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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (25 page)

Puesto que estaba dentro de los límites del trópico meridional, aquella parte de Loraj era bastante fértil. Detrás de la costa se extendía una resplandeciente región de bosques, lagos, ríos y tierras bajas a la que el hombre apenas había accedido. Y detrás de aquella región, cubriendo la inmensa franja que precedía el casquete polar, se alzaban las vetustas forestas de eldawones y caspiarnos.

En la orilla, algunas focas lorigueras, rugieron al pasar junto a ellas los pasajeros y tripulantes del Nueva Estación, pero no ofrecieron resistencia alguna cuando éstos las mataron a golpes. La técnica consistía en golpear con un remo justo por debajo de la mandíbula del animal, allí donde su garganta estaba más desprotegida. De este modo se bloqueaban sus vías respiratorias y la foca moría sofocada. Se trataba, pues, de un proceso algo lento y los pasajeros desviaron la mirada para no ver a las pobres bestias revolverse en su agonía. Mientras, sus congéneres intentaban ayudarlas gimoteando lastimosamente.

Las cabezas de las focas estaban protegidas por un acorazamiento con forma de yelmo. Se trataba de la adaptación de unos atávicos cuernos, ya que las focas habían sido en tiempos remotos animales terrestres a los que el helado Invierno Weyr había empujado a los océanos. Esta adaptación protegía sus ojos y orejas, y también su cráneo.

En cuanto el grupo de humanos se alejó de las focas moribundas, una serie de peces hexápodos emergieron de las olas y escalaron la escarpada pendiente del guijarral. Iban en busca de las focas agonizantes, a las que empezaron a arrancar jirones de adiposa carne.

—¡Eh! —gritó Shokerandit, ahuyentándolos.

Los peces se dispersaron y fueron a refugiarse bajo las rocas. Shokerandit había logrado herir a uno. Cogiéndolo, se lo enseñó a Odim y Fashnalgid.

El pez medía poco menos de un metro. Sus seis «patas» tenían aspecto de aletas. De la base de su mandíbula en forma de fanal colgaban unos bigotes carnosos. Mientras sacudía la cabeza, chasqueando las fauces, sus velados ojos grises se clavaron en su captor.

—¿Veis esta criatura? Es un pez imbornal —dijo Shokerandit—. Pronto ganarán la costa de a miles. La mayoría sirve de comida a las aves; los que sobreviven cavan túneles en la tierra para protegerse. Con el tiempo, durante el Invierno Weyr, llegan a ser más largos que las serpientes.

—Son gusanos de Wutra, así se les llama —terció el capitán—. Será mejor que lo tires, señor. No sirven ni como comida de marineros.

—Los lorajanos los comen.

El capitán respondió, desafiante pero sereno: —Señor, los lorajanos los consideran una exquisitez, es cierto. Pero aun así son venenosos. Los lorajanos los cuecen con un liquen venenoso, y se dice que los dos venenos se anulan el uno al otro. Yo mismo he probado este plato hace unos años, señor, una vez que naufragué frente a estas costas. Pero sigo aborreciendo la visión y el sabor de esas cosas y desde luego no quisiera que mis hombres alimentaran con eso su tripa.

—De acuerdo. —Shokerandit devolvió al mar el pez imbornal, que todavía se agitaba.

Arriba, volando en círculos, chillaban los trupiales y otras aves. Después de carnear a toda prisa seis de las focas lorigueras, los marineros cargaron las tajadas en el esquife. Los depredadores se harían cargo de los restos.

Toress Lahl lloraba en silencio.

—Regresa al bote —dijo Fashnalgid—. ¿Por qué lloras?

— Éste es un sitio horrible —dijo la mujer, escondiendo el rostro—. Unas cosas con patas salen del mar y los seres vivos se comen entre sí.

—Así es el mundo, señora. Sube a bordo.

Regresaron remando a la nave seguidos por los pájaros, que chillaban y chillaban.

El Nueva Estación izó las velas y su proa comenzó a cabalgar las aguas tranquilas en dirección a Shivenink. Toress Lahl quiso hablar con Shokerandit pero éste la apartó; Fashnalgid y él tenían asuntos que resolver. De modo que la mujer permaneció junto a la borda, oteando, con una mano en la frente, la línea oscilante de la costa.

Odim se le acercó.

—No tienes por qué entristecerte. Pronto estaremos a salvo en el puerto de Rivenjk. Allí nos recibirá mi hermano y podremos descansar y recuperarnos de los golpes recibidos.

Ella volvió a sentir los ojos llenos de lágrimas:

—¿Crees en algún dios? —le preguntó, volviendo hacia él un rostro surcado por las lágrimas—. Has debido de sufrir tanto en este viaje… Odim esperó un instante antes de responder:

—Querida señora, hasta ahora, había vivido toda mi vida en Uskutoshk. Me comportaba como un uskuti. Creía corno un uskuti. Me conformaba…, es decir, honraba regularmente a Dios Azoiáxico, el Dios de Sibornal. Ahora que me he alejado de aquel lugar, o que he sido, digamos, apartado de él, veo claramente que nunca fui un uskuti. Y lo que es más: no creo en absoluto en Dios. Al perderlo, sentí que me aliviaba de un peso. —Y se golpeó el pecho con gesto elocuente.—A ti puedo confesártelo puesto que no eres uskuti.

Ella señaló la costa cada vez más lejana:

—Este odioso lugar…, esas horrendas criaturas…, todo lo que me ha ocurrido…, mi esposo, muerto en combate.,., este espantoso y miserable barco… Es como si todo empeorase, lentamente, año tras año… ¿Por qué no habré nacido en primavera? Oh, lo siento, Odim, no suelo hablar así…

Tras una pausa, Odim le dijo con tono amable:

—Lo comprendo. También yo me he sentido desgraciado, despojado. Mi mujer, mis hijos, mi querida Besi… Pero el pauk me permite hablar con el espectro de mi mujer, y ella me consuela. ¿Acaso tú no buscas en el pauk a tu esposo, señora?

Ella respondió en voz baja:

—Sí, sí, bajo en busca de su gossi. Pero él no es como yo deseo. Me consuela y dice que debería buscar la felicidad con Luterin Shokerandit. Tanta indulgencia…

—¿Y bien? Luterin es un joven agradable, por lo que he podido ver y oír.

—Nunca podré aceptarlo. Lo odio. El mató a Bandal Eith. ¿Cómo aceptar a su verdugo? —dijo ella, sorprendida por su propia furia.

Odim encogió sus amplios hombros:

—Sí su propio espectro te lo aconseja…

—Pero yo soy una mujer de principios. Quizá sea más fácil perdonar cuando se está muerto. Todos los espectros hablan con la misma voz, la dulce voz de la decadencia. Será mejor que abandone el hábito del pauk… No puedo aceptar al hombre que me ha esclavizado, por más tentadoras que sean sus promesas. Nunca. Sería algo odioso.

Odim apoyó una mano en el hombro de la mujer:

—Todo se ha vuelto odioso para ti, ¿verdad? Sin embargo, tal vez te convendría pensar como yo que una nueva vida se abre ante nosotros, ante los exiliados. Yo ya tengo veinticinco y cinco décimos: ¡no soy ningún pollo! Tú eres bastante más joven. Según parece, el Oligarca habría comparado el mundo con una cámara de torturas. Pero esto sólo es así para quienes creen en ello. Mira, mientras estábamos en la orilla, matando aquellas focas, ¡sólo seis de las miles que había!, me asaltó el presentimiento de que me estaba moldeando para la estación invernal de un modo maravilloso. Por un lado, había ganado peso; por el otro, me había despojado del Azoiáxico… —Odim suspiró.—No me resulta fácil expresar conceptos profundos. Los números se me dan mucho mejor. Como sabes, no soy más que un mercader. Pero esta metamorfosis que hemos sufrido… es tan maravillosa que debemos, debemos, intentar vivir en armonía con la naturaleza y con su generosa contabilidad.

—O sea que debo someterme a Luterin, ¿no es eso? —dijo ella, clavando en él su mirada franca.

Una sonrisa iluminó un extremo de la boca de Odim:

—Señora, también Harbin Fashnalgid parece mirarte con buenos ojos.

Mientras reían, Kenigg, el único hijo vivo de Odim, corrió hasta él y lo abrazó. Odim se agachó y besó al niño en la mejilla.

—Eres una persona increíble, Odim, de verdad lo creo —dijo Toress Lahl, palmeando su mano.

—También tú lo eres… Pero trata de no serlo demasiado para la felicidad. Es un viejo dicho Kuj-Juvecino.

Ella asintió, y una lágrima le brilló en el ojo.

El tiempo empeoraría cerca de las costas de Shivenink, país estrecho y compuesto casi en su totalidad por una cadena montañosa, la cordillera de Shivenink, de la que había tomado el nombre. Las montañas separaban a Loraj de Bribahr.

Los shiveninkis eran pacíficos, temerosos de Dios. Su ira se había diluido en los furores ectónicos originales que habían conformado la cordillera. Protegidos por aquella inmensa fortaleza natural, habían construido un artefacto en el que se conjugaban su santidad y determinación características: la Gran Rueda de Kharnabhar. Esta rueda se había convertido en un símbolo, ya no únicamente para Sibornal sino también para el resto del planeta.

Grandes ballenas elevaron sus prominentes cabezas para observar la entrada del Nueva Estación en aguas de Shivenink, pero una serie de repentinas ráfagas de nieve acabó ocultándolas, al tiempo que sacudía la nave.

A bordo, los problemas se habían multiplicado. El viento soplaba a través de las barandillas y el mar había regado la cubierta; el bergantín se balanceaba a uno y otro lado como poseído por la furia. Envueltos en una especie de oscuridad —a pesar de que Freyr amanecía—, los marinos se encaramaron a los flechastes. Se movían con torpeza en sus nuevos cuerpos metamorfoseados. Treparon al peñol, empapándose, luchando contra el agua que calaba sus huesos. Una vez desligadas las reticentes velas, regresaron a una cubierta bañada sin cesar.

Puesto que la tripulación había quedado reducida, Shokerandit, Fashnalgid y algunos de los parientes de Odim ayudaban a manejar las bombas de achique. Las bombas estaban en la zona media de la nave, justo debajo del palo mayor. Cada bomba admitía ocho hombres, cuatro por lado. Esta zona de la cubierta principal era la más castigada por el mar y muchas veces el agua cubría a los que bombeaban. Los hombres maldecían y luchaban, las bombas gruñían corno abuelos, las olas golpeaban con fuerza.

Veinticinco horas después, el viento había amainado, el barómetro se estabilizó, las olas redujeron su altura. La nieve caía en silencio, borroneando la costa. Aunque no se distinguía nada de la franja de tierra, podía sentirse su presencia, corno si algo inmenso yaciese allí, a punto de despertar de un antiguo y pedregoso sueño. A bordo, el silencio corroboraba esta sensación. Todos buscaban sin encontrarlo un hueco en la tupida cortina de nieve.

El día siguiente trajo consigo una mejoría, un paréntesis de calma en la orquestación de los elementos.

Las ráfagas de nieve fueron alejándose sobre la alfombra verde del agua y Batalix apareció brillando en lo alto. La inmensa masa dormida empezó entonces a hacerse visible, lentamente al principio, mostrando sólo partes de su grupa.

El barco quedó reducido a la dimensión de un juguete ante una imponente serie de bastiones azul verdosos cuyos picos se perdían entre las nubes. Estos bastiones se fueron desplegando a medida que el barco, nuevamente impulsado a toda vela, avanzaba hacia el oeste. Enormes cabos, cada uno mayor que el anterior, se internaban en el agua. A nivel del mar, unos pilares de gigantescas proporciones que parecían haber sido esculpidos por una conciencia creadora sostenían crestas rocosas talladas casi a pico. Aquí y allá, racimos de árboles se aferraban a las salientes de la roca, mientras que blancas nervaduras de nieve destacaban los contornos horizontales de cada promontorio.

Embutidas entre los cabos se avistaban profundas ensenadas, cajones en los que las montañas guardaban sus reservas de penumbra y tormenta. Allí donde chocaban las corrientes y contracorrientes, blancas aves revoloteaban en círculos. Extraños sonidos y resonancias surcaban las aguas desde las cavidades ocultas, posándose en las mentes de los humanos como la sal que les aclaraba los labios.

El sol penetraba con sus inconstantes rayos aquellas gargantas de piedra, revelando al fondo cataratas de hielo azulado, grandes cascadas congeladas quién sabe hasta cuándo, nacidas de las altas cunas de rocas, hielo, granizo y viento que las nubes cubrían casi eternamente.

Luego, una bahía más amplia que las demás. Un golfo flanqueado por negras paredes de roca. A la entrada, encaramado a un peñasco inalcanzable incluso para las olas más osadas, un faro. Este signo de presencia humana subrayaba aún más la soledad del paisaje. El capitán asintió y dijo:

—Es el golfo de Vajabhar. Podríamos hacer escala en la misma Vajabhar: se alza como un colmillo en el maxilar inferior del golfo.

No obstante, mantuvieron el rumbo, y el inmenso macizo de estribor pareció acompañarlos.

Más tarde, la masa continental se hizo todavía más voluminosa; navegaban en aguas de la península de Shiven. Debían rodearla para llegar al puerto de Rivenjk. La península no tenía ensenadas, promontorios ni otros accidentes. Era casi roma. Pero lo más notable era su tamaño: hasta los marinos se apiñaban en silencio en sus ratos libres para admirar su monumentalidad.

Las elevadas laderas de Shiven estaban cubiertas de vegetación. Grandes enredaderas colgaban en el aire como un remedo de las numerosas cascadas que iniciaban su caída y jamás la culminaban, presa de los vientos que barrían sus diáfanos esfuerzos. En ocasiones, las nubes se abrían y dejaban al descubierto la gran testa de roca nevada que se perdía en el cielo. Se trataba del extremo meridional de una cadena montañosa que se curvaba hacia el norte para encontrarse debajo del casquete polar con una serie de enormes mesetas de lava.

A pocas millas de distancia de la nave, la cresta de la península ya ascendía a una milla y cuarto por encima del nivel del mar. Mucho más elevadas que cualquier pico de la Tierra, las montañas de Shivenink competían en escala con el Alto Nyktryhk de Campannlat. Constituían uno de los grandes espectáculos de este planeta. Envuelta en sus propias tormentas, rodeada por unas condiciones climáticas exclusivas, la gran cadena se hacía esquiva a los ojos del hombre, mostrándose sólo a aquellos afortunados que la rodeaban por mar.

Iluminada por los rayos casi horizontales de Freyr, la formación se vestía de luces y sombras sobrecogedoras. Para los viajeros, todo era nuevo, reluciente. El solo hecho de contemplar aquel paisaje titánico levantaba su ánimo. Sin embargo, lo que tanto los sorprendía ahora era antiguo, incluso desde el punto de vista de la vida del planeta.

Aquellas alturas habían surgido hacía cuatro mil millones de años, tal vez más, cuando grandes meteoritos habían alcanzado la todavía inmadura corteza heliconiana. La cordillera de Shivenink, las Barreras Occidentales de Campannlat y algunas montañas remotas de Hespagorat, únicos vestigios visibles de aquellos hechos, formaban entre sí los segmentos del gran círculo que los materiales desplazados por el impacto habían trazado. El océano de Climent, que los marineros consideraban prácticamente interminable, ocupaba el cráter original.

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