Heliconia - Invierno (9 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

»A medida que un ejército avanza, la búsqueda de comida se le hace más trabajosa que la propia marcha. Tenemos que moler nuestro grano, pero en estas regiones apenas si hay pastos salvajes y shoatapraxis. Tenemos que recorrer la zona en busca de leña para nuestros hornos. Además, los hornos han de montarse. Tenemos que apacentar y dar de beber a los yelks… ¿Comprendes ahora por qué tuvimos que abandonar Isturiacha? Tenemos la historia en contra.

—Bien, pues a mí no me importa —dijo ella—, ¿Por qué me cuentas todo lo que comen las bestias? ¿Acaso soy un animal? Podéis moriros de hambre, todos vosotros, por lo que me concierne. Os habéis embriagado con sangre y ahora lo hacéis con yadhal.

—No creían —siguió Luterin en voz baja— que fuera lo bastante bueno para el combate, así que en Koriantura me pusieron a cargo del forraje. ¡Vaya insulto para el hijo de un Guardián de la Rueda! Puede que tuviera que aprenderme esas cifras, mujer, pero algo obtuve de ellas. Comprendí su verdadero significado. Año a año se acorta la época del cultivo, al paso de un día al principio y otro al final. Este verano ha sido decepcionante para los granjeros. La hambruna invade el istmo de Chalce. Ya verás. Todo esto lo sabe Asperamanka. Piensa lo que quieras de él, pero no es ningún tonto. Al partir, éramos once mil hombres. Ésta ha sido la última expedición de semejante magnitud.

—Eso significa que mi continente estará por fin a salvo de vuestra odiosa injerencia sibish.

Luterin volvió a reír.

—La paz tiene un precio. Un ejército que avanza es como una plaga de langostas, y las langostas se mueren si no encuentran comida en su camino. Aquel asentamiento pronto quedará aislado. Está condenado.

»El mundo se vuelve cada vez más hostil, mujer. Y nosotros gastamos los escasos recursos que nos quedan…

Luterin se estiró junto al cuerpo rígido de la joven, con la cabeza hundida entre los brazos. A punto de sucumbir al sueño y la bebida, se alzó una vez más para preguntarle cuántos años tenía. Ella se negó a contestar. Él le propinó un golpe en la cara. Entre sollozos, ella admitió tener trece años y un décimo. Es decir, dos décimos menos que él. —Joven para ser viuda —comentó Luterin con cierto deleite—. Y… no creas que te librarás tan fácilmente de mí mañana a la noche. Ya no soy el oficial a cargo del forraje. Mañana a la noche no habrá charla, mujer.

Toress Lahl no respondió nada. Permaneció despierta, impasible, con la vista miserablemente clavada en las estrellas. A medida que el amanecer de Batalix se fue aproximando, algunas nubes velaron el cielo. Entonces pudo escuchar el quejido de los moribundos. Durante la noche, la plaga se había cobrado otras doce vidas.

Pero por la mañana, los supervivientes se levantaron y se desperezaron como de costumbre. Animados, bromearon con sus camaradas mientras hacían cola delante de los carromatos del pan. Una pieza de dos libras para cada uno, recordó la muchacha con amargura.

No había soldado en aquella larga caravana de regreso a casa que pudiera decir que se divertía. Sin embargo, es probable que todos intentasen disfrutar a su modo de la rutina de plantar y levantar campamento, de la camaradería, de la sensación de que ganaban terreno y de la circunstancia de estar en un sitio distinto cada día. El simple hecho de dejar atrás una fogata en cenizas y de encender otra nueva, la imagen de las llamas jóvenes alimentándose de ramas y hierba seca, bastaban para aliviar su fatiga.

Estas actividades, y la alegría que generaban, eran tan antiguas como la humanidad. De hecho, algunas actividades eran aún más antiguas, puesto que la conciencia humana se había elevado, vacilante como las jóvenes llamas de las hogueras, sorteando los peligros de su primera gran peregrinación hacia oriente, cuando el hombre abandonó Hespagorat junto con la protección de la raza ancipital y su condición de animal doméstico.

Y aunque el viento del norte, llegado de las regiones circumpolares de Sibornal, helase el aire, los soldados lo recibían con familiar simpatía, y se sentían a gusto pisando ese suelo. Los oficiales estaban menos animados que la tropa. A la soldadesca en general le bastaba con haber sobrevivido a la batalla y estar camino de casa, cualquiera que fuese la bienvenida que le aguardaba allí. Para quienes se dedicaban a pensar más seriamente, la cuestión se complicaba. Por un lado, el régimen de Sibornal se hacía cada vez más estricto de fronteras para adentro. Por el otro, ellos pertenecían a un ejército victorioso.

De Asperamanka para abajo, la oficialidad no cesaba de hablar de victoria. Pero debido a la terrible enantiodromía que atenazaba el mundo, debido a la inevitable y constante conversión de cada cosa en su opuesto, el triunfo empezaba poco a poco a saber a derrota; una derrota de la que se retiraban con unas cuantas cicatrices, una lista de bajas y varias bocas más que alimentar.

Además, para acentuar esta opresiva sensación de fracaso, la Muerte Gorda se había instalado entre ellos y los acompañaba a paso ligero.

Durante la primavera del Gran Año fue la fiebre de los huesos la que acabó diezmando poblaciones enteras y redujo a los supervivientes a meros esqueletos ambulantes. En el otoño del Año sería la Muerte Gorda la encargada de volver a diezmar la población, aunque esta vez sus víctimas cobraron un nuevo aspecto, más compacto. Los hombres podían llegar a comprender todo esto y más, y lo aceptaban con fatalismo. Pero el solo sonido de la palabra «plaga» bastaba aún para encogerles el pecho. En momentos así, todos desconfiaban del vecino.

Al cuarto día de marcha, las unidades más adelantadas toparon con uno de los dos mensajeros fletados por Shokerandit. Yacía boca abajo al fondo de una hondonada, con el tronco desgarrado como quien ha sido atacado por un animal salvaje.

Los soldados formaron un gran círculo en torno al cadáver. No podían dejar de mirarlo. Al llegar Asperamanka, también él quedó absorto en la espeluznante escena. Luego le dijo a Shokerandit:

—Esa silenciosa presencia viaja con nosotros. No hay duda de que son los phagors los que transmiten la peste, y así nos castiga el Azoiáxico por habernos asociado con ellos. No calmaremos su ira hasta haber matado a todos los phagors que marchan con nosotros.

—¿Una nueva matanza? ¿No podríamos dejar que los ancipitales se perdieran en la espesura, Arcipreste?

—¿Y permitir que se multipliquen y se hagan fuertes contra nosotros? Tú ocúpate de tus asuntos, mi joven héroe, que yo me ocuparé de los míos. —Varias arrugas surcaron con gravedad el alargado rostro del Arcipreste, que continuó:—Ahora es aún más necesario que nuestro mensaje llegue al Oligarca cuanto antes. Han de enviarnos algún tipo de asistencia. Quiero que seas tú el que se adelante a Koriantura y entregue personalmente mi mensaje para que desde allí sea transmitido al Oligarca. Que te acompañe alguien de confianza. ¿Lo harás?

Luterin hundió la vista en el suelo como cuando estaba en presencia de su padre. Estaba acostumbrado a obedecer órdenes.

—Me tendrás sobre la silla de montar en menos de una hora, señor.

El enojo que siempre parecía anidar bajo las cejas de Asperamanka, encendiéndole los ojos, se hizo presente mientras miraba a su subordinado.

—Piensa que podría estar salvando tu vida al encomendarte esta misión, alférez teniente Shokerandit. Por otra parte, quizá cabalgues y cabalgues para descubrir que la silenciosa presencia ya ha llegado a Koriantura.

Y después de hacer la Señal de la Rueda sobre su frente con un dedo enguantado, dio media vuelta y se fue.

III - LA RESTRICCIÓN DE LAS PERSONAS EN SITUACIÓN DE RESIDENCIA

Koriantura era una ciudad de gran riqueza y magnificencia. El suelo de sus palacios estaba pavimentado de oro y las cúpulas de sus casas de placer estaban recubiertas de porcelana.

Su principal iglesia de la Paz Formidable ocupaba un lugar central frente a los desembarcaderos, a los que la ciudad debía gran parte de su opulencia. La exuberante y lujosa decoración del templo contrastaba con el espíritu austero del dios al que servía. —Nunca permitirían tanta belleza en Askitosh —se ufanaban sus fieles.

Incluso en los barrios más pobres, desplegados al pie de las colinas, podía tropezar la mirada con algún interesante detalle arquitectónico. Esta afición ornamental que desafiaba la pobreza surgía de repente en un inesperado soportal, en un estrecho patio coronado por una fuente, en el vuelo de barrotes forjados de un balcón, toques capaces de dignificar incluso a los espíritus más vulgares.

Indudablemente, se daba en Koriantura la misma división de opiniones y riqueza que en todas partes. Digno reflejo de ello era, por ejemplo, la distinta acogida de sus ciudadanos a la erupción de carteles con que las imprentas de la Oligarquía estaban inundando las poblaciones de Uskutoshk. En los barrios más pudientes, la última proclama podía provocar un «¡Oh, qué idea tan ingeniosa!», mientras que al otro lado de la ciudad se escuchaba por único comentario un «¡Eh, mira con lo que salen ahora estos chiflados!».

La mayoría de las ciudades fronterizas suelen ser sitios desoladores, donde lo peor de una cultura se toca con lo más vil y despreciable de la vecina. Pero Koriantura era una excepción. A pesar de haberse llamado Utoshki en una fase temprana de su historia, nunca había sido del todo, como su antiguo nombre podía sugerir, una típica ciudad de Uskutoshk. Poblada en parte por exóticas gentes del este, venidas sobre todo del Alto Hazziz y de Kuj-Juvec, más allá del golfo de Chalce, poseía una exuberancia impensable en las restantes urbes de Sibornal. Esta energía latía en su arquitectura y en sus artes.

«En Koriantura el pan es caro —rezaba un dicho—, porque las localidades de ópera son baratas.»

Además, Koriantura estaba emplazada en una importante encrucijada. Por una parte apuntaba hacia el sur, hacia el Continente Salvaje, y —con guerra o sin ella— sus mercantes solían recalar con asiduidad en puertos pannovaleses como el de Dorrdal. Pero también se encontraba en el extremo opuesto de la concurrida ruta marítima que la unía a la lejana Shivenink y a esos inmensos graneros que eran Carcampan y Bribahr.

Por fin, Koriantura era una ciudad muy antigua cuyos lazos con el pasado remoto no se habían roto. Todavía podían encontrarse en las tiendas de antigüedades de sus callejuelas documentos y libros que hablaban en lenguas olvidadas de costumbres y modos de vida perdidos. Cada callejón parecía conducir al pasado. Koriantura había podido evitar muchos de los desastres que afectan a las poblaciones fronterizas. A sus espaldas se levantaban los montes que anunciaban la larga cadena de sierras que a su vez formaban el rellano de las Montañas Circumpolares, donde la capa de hielo hincaba sus mil dientes con gélida furia. Al frente, se extendía por un lado el mar; por el otro, una profunda escarpa obligaba a aquellos que llegaban a la ciudad desde las yermas estepas de Chalce a escalarla. Nunca un ejército hostil de Campannlat que hubiera sobrevivido a la dura marcha a través de las estepas había podido superar esta barrera.

Koriantura podía resistir fácilmente cualquier ataque menos el del inminente invierno.

A pesar del numeroso personal militar que vivía en Koriantura, éste no había logrado convertirla en una ciudad-guarnición. Aquí prosperaban el comercio pacífico y las artes, a las que el comercio rendía tributo a regañadientes. Y ésta era una de las razones por las que vivía aquí la familia Odim.

El establecimiento de los Odim se extendía a lo largo de uno de los embarcaderos del muelle de Climent. No muy lejos estaba la vivienda familiar, en un barrio ni muy elegante ni muy desharrapado. Al finalizar la jornada laboral, Eedap Mun Odim, principal sostén de la nutrida familia Odim, supervisó la salida de sus empleados, se aseguró de que los hornos estuvieran en orden y las ventanas bien cerradas y se retiró por una puerta lateral con su primera consorte.

Besi Besamitikahl, la vivaz primera consorte, sostenía varios paquetes mientras Odim se demoraba en ponerle el cerrojo a la puerta de su local. Una vez satisfecha su labor, Odim se volvió hacia Besi y le sonrió con dulzura.

—Ahora cada cual irá por su lado y nos veremos en casa.

—Sí, mi señor.

—Ve rápido e intenta evitar a los soldados.

Ella partió hacia la esquina. Sólo tenía que girar y ya estaría en la calle de la Colina. Él, en cambio, iba a la iglesia local, en dirección opuesta.

Eedap Mun Odim era de edad mediana y se conservaba en forma. Con la barba metida dentro de la chaqueta de ante, avanzó ampulosamente con esa especie de pavoneo que ni siquiera el viento conseguía moderar. Llegó a la iglesia a tiempo para el servicio, tal como hacía cada tarde después del trabajo. Allí, al igual que el resto de la congregación de buenos uskutis, postróse ante Dios Azoiáxico. Se trataba de un servicio bastante breve. Mientras tanto, Besi Besamitikahl había llegado a la casa de los Odim, donde llamó a la puerta para que el vigilante la dejase entrar.

La casa de los Odim era la última de la calle que desembocaba en el muelle de Climent. Desde sus ventanas superiores se podía ver el puerto y, detrás, el mar de Pannoval. Prósperos mercaderes originarios de Kuj-Juvec habían construido la casa dos siglos atrás. Para evitar al máximo los elevados aranceles que en Koriantura gravaban el suelo, cada una de las cinco plantas de la casa era mayor que la inmediata inferior. Debajo del techo el espacio era amplio; esta planta ofrecía las mejores vistas. En cambio la planta baja era mínima y apenas había sitio para el recibidor y un hosco vigilante y su perro. Una estrecha escalinata caracoleaba edificio arriba. En las numerosas y mal ventiladas habitaciones del segundo, tercero y cuarto piso se alojaba la numerosa y afectada parentela de los Odim. La planta superior pertenecía a Odim, a su mujer y a sus hijos. Aunque había nacido en esta misma casa, Eedap Mun Odim era un típico kuj-juvecino. El origen de Besi era más difícil de establecer.

Besi era huérfana y no recordaba nada de sus padres; corrían rumores de que era hija de una esclava de la lejana Dimariam. Había quien decía que esta esclava acompañaba a su amo en su peregrinación a la sagrada Kharnabhar cuando éste la abandonó en la calle al enterarse de que estaba embarazada. Ya fuera verdadera o falsa (solía comentar Besi alegremente), la historia tenía un retintín de verdad. Esas cosas ocurrían.

La pequeña Besi se las ingenió para sobrevivir bailando en aquellas mismas calles en las que su madre había sido abandonada. Su arte para la danza llegó a oídos de un dignatario en camino a la corte del Oligarca en Askitosh. Tras sufrir una serie de vejaciones por parte de este hombre, Besi se escondió en una cuba vacía de aceite de morsa y logró huir de la casa en la que estaba encerrada con otras mujeres.

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