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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (23 page)

Un pequeño racimo de icebergs se había acumulado a popa. Parecía sencillo saltar la borda por la proa y llegar hasta la costa sin siquiera mojarse los pies. Guardaban esta cala dos grandes peñascos, uno de ellos de mayor altura que los mástiles del barco, hendiendo las mareas. Seguramente eran el producto de remotas explosiones volcánicas, aunque no se observaba en aquellas tierras nada que indicase la vehemencia de un volcán. La costa ofrecía un paisaje de acantilados bajos, tan ruinosos que parecían un muro semiderruido a cañonazos; por encima de éstos se extendía un páramo de color mostaza, y el viento helado que soplaba desde allí hizo lagrimear a la pareja de observadores. Parpadeando para quitarse las lágrimas, Shokerandit volvió a fijarse en el peñasco más grande. Estaba seguro de haber visto algo que se movía. De pronto, dos phagors aparecieron en la distancia, alejándose de la costa con su extraño andar deslizante. Se dirigían hacia un grupo de otros cuatro, visible ahora sobre una elevación, y arrastraban consigo algún tipo de animal muerto. Nuevos phagors surgieron de detrás del peñasco para recibir a los cazadores.

Aquella mañana, la partida original de trece phagors se había encontrado con otro grupo, más numeroso, en el que se contaban también esclavos huidos y cuatro phagors que habían servido de bestias de carga en las fuerzas de la Oligarquía. Su número se elevaba ahora a treinta y seis. Mantenían un fuego encendido en una concavidad de la roca que miraba hacia tierra, y en él pensaban asar los flambregs que los cazadores habían lanceado.

Toress Lahl miró a Shokerandit con pánico.

—¿Nos atacarán?

—Sienten una profunda aversión al agua pero podrían acercarse por la lengua de arena y abordarnos fácilmente. Será mejor que busquemos algún tripulante en condiciones. Rápido.

—Al ser los primeros en caer víctimas de la Muerte Gorda, seguramente habremos sido los primeros en recuperarnos.

—Veamos qué armas encontramos para defendernos.

La búsqueda a bordo los horrorizó. El barco se había convertido en un matadero. Los resultados de la plaga eran aterradores. Quienes pudieron encerrarse en los camarotes habían enfermado, y en algunos casos habían muerto en absoluta soledad, o bien se habían matado entre sí. No quedaban animales vivos a bordo y sus restos eran presas codiciadas. En la gran bodega ocupada por los familiares de Odim predominaba el canibalismo. De sus veintitrés miembros, dieciocho habían muerto, casi todos a manos de sus parientes. Quedaban cinco con vida: tres todavía padecían la demencia de la enfermedad y desaparecieron al ser llamados; sólo dos jóvenes mujeres pudieron hablar. Mostraban los claros efectos de la metamorfosis. Toress Lahl las llevó hasta el seguro gabinete en el que se habían ocultado ella y Luterin.

Las hachas de las salas de tripulantes estaban en su sitio. De abajo llegaban sonidos de animales y un peculiar estribillo no paraba de sonar.

Él vio la incisión de su amada.

Oh, qué visión desolada…

Oh, qué visión desolada…

En una alacena a proa descubrieron los cuerpos de Besi Besamitikahl y la anciana abuela. Besi yacía boca arriba, con los ojos abiertos y una expresión de estupor congelándole el rostro. Ambas estaban muertas.

En la bodega de proa tropezaron con algunas cajas de aspecto sólido que habían permanecido intactas mientras la desgracia asolaba la nave.

—Bendito sea: rifles —exclamó Shokerandit. Abrió la primera caja. Debajo de unas arpilleras, envueltas con cuidado en delgado papel, aparecieron ante su vista las piezas de una vajilla completa de fina porcelana, cada una de ellas decorada con agradables escenas domésticas. Otro tanto ocurrió con las restantes cajas. La porcelana era finísima, de calidad superior. Odim la llevaba para regalársela a su hermano en Shivenink.

—No creo que esto vaya a mantener alejados a los phagors —dijo Toress Lahl, riendo a medias.

—Algo tendrá que hacerlo.

El tiempo pareció detenerse mientras revisaban el bergantín teñido en sangre. Estaban en el pequeño verano, de modo que las horas diurnas de Batalix prolongaban la luz. Freyr no solía estar muy arriba ni muy abajo del horizonte. El viento frío soplaba sin cesar. En una ocasión, trajo consigo un sonido semejante al de un trueno.

Después del trueno, silencio. Sólo el monótono vaivén del mar, el golpeteo ocasional de las pequeñas masas de hielo contra la madera del casco. Luego volvió a tronar, esta vez de manera clara y continua. Shokerandit y Toress Lahl intercambiaron miradas de asombro, incapaces de imaginar qué podía producir aquel ruido. Pero los phagors lo comprendieron sin necesidad de pensar. Para ellos, el rumor de una manada de flambregs en marcha era inconfundible.

A orillas del casquete de hielo polar vivían millones de flambregs. Su descendencia cubría las Regiones Circumpolares. De todos los países de Sibornal, era Loraj el que ofrecía a los flambregs los mejores territorios, con sus grandes forestas de robustos árboles eldawon y un paisaje de suaves y bajas colinas y lagos. Los flambregs, al contrario de los yelks, eran algo carnívoros y solían cazar aves y roedores. Su dieta principal, que consistía en líquenes, hongos y hierbas, se complementaba con corteza. También comían un indigesto musgo al que las primitivas tribus de Loraj que los cazaban llamaban musgo de flambreg. Este musgo contenía un ácido graso que protegía sus membranas celulares de los efectos del frío, permitiendo a las células un funcionamiento normal a las más bajas temperaturas.

Una manada de más de dos millones de cabezas se acercaba a la costa. No era especialmente numerosa: en Loraj había concentraciones bastante superiores. Esta manada, procedente de un bosque de eldawones, corría casi paralela al mar, y la tierra temblaba bajo el redoble de sus multitudinarias pezuñas.

Los phagors comenzaron a mostrar cierto nerviosismo. Suspendieron sus sencillas operaciones culinarias; poseídos por una incertidumbre más propia de los humanos, iban y venían, oteando el horizonte.

Podían elegir entre dos vías de escape. O bien subían hasta la cima del gran peñasco o atacaban y se adueñaban del barco. Cualquiera de ellas los salvaría de la estampida, que se aproximaba velozmente.

La manada contaba con una avanzada muy particular. Por encima de los lomos de los animales revoloteaba una nube de mosquitos, decididos a extraer sangre de aquellas lanudas narices. Los mosquitos eran a su vez enemigos de una mosca del tamaño de una avispa reina. Esta mosca se había adelantado y hendía rauda el aire como una flecha. De pronto, saliendo de la nada, se posó hábilmente entre los ojos de uno de los phagors. Era una mosca atigrada.

Inesperadamente, el grupo de ancipitales entró en pánico. Corrían de un lado a otro. El individuo en cuya cara se había posado la mosca giró y se lanzó hacia el peñasco. Chocó contra la roca, aplastando la mosca, y después, medio inconsciente, se tumbó.

El resto se reunió para establecer un plan de acción. Algunos de los phagors del grupo más reciente llevaban consigo un pequeño y arrugado talismán, un antepasado en estado tether. Este reducido símbolo de sí mismos, este ilustre y apolillado tatarastallun, prácticamente queratinizado por completo, estaba todavía a uno o dos pasos del no-ser. La débil chispa que latía en su interior parecía servir para concentrar sus intentos de raciocinio. La comprensión abandonó sus córnex. Comulgaban. La corriente de sus pálidos córnex entró en tether.

De una zona de absoluta blancura emergió un espíritu, no mayor que un conejo. El que era su descendiente dijo para adentro:

—Oh sagrado antepasado que te integras en la tierra, henos aquí en grave peligro a orillas del mundo sumergido. Las Bestias-que-fuimos corren hacia aquí y nos aplastarán. Fortalece ahora nuestros brazos, aléjanos del peligro.

La figura queratinizada les transmitía, a través de sus córnex, imágenes que los ancipitales conocían bien, imágenes que se sucedían velozmente, una tras otra. Imágenes de las Regiones Circumpolares, con su hielo, sus lodazales, sus bosques sombríos y resistentes; así como de la vida que, incluso allí, a orillas del casquete polar, no cesaba de reproducirse. Un casquete polar más extenso que nunca, ya que por entonces Batalix era el único señor de los cielos. Imágenes de criaturas encantadas, ocultas en cuevas, aliadas con ese espíritu inconsciente llamado fuego. Imágenes de los humildes Otros, domesticados. Terroríficas imágenes del errante Freyr que, jaspeado de negro, descendía a través de las octavas aéreas, arácnido gigante, estremecedor de éderes. La retirada de la hermosa T'Sehn Hrr, que antaño plateara los cielos serenos. Los Otros, quienes, al descubrirse Hijos de Freyr, huirían llevándose a hombros el inconsciente espíritu fuego. Muchos, muchos ancipitales muertos, en inundaciones, en llamas, en combate con los Hijos de Freyr, de simiescas cejas.

—Id a prisa, recordad enemistades. Retiraos a la seguridad de la cosa de madera que flota en el mundo sumergido, matad a todos los Hijos de Freyr. Protégeos allí de la estampida de las Bestias-que-fuimos. Sed valientes. Sed grandes. ¡Mantened los cuernos en alto!

La vocecita se replegó hacia regiones ignotas y los phagors agradecieron al tatarastallun con un ronco chirrido gutural.

Obedecerían sus palabras. Puesto que la voz era suya y era también de ellos, y no había ninguna diferencia. El tiempo y las opiniones no tenían sitio en sus pálidos córnex.

Avanzaron lentamente hacia el barco varado.

La nave era para ellos una entidad extraña. El mar los aterraba. El agua los tragaba y extinguía. Recortado contra la naranja en brasas de Freyr, que roncaba apenas por debajo del horizonte en espera de poder surgir de aquel mismo mar hambriento, el barco parecía dormir.

Los phagors apretaron sus lanzas y se aproximaron con recelo al Nueva Estación.

Bajo sus pasos, la arena crepitaba. Mientras tanto, sus crispadas orejas se mantenían pendientes del sonido tronante de la estampida.

Hacia un lado se arracimaban los icebergs, apenas más grandes que el runt pegado a su gillot. Algunos icebergs se habían deslizado a las bandas del navío; otros, como silos poseyese una misteriosa voluntad, describían lentas y complicadas figuras en la calma superficie del mar, espectrales bajo la media luz, reflejándose en el agua como visiones de tether.

Al estrecharse el banco de arena, la comitiva de ancipitales tuvo que estrechar a su vez la fila, hasta que al frente quedaron dos stalluns. El barco cernía sobre ellos su enorme silueta inmóvil.

De pronto, bajo los pies de los stalluns empezaron a romperse y quebrarse cosas. Intentaron detenerse, pero los que venían detrás los empujaron: más roturas y estridencias. Mirando hacia abajo, pudieron ver unos delgados fragmentos blancos y comprobaron que aquella blancura quebradiza cubría todo el camino hasta el navío.

—Hay hielo y se rompe —se dijeron unos a otros, empleando el continuo presente del Ancipital Nativo—. Hacia atrás o caemos en el mundo sumergido.

—Debemos matar a todos los Hijos de Freyr, corno está dicho. Seguid.

—No podemos hacerlo si el mundo sumergido los protege.

—Hacia atrás. Cuernos en alto.

Agazapados detrás del pasamano del Nueva Estación, Luterin Shokerandit y Toress Lahl pudieron ver cómo sus enemigos volvían a ganar la costa y buscaban refugio en el peñasco.

—Podrían volver. Hay que poner este barco a flote cuanto antes —dijo Shokerandit—. Veamos quiénes han sobrevivido.

Toress Lahl sugirió:

—Antes de alejarnos de la costa, deberíamos matar algunos flambregs, si se nos acercan lo suficiente. De lo contrario, todos moriremos de hambre.

Intercambiaron una mirada de inquietud. No podían evitar pensar que navegaban con un cargamento de muertos y desquiciados.

Con las espaldas contra el mástil principal, gritaron los dos a un tiempo y su llamada se perdió más allá del desierto de agua y tierra. Tras una pausa, llegó hasta ellos un grito de respuesta. Volvieron a dar voces.

Del castillo de proa salió, trastabillando, un hombre. Había sufrido la metamorfosis y mostraba la típica silueta de tonel de los supervivientes. Casi no le cabía k ropa y sus huesudas facciones se habían ensanchado, estirándolo curiosamente en sentido horizontal. A duras penas reconocieron en él a Harbin Fashnalgid.

—Me alegro de que estés vivo —dijo Shokerandit, yendo hacia él.

El transformado Fashnalgid alzó la mano a modo de advertencia y se sentó pesadamente en la cubierta.

—No te me acerques —dijo. Se cubría la cara con ambas manos.

—Si estás en condiciones, necesitamos ayuda para volver a botar el barco —dijo Shokerandit.

Sin levantar la vista, el capitán estalló en risas. Shokerandit vio la sangre reseca que le manchaba las manos y la ropa.

—Deja que se recupere —dijo Toress Lahl.

Al oírla, Fashnalgid emitió una áspera carcajada y se puso a gritarles:

—¡Deja que se recupere! ¿Cómo puede recuperarse un hombre? ¿Y por qué habría de hacerlo?… He pasado estos últimos días comiendo arang crudo…, sí, y hasta he matado a un hombre por esa carne… Las entrañas…,, todo… Y ahora me encuentro con que Besi ha muerto. Besi, la más querida, la más honesta de todas… ¿Para qué quiero recuperarme? Lo que quiero es estar muerto.

—Pronto te sentirás mejor —dijo Toress Lahl—. Apenas la conocías.

—Siento lo de Besi —dijo Shokerandit—, pero tenemos que poner en marcha el barco.

Fashnalgid le clavó la mirada:

—¡Siempre el mismo conformista! Pase lo que pase, harás lo que se espera que hagas. Por lo que a mí respecta, el barco puede podrirse. —¡Estás borracho, Fashnalgid! —Luterin se sentía moralmente superior a aquella abyecta figura.

—Besi ha muerto. Es todo lo que importa —dijo Fashnalgid tumbándose sobre cubierta.

Toress Lahl se acercó a Shokerandit. Se alejaron juntos, siempre agazapados.

Cogieron hachas de incendio para entrar en los camarotes y empezaron a bajar.

Al llegar Shokerandit al final de la escalerilla, un hombre desnudo se abalanzó sobre él. Shokerandit dobló una rodilla y el hombre se aferró a su cuello. Era un familiar de Odim. Gruñía y arañaba, más como un animal enloquecido que como un ser humano, sin llegar a hacer ningún intento coherente de dominar a su oponente. Shokerandit golpeó con sus nudillos los ojos del hombre, estiró el brazo y empujó con fuerza. Cuando el atacante estuvo en el suelo, le pateó el estómago, le saltó encima y lo inmovilizó.

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