijo como si fuera un esclavo… —sollozaba. Abandonó la casa corriendo. Sin mirar atrás, cabalgó y cabalgó, poniendo tierra de por medio con el sitio en el que había nacido.

Pocos meses después se encontraba estacionado en Koriantura, donde, a las órdenes de su enemigo, el mayor Gardeterark, debía preparar un recibimiento caliente a las tropas victoriosas de Asperamanka.

Por lo que se sabía, Sibornal siempre había estado más unido que el revoltillo de naciones que formaban Campannlat. Las naciones del Norte tenían sus diferencias pero seguían siendo capaces de limarlas ante cualquier amenaza externa.

Los siglos más templados habían sido especialmente benévolos con Sibornal. Freyr ocupaba el firmamento desde principios de la primavera del Gran Año y no se había puesto jamás, permitiendo que las regiones septentrionales experimentasen un desarrollo precoz. Ahora que el Gran Año tocaba a su fin, la Oligarquía debía ocuparse de retener como fuera las riendas del poder… y arrojar sobre el continente su propia versión de la oscuridad.

Tanto la Oligarquía como el pueblo llano comprendían que el invierno, implacable en su avance, podía hacer trizas el orden social con la misma facilidad con que reventaría las tuberías heladas. Los inconvenientes del frío, la escasez de alimentos, podían conducir fácilmente al colapso de la civilización. Tras Myrkwyr, es decir, en sólo un par de años, un manto de oscuridad y hielo cubriría la tierra por tres siglos y medio: era el Invierno Weyr, la época en que Sibornal se convertía en pasto de los vientos polares.

Campannlat se colapsaría bajo el aluvión invernal. Sus naciones no estaban en condiciones de colaborar. Pueblos enteros volverían a sumirse en la barbarie. A pesar de sufrir unas condiciones mucho más duras, Sibornal sobreviviría gracias a la planificación racional.

Siempre en busca de consuelo, Harbin Fashnalgid comenzó a relacionarse con sacerdotes y santones. La Iglesia era un remanso de saber. Allí descubrió la respuesta a la supervivencia del continente. Tan obsesionado estaba con el exilio virtual de las propiedades paternas, de aquellos campos y bosques que sus hermanos cultivaban, que la respuesta se le apareció con la fuerza de una revelación. No era la tierra firme la que salvaría a Sibornal en el momento crítico.

El inmenso continente estaba a tal extremo cubierto de hielo que en la práctica quedaba reducido a una estrecha franja de tierra bañada por el mar. Y era allí, en el mar, donde se escondía la salvación de Sibornal. Las aguas frías contenían más oxígeno que las cálidas. Con la llegada del invierno, los mares rebosarían de vida. Gracias a las sólidas cadenas alimentarias marinas no les faltaría sustento, incluso cuando las fincas familiares de las que había sido arrojado se encontrasen bajo una espesa capa de hielo.

Pero la imponente marcha de la historia pesaba como una loza sobre Fashnalgid. El estaba acostumbrado a pensar en períodos de días o décimos, no en décadas o centurias. Luchó contra su propensión a la bebida y repartió el tiempo entre sacerdotes y prostitutas. Un Sacerdote Servidor adscrito a la capilla militar de los cuarteles de Askitosh se convirtió en su confidente y a él le confesó un día Fashnalgid el odio que profesaba por la Oligarquía.

—También la Iglesia odia a la Oligarquía —respondió el sacerdote con suavidad— y sin embargo trabajan juntos. Iglesia y Estado siempre han de permanecer unidos. Tú aborreces a la Oligarquía porque, a través de sus presiones, te ha obligado a ingresar en el ejército. Pero los defectos del carácter bajo el cual te afanas son tuyos, y no de la Oligarquía, ni del ejército.

«Celebra los aspectos positivos de la Oligarquía. Celebra su continuidad y su benévolo poder. Suele decirse que la Oligarquía nunca duerme. Alégrate de que vigile nuestro continente.

Fashnalgid guardó silencio. Tardó un rato en comprender por qué lo había alarmado esta respuesta. Se le ocurría que «benévolo poder» era un binomio intrínsecamente contradictorio. A pesar de ser uskuti, sentía que lo habían vendido a la servidumbre militar. Y si la Oligarquía no dormía nunca debía ser, por definición, inhumana y, por tanto, igual de antagónica a la humanidad que los phagors.

Sólo más tarde comprendió que el sacerdote había hablado de la Oligarquía en términos parecidos a los que podría haber empleado para referirse a Dios Azoiáxico. También el Azoiáxico era admirado por su continuidad y su benévolo poder. También el Azoiáxico vigilaba el continente. ¿Y no solía decirse que la Iglesia jamás dormía?

A partir de aquella charla, Fashnalgid dejó de frecuentar los templos, reafirmándose más que nunca en su visión monstruosa de la Oligarquía.

La Guardia Principal del Oligarca se había librado de acompañar a Asperamanka en su expedición punitiva al norte de Campannlat. No obstante, pocas semanas después recibía órdenes de desplazarse a Koriantura para controlar la frontera.

Fashnalgid se había atrevido a preguntar al mayor Gardeterark las razones de este traslado.

—La Muerte Gorda se está extendiendo —dijo bruscamente el mayor—. Supongo que no nos interesa que estallen desórdenes en las ciudades, ¿verdad? —Tanto le desagradaba su subordinado que en lugar de mirarlo a los ojos clavaba la mirada en su mostacho.

Aquella última noche en Askitosh la pasó Fashnalgid en compañía de su favorita, una mujer llamada Rostadal que vivía en un altillo a pocas calles de los cuarteles.

A Fashnalgid le gustaba Rostadal y también sentía lástima por ella. Era una desplazada. Provenía de una aldea del norte. No poseía nada. Ni creencias políticas o religiosas, ni amistades, y sin embargo se las ingeniaba para ser agradable y dar a su pequeño cuarto de alquiler un aire hogareño.

De pronto, Fashnalgid se sentó en la cama donde yacían y dijo:

—Tengo que irme, Rostadal. Sírveme un trago. —¿Qué pasa?

—Tú sírveme un trago. Es el peso de la desdicha. No puedo quedarme.

Sin una queja, ella dejó la cama y le trajo un vaso de vino que él apuró de inmediato.

Ella lo miraba:

—Dime lo que te preocupa.

—No puedo. Es demasiado terrible. El mundo está lleno de maldad.

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