Heliconia - Invierno (43 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Mataron a los seis. Las oropéndolas huyeron, chillando. Los kaidaws eran buenos ejemplares; Luterin y el montero consiguieron enlazar a unos cinco y decidieron llevarlos de vuelta a la hacienda. Quizá las cuadras Shokerandit pudieran criar una variedad doméstica de kaidaws.

La expedición había concluido al menos con un modesto triunfo.

Los badajos de las hoscas campanas de la mansión se dejaron oír mucho antes de que el edificio apareciese envuelto en una bruma azulada.

Fue así que, a su regreso, Luterin se encontró con un ambiente bullicioso; en el establo estaban peinando al yelk de su padre, había piezas de caza por todas partes y la guardia paterna escanciaba yadahl fresco en la sala de armas.

A diferencia de lo que Luterin había imaginado siempre, la verdadera reunión de Lobanster Shokerandit con su hijo no incluiría ningún abrazo.

Luterin cruzó raudo el salón recibidor, despojándose sólo de los abrigos más pesados pero sin quitarse las botas, el arma o la campana. Su pelo, largo y enmarañado, aleteaba sobre sus orejas mientras corría al encuentro de su padre.

Sabuesos rapados merodeaban por el salón, orinando en los tapices. Un grupo de hombres armados, de pie junto a la puerta y de espaldas al resto de la partida, miraban de soslayo como si estuviesen completando.

En torno a Lobanster se encontraban su mujer Lourna y su hermana, y algunos amigos, como los Esikananzi: Ebstok, su mujer, Insil, los dos hijos varones. Conversaban. Lobanster estaba de espaldas a Luterin y fue su esposa quien lo vio primero. Lo llamó por su nombre.

La conversación cesó. Todos se giraron para mirarlo.

Algo en sus rostros —una ingrata complicidad— le confirmó que habían estado hablando de él. Se detuvo a mitad de camino. Pero, a pesar de que todos seguían mirándolo, de quien en verdad parecían pendientes era del hombre de negro al que rodeaban.

Lobanster Shokerandit podía acaparar la atención de cualquier grupo. No tanto debido a su estatura, que no era superior a la normal, sino a la extraña quietud que emanaba de su persona. Era aquélla una cualidad que todos notaban pero que nadie lograba explicar en palabras. Aquellos que lo odiaban, sus esclavos y sirvientes, decían que era capaz de congelar con la mirada; sus amigos y aliados decían que tenía una increíble capacidad de mando o bien que era una persona singular. Los perros no decían nada, pero se le pegaban a las piernas con la cola bien baja.

Las manos de Lobanster Shokerandit eran sin duda notables: pulcras y precisas, de uñas puntiagudas. Mientras todo él permanecía rígido, las manos no cesaban de moverse. Con frecuencia se elevaban para visitar la garganta, siempre envuelta en seda negra, con sobrecogedores movimientos que podían recordar los de cangrejos o halcones en busca de presas ocultas. Lobanster padecía un bocio que su pañuelo disimulaba pero que sus manos delataban. El bocio otorgaba a su cuello una solidez columnaria, digno sostén de una considerable cabeza.

El cabello blanco de esta notable testa, peinado hacia atrás como si lo hubiera surcado un arado, dejaba al descubierto la amplia frente. A falta de cejas, rodeaban sus pálidos ojos unas espesas pestañas oscuras, tan espesas que no faltaba quien sugería la presencia de sangre madi en su ascendencia. Unas bolsas grises colgaban bajo los ojos; estas ojeras, además de presentar cierta cualidad tiroidea, actuaban corno bancos o trincheras tras los que se parapetaban los ojos para observar el mundo. Los labios, aunque anchos, eran casi tan pálidos corno los ojos, y la piel de la cara casi tan pálida como los labios. Un lustre sebáceo se extendía sobre la frente y las mejillas —a veces, las ajetreadas manos subían hasta ellas para disipar esta película— haciendo que el rostro reluciera como si acabase de salir del mar.

—Acércate, Luterin —dijo el rostro. La voz era profunda y algo arrastrada, como si el mentón no quisiera disturbar a la protuberante glándula que tenía debajo.

—Me alegro de que hayas vuelto, padre —dijo Luterin, aproximándose—. ¿Has tenido una buena caza?

—Bastante buena. Estás tan transformado que casi no te reconozco.

—Los afortunados que logran sobrevivir a la plaga asumen una constitución compacta, adecuada para el Invierno Weyr, padre. Te aseguro que no me siento en absoluto incómodo.

Tomó la mano pulcra de su padre.

Ebstok Esikananzi dijo:

—Supongo que también los phagors se sienten igualmente cómodos; sin embargo, está comprobado que son portadores de la plaga.

—Yo la he superado. No puedo transmitirla.

—Todos esperamos que así sea, cariño —dijo su madre.

Luterin se volvió hacia ella pero su padre, severo, dijo:

—Quiero que te retires a la sala y me esperes allí unos minutos. No tardaré. Tenemos algunos asuntos legales que discutir.

—¿Hay algún problema?

Luterin aguantó toda la potencia de la mirada paterna. Inclinó la cabeza y se retiró. Ya en la sala, dio vueltas y más vueltas, indiferente al sonido de su campanilla. No entendía qué motivo podía tener su padre para comportarse tan fríamente. Cierto es que su augusta figura se había mostrado ausente incluso estando presente, pero aquél era uno de sus rasgos, al igual que el disimulado bocio.

Ordenó a un esclavo que fuera a sus aposentos y trajera a Toress Lahl.

Ella apareció con un gesto de interrogación. Cuan atractiva resultaba su silueta metamorfoseada, pensó mientras la veía aproximarse.

—¿Por qué has estado tanto tiempo fuera? ¿Dónde has ido?

El dejo de reproche de sus palabras se disolvió en una sonrisa y una presión de su mano.

Después de besarla, Luterin dijo:

—Se supone que puedo desaparecer para cazar. Lo llevamos en la sangre. Ahora escucha. Estoy inquieto por ti. Mi padre ha vuelto y es evidente que está descontento. Podría deberse a algo que tenga que ver contigo, puesto que mi madre e Insil han estado hablando con él.

—Qué pena que no hayas estado aquí para recibirlo, Luterin.

—Eso ya no tiene arreglo —dijo con impaciencia Luterin—. Escucha, quiero darte algo.

Se dirigió a un aparador de madera que se encontraba debajo de una de las arcadas de la sala. Con una llave que extrajo de su bolsillo, abrió el aparador. Dentro, colgaban docenas de pesadas llaves de hierro, cada una con su etiqueta. Recorrió, ceñudo, las hileras con un dedo.

—Tu padre tiene la manía de encerrar cosas —dijo ella, riendo a medias.

—No seas tonta. Es el Guardián. Este lugar ha de ser tanto un hogar como una fortaleza.

Encontró lo que buscaba: una herrumbrada llave, casi tan larga como una mano abierta.

—Nadie la echará de menos —dijo, volviendo a cerrar el aparador—. Tómala. Escóndela. Es la llave de la capilla de tu compatriota, el rey-santo. ¿La recuerdas, en el bosque? Quizá surjan problemas…, no sé de qué tipo. Quizás a raíz del pauk. No quiero que sufras daño alguno. Si algo me sucediera, lo menos que te harán será arrestarte. En cuanto adviertas ese peligro, ve y escóndete en la capilla. Llévate a una esclava contigo, todas desean escapar. Escoge una mujer que conozca Kharnabhar; si es campesina, mejor.

Ella deslizó la llave en un bolsillo de su ropa nueva.

—¿Qué te podría ocurrir? —Le apretó la mano.

—Nada, tal vez, pero… temo que…

Oyó una puerta que se abría. Los perros venían delante, golpeando sus uñas en las baldosas. Empujó a Toress Lahl hacia las sombras, detrás del aparador, y avanzó hacia el centro de la sala. Su padre entraba en ese momento. Lo seguían unos doce hombres de aspecto conspirador, sonando sus campanillas.

—Hablaremos juntos —dijo Lobanster, levantando un dedo. Fueron hasta una pequeña habitación de madera de la planta baja. Detrás de Luterin venía la docena de confabulados. El último de ellos cerró la puerta por dentro. Alguien elevó la llama de biogás y ésta silbó.

En la habitación había una mesa y un banco de madera y poco más. Allí se había interrogado a alguna gente. También había una puerta de madera con refuerzos de hierro, cerrada con llave. Daba paso a un camino privado hacia las bóvedas, allí donde se encontraba el pozo cuyas aguas no se congelaban jamás. Contaba la leyenda que, durante los siglos más fríos, se habían preservado allí preciados animales de cría.

—Todo cuanto discutamos debería ser privado, padre —dijo Luterin—. Ni siquiera sé quiénes son estos caballeros, a pesar de que se mueven por nuestra casa a sus anchas. No son nuestros monteros.

—Han vuelto de Bribahr —dijo Lobanster, pronunciando las palabras como si le produjesen un helado placer—. En los tiempos que corren, los hombres importantes necesitan guardaespaldas. Eres demasiado joven para comprender de qué manera puede la plaga provocar la disolución del estado. Primero destruye las comunidades pequeñas, después las grandes. El pánico que causa desintegra naciones.

Los confabulados tenían un aspecto muy serio. En aquel espacio restringido, resultaba imposible apartarse de ellos. Sólo Lobanster estaba distanciado, inmóvil al otro lado de la mesa, jugueteando en su superficie con los dedos.

—Padre, resulta insultante tener que conversar delante de extraños. Me ofende. Pero debo decir, a ti y a ellos, si es que son capaces de oír, que aunque hay verdad en tus palabras, hay una verdad mayor que no has mencionado. Existen otras maneras de desintegrar naciones además de la peste. Las severas medidas dictadas contra el pauk, contra el pueblo, contra la Iglesia, la crueldad que entrañan, podría provocar desastres aún mayores que la Muerte Gorda…

—¡Alto, muchacho! —Las manos paternas subieron hasta la garganta.—También la crueldad forma parte de la naturaleza. ¿Dónde hay piedad si no en los hombres? Los hombres inventaron la piedad, pero la crueldad ya estaba aquí antes, en la naturaleza. La naturaleza es como una prensa. Cada año aprieta un poco más. Sólo podemos luchar contra ella si contarnos con nuestra propia crueldad. La plaga es su máxima crueldad: la venceremos con sus propias armas.

Luterin se sintió incapaz de hablar. No lograba encontrar, bajo aquella pálida, escalofriante mirada, palabras con que explicar que, aunque pudiera existir una crueldad casual en ciertas circunstancias, convertir la crueldad en un principio moral equivalía a pervertir la naturaleza. Escuchar argumentos como aquellos de boca de su padre le producía asco. Sólo alcanzó a decir:

—Te has tragado una a una las palabras del Oligarca.

Uno de los confabulados dijo en voz alta y recia:

—Ese es nuestro deber.

El sonido de aquella voz extraña, la claustrofobia de la habitación, la tensión, la frialdad paterna, todo parecía conspirar en contra de la mente de Luterin. Se oyó a sí mismo gritar, como si estuviera muy lejos:

—¡Odio al Oligarca! El Oligarca es un monstruo. Él exterminó al ejército de Asperamanka. Ahora soy un fugitivo en lugar de un héroe. Y pronto exterminará a la Iglesia. Padre, lucha contra esta maldad antes de que te devore también a ti.

Dijo esto y más, en una especie de rapto. Casi no reparó en que lo estaban sacando de la habitación y lo arrastraban afuera. Sintió la punzada del viento helado. Había nieve en su rostro. Lo llevaron a empujones a un patio donde estaba la trampilla de inspección del biogás, y de allí a un guadarnés.

Despacharon a los mozos, también a los confabulados. Luterin estaba a solas con su padre. Todavía se resistía a mirarlo a la cara; refunfuñaba, sentado, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Al cabo de un rato empezó a oír lo que su padre decía.

— … único hijo vivo que tengo. Debo educarte para sucederme como Guardián. Hay desafíos especiales a los que te tienes que enfrentar. Tienes que ser fuerte…

—¡Lo soy! Me enfrento al sistema.

—Si hay orden de desterrar el pauk, hemos de desterrarlo. Si hay que destruir a los phagors, pues los destruiremos a todos. No hacerlo sería una debilidad. No podemos vivir sin sistema; la alternativa es la anarquía. Me dice tu madre que hay una esclava extranjera que ejerce cierta influencia sobre ti. Luterin, eres un Shokerandit y tienes que ser fuerte. Esa esclava debe ser destruida y tú te casarás con Insil Esikananzi, tal como se planeó desde vuestra infancia. No te queda otro camino que obedecer. No para mi satisfacción sino por el bien de Sibornal y la libertad.

Luterin soltó una carcajada:

—¿De qué libertad estás hablando? Insil me odia, lo sé, pero para ti eso da igual. No hay libertad bajo las actuales leyes. Como si lo hiciera por primera vez, Lobanster se movió. Su gesto fue sencillo, apenas un movimiento de la mano, abandonando la garganta para extenderse hacia Luterin.

—Las leyes son duras. Eso se sabe. Pero no hay libertad, ni vida posible, sin ellas. Si no aplicamos las leyes con firmeza, moriremos. Así como Campannlat, que muere sin leyes a pesar de gozar de un clima más favorable que el nuestro. Aún no ha llegado el Gran Invierno y Campannlat ya se desintegra. Sibornal, en cambio, puede sobrevivir. Déjame recordarte, hijo mío, que hay mil ochocientos veinticinco años pequeños en cada Gran Año. Este Gran Año todavía ha de durar quinientos dieciséis años antes de expirar, antes de que, con el solsticio de invierno, lleguen los tiempos más fríos y Freyr se encuentre más lejos de nosotros. Hasta entonces, tenemos que vivir como si fuésemos de hierro. La plaga habrá remitido y las condiciones volverán lentamente a mejorar. Sabemos que es así desde que nacemos, puesto que cuidamos de Kharnabhar. La existencia de la Gran Rueda está dedicada a ayudarnos a superar esa oscuridad, y a devolvernos la luz y el calor…

Luterin se paró frente a su padre y habló con mesura.

—De acuerdo, la Rueda cumple esa función, padre. Entonces, ¿por qué apoyas, como imagino que lo haces, la vil ejecución del Supremo Sacerdote Chubsalid y el ataque generalizado contra la Iglesia?

—Porque la Rueda es un anacronismo. —Lobanster emitió un sonido gutural similar a la risa que hizo que su bocio temblara detrás del pañuelo negro.—Es un anacronismo, no tiene sentido. No puede salvar a Heliconia. No puede salvar a Sibornal. No es más que un concepto sentimental. Funcionaba cuando servía para encarcelar a asesinos y deudores. Ahora, se opone a las leyes científicas de la Oligarquía. Esas leyes, y sólo ellas, pueden garantizar que nuestros hijos sobrevivan al Invierno Weyr. No podemos darnos el lujo de contar con dos códigos legales contrapuestos. Por tanto, la Iglesia debe ser derruida. El Acta en contra del pauk fue sólo el primer paso hacía su demolición.

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