Heliconia - Invierno (3 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Algunas escenas fueron educadamente aplaudidas por el público; otras, observadas sin especial placer. Los actores conocían a fondo sus papeles pero no todos imponían la misma presencia que los principales.

Las figuras de estadistas, familias nobles, personajes de la iglesia, figuras alegóricas de monstruos y phagors, junto con los diversos humores del Amor, el Odio, el Mal, la Pasión, el Miedo y la Pureza fueron poblando y abandonando la escena.

El escenario quedó vacío. Se apagaron las luces. La música calló.

Pero el drama de Luterin Shokerandit acababa de empezar.

I - LA ÚLTIMA BATALLA

Era tal la naturaleza de la hierba que aun a pesar del viento continuaba creciendo. Se doblegaba al viento. Sus raíces se extendían suelo adentro, andándola, impidiendo que otras plantas tuviesen dónde crecer. La hierba había estado allí desde siempre. En todo caso, lo reciente era el viento: su soplo gélido.

Las grandes ventadas del norte acarreaban consigo un cielo rápido, en el que se veían manchones de nubes grises y negras que descargaban lluvia y nieve sobre las tierras distantes más elevadas. Aquí abajo, en las estepas de Chalce, no producían nada peor que una oscuridad neutral. Una neutralidad que hallaba su eco en la monotonía del terreno.

Una serie de valles poco profundos se abrían sucesivamente sin presentar rasgos muy definidos. Nada, a excepción de los pastizales, parecía moverse. En algunas matas, insignificantes flores amarillas ondulaban al viento como la piel de un animal dormido. Ocasionales pilares de piedra delimitaban la tierra en octavas, algunos de ellos con su cara sur cubierta de líquenes amarillos y grises.

Sólo una mirada muy aguda podría haber distinguido los diminutos senderos que surcaban la hierba, utilizados por criaturas que aparecían de noche o durante las horas de penumbra, cuando sobre el horizonte campeaba un único sol. Patrullando el cielo con inmóviles alas, halcones solitarios explicaban la ausencia de actividad diurna. El surco más notable a través de los pastizales correspondía a un río que se abría paso hacia el sur en dirección al mar lejano. De cauce pesado y profundo, sus aguas parecían estar parcialmente congeladas. El cielo andrajoso le prestaba su color.

Proveniente del norte de aquel inhóspito país avanzaba un rebaño de arangs. Estos miembros de la familia de las cabras seguían con sus largas patas los perezosos recodos del río. Algunos perros de pelambre rizada, laboriosos asokins, mantenían la cohesión del rebaño. A su vez, seis hombres montados en hoxneys vigilaban el trabajo de los perros. Los seis cabalgaban sentados o de pie sobre las sillas para hacer más variado el trayecto; todos vestían cueros ceñidos al cuerpo por medio de correas.

Los hombres miraban a menudo hacia atrás por encima del hombro, como si temiesen ser perseguidos. Avanzaban a un ritmo parejo, comunicándose con sus asokins mediante voces y silbidos. Sus señales de ánimo recorrían los espacios yermos de los alrededores y se distinguían claramente del balido de los arangs. Y por más que los hombres mirasen hacia atrás, el monótono horizonte norteño permanecía vacío.

Delante, anidando en un recodo del río, aparecieron las ruinas de un caserío. Cabañas sin techo, diseminadas. De una construcción más grande ya sólo quedaba el caparazón. Unas cuantas plantas harapientas aprovechaban la protección del viento para crecer entre las piedras, asomando por las cuencas huecas de las ventanas.

Por miedo a posibles plagas, los pastores de arangs se mantuvieron apartados de aquel paraje. Algunas millas más allá, el río trazaba una amplia curva que hacía las veces de frontera; ésta estaba en disputa desde hacía siglos, quizá desde que había hombres en la zona. Allí empezaba la región antaño conocida por Hazziz, la tierra más septentrional de la meseta norte campannlatiana.

Los perros obligaron al rebaño a estirarse a lo largo del río y avanzar por un sendero abierto anteriormente. Los arangs, cabeza con cola, formaron una ágil línea.

Pronto llegaron a un ancho y sólido puente cuyos dos arcos cruzaban por encima del agua agitada por el viento. Con agudos silbidos, los hombres hicieron que los asokins reagruparan el rebaño, evitando que los arangs cruzaran el puente. Una o dos millas, recostado sobre la ribera norte, se alzaba un asentamiento en forma de rueda. Se llamaba Isturiacha.

Una corneta sonó desde el asentamiento; avisaba a los pastores que ya los habían visto. Hombres armados y negros cañones sibornaleses defendían el perímetro.

—¡Bienvenidos! —gritaron los guardias—. ¿Qué visteis al norte? ¿Habéis divisado el ejército?

Los pastores guiaron a los arangs hacia sus respectivos corrales.

El círculo de granjas y graneros de piedra del asentamiento hacía las veces de muralla protectora, rodeando las huertas de cereales y los establos. En torno al eje de la rueda, un anillo de barracones circundaba la elevada iglesia. En Isturiacha el ajetreo era constante y se incrementó con la llegada de los pastores, que fueron conducidos a una de las construcciones centrales para reponer fuerzas tras recorrer las estepas.

Al otro lado del puente, hacia el sur, el contorno de la llanura se mostraba más variado. Algunos árboles aislados indicaban mayores precipitaciones. Una sustancia blanca, que desde lejos parecía pedregullo, punteaba el suelo. Una inspección más próxima revelaba que se trataba de huesos. Muy pocos superaban los quince centímetros de largo. De vez en cuando, un diente o un trozo de maxilar señalaban que los restos pertenecían a hombres y phagors. Estos testimonios de batallas pasadas cubrían la planicie a lo largo de muchas millas.

Acercándose al puente desde el sur, un hombre montado en un yelk surcaba la inmovilidad de este lúgubre paraje. Otros dos lo seguían a cierta distancia. Los tres vestían uniforme y estaban pertrechados para la guerra. El primer jinete, un hombre enjuto y de contornos afilados, se detuvo bastante antes de llegar al puente y desmontó. Condujo el yelk hasta una depresión y lo ató al tronco de una encina de copa aplanada antes de retornar al nivel del llano, desde donde estuvo observando el destacamento enemigo a través de un catalejo.

Los otros dos hombres lo imitaron. Desmontaron y ataron sus monturas a las raíces de un rajabaral reseco. Dado su rango inferior, se mantuvieron apartados del explorador.

—Isturiacha —dijo éste, señalando el asentamiento. Pero los oficiales sólo hablaron entre sí. También ellos portaban catalejos e intercambiaron algunas frases en voz baja. El reconocimiento se efectuó con rapidez.

Uno de los oficiales, experto en artillería, permaneció en el sitio como vigía. El otro galopó de vuelta con el explorador para informar al ejército que avanzaba desde el sur.

Con el transcurso del día, hileras de hombres fueron quebrando la llanura, algunos montados, otros muchos a pie, y con ellos carretas, cañones y otros pertrechos de guerra. Los carros eran tirados por yelks o por no tan robustos hoxneys. Las columnas de soldados, marchando en perfecto orden, contrastaban con el absoluto desorden de los carromatos de equipaje, las mujeres y las prostitutas de campaña. Por encima de varias de las columnas en marcha campeaban enseñas de Pannoval, la ciudad bajo las montañas, y otras divisas de relevancia religiosa.

Bastante más atrás venían las ambulancias y más carros, algunos cargados con cocinas de campaña y provisiones, muchos otros atiborrados de forraje para las bestias que formaban parte de esta expedición punitiva.

A pesar de que estos cientos y miles de personas funcionaban como engranajes de la gran maquinaria bélica, a cada una le acontecían incidentes peculiares y cada una experimentaba la aventura a través de su propia y limitada percepción. Uno de estos incidentes le ocurrió al oficial de artillería que esperaba en su puesto de avanzada junto al reseco rajabaral. Estaba en silencio, oteando el frente, cuando el relincho de su yelk le hizo volver la cabeza. Cuatro hombres pequeños —ninguno le llegaba más arriba del pecho— se acercaban a la bestia sujeta por las bridas. Evidentemente no habían reparado en el oficial al emerger de su agujero junto a la base del árbol muerto.

Su aspecto era básicamente humanoide; tenían piernas delgadas y largos brazos. Su cuerpo estaba cubierto por una piel leonada que les crecía más allá de las muñecas, cubriendo a medias sus manos de ocho dedos. Por sus hocicos parecían perros u Otros.

—¡Nondads! —exclamó el oficial. Aunque sólo los había visto en cautividad, supo reconocerlos al instante. El yelk, aterrorizado, tiraba de las riendas. Cuando los dos primeros Nondads se lanzaron en pos de la garganta del animal, el oficial desenfundó su arma de dos cañones, luego esperó.

Otra cabeza empujaba por asomar junto a las vetustas raíces. Después de liberar los hombros, la criatura se irguió, estornudando y sacudiéndose la tierra de su espesa pelambre.

El phagor dominó a los Nondads. Dos cuernos cortos vueltos hacia atrás coronaban su inmenso testuz cúbico. En cuanto el grueso del phagor salió de la guarida de los Nondads, la hosca cabeza taurina se balanceó de un hombro al otro y sus ojos se detuvieron en el oficial agazapado. Por un instante se detuvo, inmóvil, paró una oreja y enseguida, con la cabeza gacha, cargó contra el oficial.

El oficial de artillería se echó hacia atrás, sostuvo la pistola con ambas manos y disparó ambos cañones contra el abdomen de la brutal criatura. Aunque una irregular y dorada estrella de sangre se expandió por su pelambre, el phagor no se detuvo. Abrió su horrenda boca y surgieron amarillentos dientes como azadas en las amarillas encías. El oficial se puso en pie de un salto, pero el phagor ya lo había asido con todas sus fuerzas. Bastas manos de tres dedos le oprimían el cuerpo.

Como pudo, golpeó el grueso cráneo una y otra vez con la culata de la pistola.

El abrazo se relajó. El cuerpo formidable cayó a un lado. El rostro golpeó el suelo. Con enorme esfuerzo, la criatura consiguió pararse otra vez. Bramó. Luego, finalmente muerto, se desplomó, y un leve temblor sacudió la tierra.

Jadeando, ahogado por el espeso hedor lechoso que exhalaba el ancipital, el oficial se hincó de rodillas. Para no caer tuvo que apoyar una mano en el hombro del phagor. En la profunda pelambre del cadáver, las garrapatas, presas de su propia crisis, se removían enloquecidas. Algunas empezaron a subir por la manga del oficial.

Este, tambaleante, logró enderezarse. Temblaba. No lejos, su montura también temblaba, sangrando por las heridas del cuello. No había rastros de los Nondads; se habían retirado a sus madrigueras subterráneas, en los dominios a los que llamaban las Ochenta Oscuridades. Poco después, el oficial de artillería ya había recuperado el control de sí mismo, al menos como para montar en la silla. Si bien sabía de la relación entre phagors y Nondads, nunca esperó ser testigo tan directo de ella. Quién sabe cuántas de aquellas criaturas habría bajo sus pies…

Entre ahogos, cabalgó en busca de su unidad.

La expedición emprendida desde Pannoval, a la que pertenecía el oficial, había estado operando en la zona durante algún tiempo. Su misión era la de erradicar los asentamientos sibornaleses en un territorio que Pannoval reclamaba como propio. Empezando por Roonsmoor, había llevado a cabo una serie de victoriosas incursiones. A medida que iba aplastando los asentamientos enemigos, la expedición avanzaba hacia el norte. Ya sólo quedaba Isturiacha por destruir. Se trataba de elegir el momento adecuado, ya que el pequeño verano estaba a punto de finalizar. A causa de su mentalidad unitaria, los asentamientos rara vez se apoyaban entre sí. Dependían de distintas naciones sibornalesas, y eso facilitaba la labor de sus verdugos, que las iban cazando una a una.

Las dispersas unidades pannovalenses poco podían llegar a temer salvo ocasionales choques con phagors, cuyo número se multiplicaba a medida que descendía la temperatura en los llanos. Lo que le había ocurrido al oficial de artillería no era infrecuente.

Mientras el oficial se reunía con sus camaradas, un sol acuoso emergió de entre las rápidas nubes para ponerse en el oeste en medio de un espectacular despliegue cromático. Pero cuando el horizonte terminó de engullirlo, el mundo no quedó sumido en la oscuridad. Un segundo sol, Freyr, ardía abajo, en el sur. Al abrirse las formaciones de nubes que lo rodeaban, sombras de hombres, puntiagudas como dedos, buscaron el norte.

Lentamente, dos enemigos tradicionales se preparaban para la batalla. Lejos, al sudoeste, detrás de las figuras que se afanaban en la llanura, se alzaba la gran ciudad de Pannoval; a ella pertenecía el ansia de luchar. Pannoval estaba semioculta en la cadena de montañas calizas llamadas Quzints, espina dorsal del continente tropical de Campannlat.

Varias de las muchas naciones de Campannlat se encontraban sometidas a Pannoval por lazos dinásticos o religiosos. La cohesión, sin embargo, solía ser temporaria, y siempre frágil la paz; las naciones luchaban entre sí. De ahí que su enemigo externo se refiriese a Campannlat como el Continente Salvaje.

El enemigo externo de Campannlat era el continente septentrional de Sibornal. Presionadas por un clima extremo, las naciones de Sibornal convivían en compacta unidad. Las rivalidades subterráneas eran por lo general dejadas a un lado. A lo largo de la historia, las naciones sibornalesas habían empujado hacia el sur, buscando, a través del puente natural de Chalce, las más fértiles praderas del Continente Salvaje. Existía, al sur, un tercer continente: Hespagorat. Los tres estaban separados, total o parcialmente, por mares que ocupaban las regiones templadas. Estos mares y continentes formaban el planeta de Heliconia, o Hrl-Ichor Yhar, para usar el nombre con que lo había bautizado su raza más antigua, la de los ancipitales.

En este momento en que las fuerzas de Campannlat y Sibornal se preparaban para una batalla final en Isturiacha, Heliconia se acercaba al nadir de su ciclo anual.

Como planeta de un sistema binario, Heliconia giraba alrededor de su sol, Batalix, en un ciclo que duraba cuatrocientos ochenta días. Pero Batalix, a su vez, giraba por medio de un eje común en torno a un sol mucho mayor, Freyr, la principal estrella del sistema. Batalix, en su prolongada órbita, alejaba ahora a Heliconia del gran sol. Durante los dos últimos siglos, el otoño, ese largo declive que seguía al verano, se había intensificado, conduciendo a Heliconia hacia el invierno de otro Gran Año. Los venideros serían siglos de oscuridad, de frío y de silencio.

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