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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (46 page)

—¡Tirad! —gritó otra vez—. ¡Eh, vosotros, santos o pecadores, tirad!

A partir de entonces se convirtió en un fanático que saltaba ansiosamente de su litera en cuanto sonaba el esperado clarín. Insultaba a aquellos que en su imaginación no se abocaban a la labor con la misma dedicación que él. Insultaba a aquellos que no tiraban ni un ápice de las cadenas, como él había hecho al comienzo. No podía entender por qué no eran más largos los períodos de actividad.

Cada noche —aunque allí siempre era de noche— Luterin se echaba en la litera con la cabeza totalmente ocupada por la imagen de aquella enorme, parsimoniosa Rueda de moler, que trituraba la vida de los hombres como si fuera de argamasa. Tal como venía haciendo desde que los grandes Arquitectos la construyeron, la Rueda no había dejado de moverse un solo día.

Al girar iba tejiendo una cruel ironía. Los cautivos, enjaulados como cotorras en sus celdas aisladas, tenían que impulsarse hacia el corazón granítico de la montaña; sólo mediante ese cruel periplo, sólo colaborando de manera activa con él, podrían emerger algún día. No había otra alternativa que colaborar en la revolución de la Rueda para lograr la libertad. Sólo el profundo descenso a las entrañas de la montaña permitiría al penitente resurgir como un hombre libre.

—¡Tirad, tirad! —gritaba Luterin, al tiempo que contraía todos los músculos. Pensaba en los 1.824 cautivos restantes, cada uno de ellos en su celda, cada uno obligado a tirar para poder salir.

No sabía nada del mundo exterior. Ignoraba qué secuencia de acontecimientos había precipitado su acción. Ignoraba quién vivía, quién había muerto. Con el transcurso de los décimos, su mente se fue llenando cada vez más de odio hacia aquellos prisioneros —algunos de ellos enfermos, otros incluso muertos— que no tiraban de las cadenas con todo su corazón. Tenía la sensación de ser el único que soportaba el peso del granito sobre los hombros, el único que impulsaba la Rueda hacia la luz a través de aquel firmamento de roca.

Pasaron los décimos, y algunos años pequeños. Sólo cambiaban las marcas de la pared exterior. Todo lo demás permanecía intacto.

La monotonía le afectó la joven mente. Se volvió opaco, resignado. Ahora ya no se movía cada vez que allá arriba sonaban las trompetas, cuyos ecos se ahusaban a causa del espesor de los muros.

No pensaba tanto en su padre. Había llegado a un equilibrio con su culpa al concluir que también su padre se encontraba abrumado por la culpa y que había entregado la cuchilla a su hijo antes de denigrarlo para provocar su propia muerte. Ese rostro, con su eterno brillo sebáceo, era el rostro de la miseria.

Tardó largo tiempo en considerar la posibilidad de visitar a su padre por medio del pauk. Pero la idea había anidado en su mente. Durante el segundo año de su cautiverio, Luterin subió a la litera y se echó de espaldas. No tenía muy claro lo que debía hacer. Poco a poco, el estado de pauk fue invadiéndolo y se sintió transportar a una oscuridad aún más densa que la del corazón de la montaña.

Nunca antes había penetrado en el melancólico mundo de los gossis, en el que todos aquellos que habían vivido y ya no vivían se hundían lentamente hacia los terribles abismos del no ser. La desorientación lo abrumaba. Al principio, no lograba hundirse; después, no podía parar de hacerlo. Descendió hacia los débiles coruscos que titilaban debajo de él como estrellas empantanadas, dispuestas en una estática uniformidad sólo posible en los dominios de la muerte.

La barca del alma de Luterin navegaba con rumbo firme, internándose ciegamente en las filas de fessups que caían en todas direcciones hacia el corazón de la Escrutadora Original.

Vistos de cerca, los gossis se asemejaban a aves desplumadas, colgadas para secarse. Dentro de sus cajas torácicas, de sus estómagos transparentes, lentas partículas circulaban como insectos atrapados en un frasco. En sus rudimentarias cabezas, inquietas lucecitas parpadeaban al fondo de las cuencas vacías. Obedeciendo a una derrota que ningún compás hubiera podido trazar, el alma de Luterin revoloteó delante del gossi de Lobanster Shokerandit.

—Padre, no tienes más que pronunciar una palabra y me iré en seguida, yo, que tanto te amé y te causé el mayor daño.

—Luterin, Luterin, si algo esperé aquí, mientras me hundía hacia la extinción, era volver a verte. ¿Qué otra visión podría ser más cara a mis ojos que la de tu presencia? ¿Cómo transcurren, oh hijo, tus días entre aquellos que aún aguardan la hora de su mortandad? —Una nube de chispas acompañó a la última palabra.

—Padre, no quieras saber de mí. Háblame de ti. Mis pensamientos no pueden apartarse del crimen que cometí. Aquellos terribles momentos en el patio fatal no dejan de perseguirme.

—Debes perdonarte como lo hice yo al llegar aquí. Pertenecíamos a generaciones distintas, tu mente aún no se había asentado y no estabas en condiciones de contemplar los asuntos humanos con la misma amplitud que yo. Eras fiel a un principio, y yo también. Eso es algo honroso.

—No quería matarte a ti, padre bienamado…, sólo al Oligarca.

—El Oligarca no muere nunca. Siempre habrá otro. —Mientras el gossi hablaba, una nube de opacas partículas brotaba de la cavidad que en otro tiempo había sido una boca. Quedaban suspendidas un instante y se precipitaban muy despacio, como copos de nieve que se hunden en una polvareda de carbón.

Las cenizas de Lobanster explicaron cómo había aceptado el papel de Oligarca, convencido de que había en Sibornal valores dignos de ser conservados. Habló largamente de estas virtudes, con un discurso a menudo disperso.

Relató cómo había ocultado la realidad de tan augusta posición a su propia familia. Sus largas partidas de caza no eran tal cosa. En alguna parte de la espesura tenía Lobanster un escondite secreto donde permanecían sus perros mientras él, acompañado de una pequeña guardia, continuaba su viaje a Askitosh. De regreso a casa, pasaba a recoger los perros. Su hijo mayor había descubierto el escondite y deducido el resto de la verdad. Pero en lugar de hablar de lo que había descubierto, Favin se había arrojado a la muerte.

—Puedes imaginarte la pena que me embargó entonces, hijo. Es preferible estar aquí, seguro en la obsidiana, sabiendo que ya ninguna sorpresa amarga podrá herir mi carne o mi espíritu.

Toda esta elocuencia había emocionado al alma de su hijo pero no la había convencido.

—¿Por qué no podías confiar en mí, padre?

—Dejé que lo adivinaras cuando creí que había llegado el momento. La plaga debe ser detenida, el pueblo debe aprender a obedecer. De lo contrario, la civilización se desmoronará y morirá aplastada por el peso de un frío secular. Sólo gracias a esta convicción pude seguir adelante como lo hice.

—Padre respetado, no puedes decir que representabas a la civilización cuando tus manos estaban manchadas de la sangre de miles.

—Ahora están aquí conmigo, hijo, esos hombres del ejército de Asperamanka. ¿Crees acaso que me han dirigido la más mínima queja? ¿O tu hermano, que también está?

El alma emitió el equivalente a un grito.

—Las cosas cambian después de la muerte. No existen sentimientos reales, sólo benevolencia. ¿Qué hay de aquella guerra innecesaria que desataste contra nuestros vecinos de Bribahr y que acabó con la destrucción de la antigua ciudad de Rattagon? ¿No fue aquello un acto puro de crueldad?

—Sólo si consideras cruel a la necesidad. El camino más rápido de Kharnabhar a la lejana Askitosh consistía en girar hacia el oeste en Noonat y aprovechar el impulso del río bribahrense, el Jerddal, mucho más navegable que nuestro iracundo Venj. Así, llegaba fácilmente a la costa, donde me esperaban algunas naves y nadie me reconocía, al contrario de lo que hubiese ocurrido en Rivenjk. ¿Comprendes, hijo? Si te digo todo esto es para ayudarte a calmar tu mente. Es importante que el Oligarca permanezca en el anonimato, pues impide que surjan celos y matanzas entre naciones. Pero un grupo de nobles de Rattagon que navegaba por el Jerddal me reconoció. En vista de la rivalidad existente entre nuestros pueblos, decidieron liquidarme. Fui yo el que los liquidó a ellos, en defensa propia. Tú debes hacer lo mismo, querido hijo, cuando te llegue el turno. Protegerte y cuidarte.

—Jamás, padre.

—Bueno, tienes mucho tiempo por delante para madurar —dijo con indulgencia el corusco.

—Padre, también atacaste a la Iglesia. —El alma hizo una pausa. Se sentía incapaz de conciliar sus sentimientos de respeto y odio simultáneos hacia aquel fragmento humeante.—Debo preguntarte: ¿crees que Dios puede escuchar o hablar?

El hueco que fuera una boca no se movió para responder:

—A los gossis de aquí abajo nos está dado saber de dónde vienen nuestros visitantes. Sé muy bien, hijo mío, que tú vienes del sacrosanto corazón de nuestra nación. Ahora te pregunto yo: ¿acaso oyes hablar a Dios en este purgatorio? ¿Tienes la sensación de que escucha?

Subyacía a estas preguntas una suerte de maldad plomiza, como si la miseria sólo fuese feliz al propagarse a sí misma.

—Si no fuera por mis pecados, quizás escuchara, quizás hablase. Eso es lo que creo.

—Si hubiera un Dios, muchacho, ¿crees que las legiones de los que estamos aquí abajo no lo seguiríamos? Mira a tu alrededor. Nada hay que no sea obsidiana. Dios es la mentira más grande del hombre, un mero amortiguador contra las crudas verdades del mundo.

El alma sintió como si una fuerte corriente la arrastrase hacia un sitio desconocido y, al mismo tiempo, como si algo la sofocara.

—Padre, he de irme.

—Acércate para que pueda abrazarte.

Acostumbrado a obedecer, Luterin se desplazó hacia el maltrecho esqueleto. Estaba a punto de extender una mano en un gesto de afecto cuando una fuerte lluvia de partículas brotó del gossi, envolviéndola como una lengua de fuego. El alma se retrajo. El fulgor se apagó. Justo a tiempo recordó lo que contaban acerca de los gossis, que por más resignados a la muerte que estuvieran eran propensos a atrapar a las almas vivientes y cambiarse por ellas a la menor oportunidad. Una vez más expresó sus manifestaciones de afecto y ascendió lentamente a través de la obsidiana hasta que la entera congregación de gossis y fessups se redujo a un titilante prado de estrellas No sin cierta desidia, recobró la calidez del cuerpo vivo.

Todavía habrían de pasar ocho años antes de que su celda girase hasta la salida, y aún le faltaban tres para superar la mitad de su periplo por el doloroso corazón de la montaña.

El entorno parecía invariable. Pero la aversión que Luterin sentía por sí mismo se fue atenuando y el cambio aportó nuevos colores a su pensamiento. Comenzó a reflexionar acerca del distanciamiento entre Iglesia y Estado Supuso, por ejemplo, que la división podría haberse acentuado y que, por una razón u otra, el reclutamiento para la Rueda podía cesar Y si quienes cumplían los diez años eran liberados a pesar de no tener quién los reemplazase, la Rueda se iría frenando gradualmente No habría suficientes brazos para mover esa masa Por más vueltas que diera el mundo, la Rueda se detendría y él quedaría atrapado en las profundidades de la montaña Sin salida posible.

Esa idea lo perseguía como una mosca atigrada, incluso en sueños Sabía que no era el único prisionero que pensaba así Y aunque la Rueda jamás había fallado desde que, siglos atrás, los Arquitectos finalizaran su construcción, el pasado no era garantía alguna para el futuro Comenzó a vivir en un suspenso que a duras penas podía llamarse vida, pensando con resignación en el viejo dicho «Un sibornalés trabaja toda la vida, se casa para toda la vida y se aferra a la vida» Excluyendo la referencia al matrimonio, habría jurado que el proverbio nació en la Rueda Lo atormentaba pensar en mujeres, así como la falta de compañía masculina. Intento comunicarse con sus vecinos más próximos pero no obtuvo respuesta No recibió más mensajes desde el exterior, ni esperaba recibirlos ya Lo habían olvidado.

Entre turno y turno de trabajo y silencio, un acertijo se hizo carne en él De las 1 825 celdas de la Rueda, sólo dos tenían acceso al mundo exterior al mismo tiempo, la de entrada y la adyacente, que el prisionero dejaba libre Entonces, ¿cómo habían podido llenarla de peregrinos por primera vez? ¿Cómo habían logrado los gigantes que erigieron esta máquina ponerla en marcha estando vacía?

Su mente se pobló de imágenes de cuerdas, poleas y palancas, y de torrentosos ríos subterráneos que la harían girar como a la rueda de un molino de agua Pero no conseguía resolver satisfactoriamente el acertijo.

Era como si incluso los procesos internos de su mente se encontrasen atrapados en el corazón de la montaña sagrada. Eventualmente, se abría paso hasta la celda algún jibóvago Lleno de gozo, Luterin lo recogía y, sosteniéndolo con delicadeza, observaba cómo sacudía sus frágiles patas para intentar liberarse No cabía duda de que el jibóvago sabía lo que era la libertad y estaba absolutamente interesado en la cuestión, mientras que los humanos, infinitamente más complejos, mostraban al respecto numerosas dudas.

¿Qué dolor trascendental llevaba a los humanos a encerrarse a sí mismos en la Gran Rueda durante una importante parte de sus vidas? ¿Era aquél el verdadero camino hacia la auto comprensión?

Se preguntó si el jibóvago se comprendería a sí mismo Sus esfuerzos por identificarse con las minúsculas criaturas, así como de disfrutar de una mínima fracción de su libertad, sólo lograban enfermarlo Era capaz de pasarse horas echado en el suelo de la celda, absorto en la contemplación de las más ínfimas cosas vivientes, pequeñas hormigas blancas, microscópicos gusanos. En ocasiones descubría ratones y ratas que lo miraban con sus ojos rosados. Si yo muriera, éstos serían mis únicos testigos. Los desheredados.

Muchos hombres debían de haber muerto durante su confinamiento en las entrañas de la Rueda. Algunos se habrían encerrado voluntariamente, al igual que había célibes voluntarios. Quizá los había obsesionado el deseo de escapar hacia la invariabilidad, hacia la inmutabilidad, lejos del mundanal ruido, ese ruido enmascarado, si algo había aprendido de los astrónomos, en la inmensa conmoción del universo.

Para él, sin embargo, la invariabilidad de la celda era una especie de muerte. No existía el ayer. No existiría el mañana. Su espíritu luchaba contra un proceso ya marchito.

Entonces sonaban las trompetas que anunciaban el día, y él saltaba de la litera, corría hacia la pared externa de la celda y tiraba de la sección de cadena más cercana. Impulsar la Rueda a través de la roca parecía la única actividad lógica que le quedaba. A 119 centímetros diarios, la máquina transportaba a cada uno de sus ocupantes a través de la oscuridad.

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