Heliconia - Invierno (49 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Guardias apostados en la luminosa salida lo ayudaron a abandonar su lugar de reclusión. En lugar de liberarlo, lo condujeron suavemente hacia arriba por una escalerilla de caracol. La luz se hacía cada vez más brillante; Luterin cerró los ojos y tragó saliva.

Lo condujeron a una pequeña habitación en el monasterio de Bambekk. Allí lo dejaron y durante un rato hubo de permanecer solo. Luego entraron dos esclavas, mirándolo por el rabillo del ojo, seguidas de esclavos que portaban una tina, agua caliente, un espejo de plata, toallas, utensilios para afeitarse y ropa limpia.

—Por cortesía del Guardián de la Rueda —dijo una de las mujeres—. No todos los remeros reciben este trato, puedes estar seguro de ello.

Recién al llegarle el aroma del agua y las hierbas se dio cuenta Luterin de lo mal que olía, de cómo se le habían pegado los hedores metanosos de la Rueda. Permitió que las mujeres lo despojasen de sus harapientas ropas. Lo condujeron a la tina. Mientras le lavaban brazos y piernas, se concentró en las gloriosas sensaciones que lo rodeaban. Cada ínfimo detalle amenazaba con sobrepasarlo. Había estado casi muerto.

Lo cubrieron de polvos, lo secaron y le pusieron ropa nueva y abrigada.

Lo llevaron hasta la ventana para que mirase afuera, aunque al principio la luz lo cegó.

Ante sus ojos apareció, desde una gran altura, la aldea de Kharnabhar. Vio casas enterradas en la nieve casi hasta el techo. Lo único que se movía era un trineo tirado por tres yelks y dos aves que volaban en círculos a gran altura, recreando en el cielo el espectro eterno de la rueda.

La visibilidad era buena. Una tormenta de nieve estaba amainando y las nubes se desplazaban hacia el sur, dejando atrás densos claros azules. Todo era muy brillante. Luterin tuvo que desviar la vista y cubrirse los ojos.

—¿Qué día es hoy? —le preguntó a una de las mujeres.

—Vaya, estamos en 1319 y mañana es Myrkwyr. Ahora, ¿qué tal si te afeitamos esa barba y te quedas unos mil años más joven?

Su barba había crecido como un hongo en la penumbra. Estaba veteada de gris y le llegaba al ombligo.

—Cortadla —dijo—. No tengo ni veinticuatro años. Todavía soy joven, ¿no?

—Tengo entendido que hay gente mayor que eso —dijo la mujer, acercándose tijera en mano. Luego lo conducirían ante el Guardián de la Rueda.

—No será más que una audiencia formal —le dijo el ujier que lo escoltaba a través del laberíntico monasterio. Luterin tenía poco que decir. Las nuevas impresiones que se amontonaban dentro de él superaban su capacidad receptiva; no podía dejar de pensar que en otro tiempo había estado convencido de que él sería el próximo Guardián.

Tampoco habló cuando por fin lo dejaron al final de lo que le pareció una inmensa sala. En el extremo opuesto, el Guardián ocupaba un trono de madera flanqueado por muchachos con indumentaria religiosa. El dignatario hizo señas a Luterin de que se aproximara.

Éste avanzó con cautela por el espacio luminoso, contando con cierto temor reverencial la cantidad de pasos que lo separaban del trono.

El Guardián, un hombre corpulento, estaba envuelto en una túnica de color púrpura. Su rostro parecía a punto de estallar. Como la túnica, también era púrpura; gruesas venas le surcaban las mejillas y la nariz como si fueran vides. Sus ojos eran acuosos, sus labios estaban húmedos. Luterin, que había olvidado que existían rostros como aquél, lo estudió con curiosidad mientras, a su vez, también él era estudiado.

—Inclínate —le susurró uno de los monaguillos, así que se inclinó.

El Guardián habló con voz estrangulada:

—Te encuentras otra vez entre nosotros, Luterin Shokerandit. Durante los últimos diez años has estado bajo el cuidado de la Iglesia… De lo contrario, tus enemigos te habrían envenenado en venganza por tu parricidio.

—¿Quiénes son mis enemigos?

Los ojos acuosos se escurrieron tras los pliegues palpebrales:

—Oh, el asesino del Oligarca tiene enemigos por todas partes, oficiales y extraoficiales. Pero también lo eran de la Iglesia, en general. Seguiremos haciendo todo cuanto podamos por ti. En cierto modo, es como si, personalmente, te debiéramos algo… —rió—. Podríamos ayudarte a salir de Kharnabhar.

—Yo no quiero irme de Kharnabhar. Es mi hogar. —Mientras hablaba, los ojos acuosos no lo miraron a los ojos sino a la boca.

—Siempre puedes cambiar de idea. Ahora debes presentarte al Maestro de Kharnabhar. Recordarás que los cargos de Maestro y Guardián de la Rueda estaban fundidos en uno. El cisma entre Iglesia y Estado los ha separado.

—Señor, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Hazla.

—Hay muchas cosas que debo entender… ¿Me considera la Iglesia un santo o un pecador?

El Guardián se aclaró la garganta con esfuerzo:

—La Iglesia no puede condonar el parricidio, o sea que, oficialmente, eres un pecador. ¿Podría haber sido de otro modo? Deberías haberlo resuelto, imagino, durante los diez años de encierro… No obstante, personalmente y de manera extraoficial…, me atrevería a decir que libraste al mundo de un villano y yo, al menos, te considero un santo. —Volvió a reír.

De modo que éste debe de ser uno de mis enemigos extraoficiales, pensó Luterin. Se inclinó y comenzaba a alejarse cuando el Guardián volvió a llamarlo.

El hombre se puso de pie:

—¿No me reconoces? Soy el Guardián de la Rueda Ebstok Esikananzi. Ebstok…, un viejo amigo. En otro tiempo pretendiste la mano de mi hija Insil. Como puedes ver, he ascendido a un cargo importante.

—Si mi padre viviera, nunca habrías llegado a ser Guardián.

—¿A quién debemos culpar por ello? Agradece que me sienta agradecido.

—Gracias, señor —dijo Luterin y abandonó la augusta presencia, preocupado por el comentario acerca de Insil.

No tenía idea de qué tenía que hacer para presentarse al Maestro de Kharnabhar; sin embargo, el Guardián Esikananzi lo había dispuesto todo. Un esclavo con levita esperaba a Luterin al pie de un trineo dotado de abrigadas pieles contra el frío.

La velocidad del trineo lo abrumaba, y también el tintineo de las campanillas de los arreos. En cuanto el vehículo se puso en marcha, cerró los ojos y se agarró con fuerza. Voces parecidas al canto de los pájaros y la melodía de los patines sobre el hielo le trajeron reminiscencias de algo… No estaba seguro de qué.

El aire estaba quebradizo. Por lo poco que había podido ver de Kharnabhar, los peregrinos parecían haberse marchado. Todo se le antojaba más triste y empequeñecido de cómo lo recordaba. Algunas luces brillaban en las ventanas superiores o en las tiendas que permanecían abiertas, pero él seguía sin acostumbrarse a la luz. Se echó hacia atrás, tratando de ordenar sus recuerdos de Ebstok Esikananzi. Conocía a este compinche de su padre desde la infancia y nunca le había resultado simpático; para él, Ebstok era el responsable del carácter amargo de Insil.

El trineo se sacudía y traqueteaba y sus campanillas repicaban alegremente. Detrás de su sonido latoso se iba imponiendo el de una campana más pesada.

Hizo un esfuerzo por mirar el camino.

En aquel momento atravesaban una gran puerta que reconoció de inmediato, así como la caseta de guardia que apareció detrás. Había nacido allí. Acantilados de nieve de tres metros de altura se elevaban a los lados de la senda. Recorrían, sí, ¡el Viñedo! Enseguida aparecieron los familiares tejados de la casa. Una campana de sonido inolvidable tañía más fuerte que nunca.

Shokerandit recibió un cálido aluvión de recuerdos de infancia: se vio bajando de un pequeño tobogán, corriendo hacia los peldaños del frente. Su padre estaba allí, por una vez en casa, sonriendo y con los brazos extendidos hacia él.

En la puerta había ahora un centinela armado. La puerta mantenía tres de sus secciones plegadas, formando una especie de garita para resguardo del centinela. Éste pateó los paneles centrales hasta que un esclavo abrió la puerta y se hizo cargo de Luterin.

En el salón sin ventanas, quemadores de gas flameaban contra el muro y el mármol recogía su destello. Comprobó de inmediato que el gran sillón vacío había desaparecido.

—¿Está mi madre aquí? —le preguntó al esclavo. El hombre lo miró boquiabierto y se limitó a abrir camino escaleras arriba. Sin emoción alguna, Luterin se dijo que también le habría correspondido ser Maestro de Kharnabhar además de Guardián de la Rueda.

Cuando el esclavo llamó, una voz al otro lado de la puerta lo invitó a pasar, de modo que entró en el antiguo estudio de su padre, esa habitación que tan a menudo había permanecido cerrada para él cuando era joven.

Un viejo sabueso gris, echado junto al fuego, gruñó amistosamente al entrar Luterin. Verdes leños silbaban y ardían en la chimenea. La habitación olía a humo, a orina canina y a algo semejante a polvos faciales. Al otro lado de los gruesos cristales de la ventana se extendían la nieve y el infinito universo inarticulado.

Un secretario de cabello cano, cuyas herrumbrosas vértebras lumbares se habían doblado hasta darle el aspecto de un bastón torcido, se le aproximó. Movió los labios en señal de saludo y ofreció a Luterin, sin mayor ceremonia ni cordialidad, un asiento cercano.

Luterin se sentó. Su mirada viajaba por la habitación, todavía atiborrada de las pertenencias paternas. Reconoció las antiguas mechas de pedernal y de fósforo, las pinturas y el plato, los parteluces y sofitos, las bóvedas y contrafuertes. Los lepismas y las carcomas desarrollaban allí su labor a conciencia. Sobre el escritorio del secretario había un polvillo plateado que debía de haber caído poco antes del techo.

El secretario había apoyado un codo cerca del revoque caído.

—En este momento el Maestro está ocupado con la ceremonia de Myrkwyr. No creo que tarde mucho —dijo el secretario. Al cabo de una pausa, añadió, mirando tímidamente a su interlocutor—: Supongo que no me reconoces.

—Hay demasiada luz aquí.

—Pero si soy el antiguo secretario de tu padre, Evanporil. Ahora estoy a las órdenes del Maestro.

—¿Extrañas a mi padre?

—Es difícil de decir. Me limito a mis labores administrativas —dijo, repentinamente sumido en el papelerío de su es entono.

—¿Sigue aquí mi madre?

El secretario alzó brevemente la mirada:

—Sigue aquí, sí.

—¿Y Toress Lahl?

—No reconozco ese nombre, señor.

El silencio de las habitaciones se llenó con un seco crepitar de papeles. Luterin se incorporó, levantándose cuando se abrió la puerta. Un hombre alto y delgado, de cara angosta y patillas rojizas, entró en la habitación, campanilla al cinto. Se detuvo allí, enfundado en un hidrán negro y marrón, con la vista clavada en Luterin. Luterin le devolvió la mirada, tratando de adivinar si se trataba de un enemigo oficial o extraoficial.

—Bueno…, parece que has regresado al mundo en el que causaste un revuelo considerable. Bienvenido. La Oligarquía me ha nombrado Maestro aquí, un cargo ajeno a los deberes eclesiásticos. Soy el representante del Estado en Kharnabhar. El clima ha empeorado tanto que la comunicación con Askitosh se hace cada vez más complicada. Nos encargamos de garantizar el abastecimiento de alimentos desde Rivenjk, mientras que las conexiones militares son… algo débiles…

En ausencia de respuesta por parte de Luterin, el hombre alto había ido desgranando una oración tras otra.

—Bueno, intentaremos cuidar de ti, aunque no creo que puedas volver a vivir en esta casa.

—Es mi casa. —No. Tú no tienes casa. Ésta es la casa del Maestro y siempre lo ha sido.

—De modo que mi acto te ha beneficiado en mucho.

—Existe el beneficio en el mundo, sí. Es verdad.

Siguió un espeso silencio. El secretario se acercó con dos copas de yadahl, Luterin aceptó una, cegado por la belleza de sus destellos de rubí, pero no pudo beber.

El Maestro permaneció en pie, un tanto rígido, dejando entrever cierto nerviosismo mientras apuraba la copa.

—Sí —dijo al fin—, has estado apartado del mundo un largo tiempo. ¿He de creer que no me reconoces?

Luterin calló.

Con un leve gesto de irritación, el Maestro dijo:

—Por la Escrutadora, sí que eres callado… Yo fui tu comandante, el Arcipreste Militante Asperamanka. ¡Creía que los soldados nunca olvidaban a sus jefes de combate!

Luterin habló al fin:

—Ah, Asperamanka… «Déjalos desangrarse un poco»… Sí, ahora te recuerdo.

—No resulta fácil olvidar cómo, bajo el control de tu padre, la Oligarquía destruyó mi ejército para proteger a Sibornal de la plaga. Tú y yo fuimos de los pocos que sobrevivimos a la matanza.

Bebió un largo sorbo de yadahl y empezó a pasearse por la habitación. Ahora Luterin reconocía los iracundos surcos que le cruzaban el ceño.

Luterin se puso de pie:

—Quisiera hacerte una pregunta. ¿Qué soy para el Estado, un santo o un pecador?

El Maestro golpeteó el cristal de su copa con las uñas:

—Tras la… muerte de tu padre, el desorden se apoderó de las naciones sibornalesas. Aunque ya se han acostumbrado a obedecer leyes duras, las leyes que nos permitirán hacer frente al Invierno Weyr, entonces no fue así. Para serte franco, había cierta animadversión hacia el Oligarca Torkerkanzlag II. Sus edictos no eran lo que se dice populares… De modo que la Oligarquía hizo circular el rumor, ideado por mí, de que te habían entrenado para asesinar a tu padre, que había escapado a todo control. Reforzaron la idea de que te habían salvado de la masacre de Koriantura por ser el elegido para esa tarea. El rumor incrementó nuestra popularidad y nos permitió sortear un momento difícil.

—Envolvisteis mi crimen en una mentira.

—Nos limitamos a darle alguna utilidad a un acto inútil. Como resultado de ello, el Estado te reconoció oficialmente como…, ¿por qué has dicho «santo»?…, como un héroe. Eres parte de la leyenda. Aunque, si te soy sincero, he de decirte que personalmente te considero un pecador de la peor calaña. No he perdido mis convicciones religiosas en lo que respecta a ciertos asuntos.

—¿Es, pues, la convicción religiosa la que te ha animado a instalarte en Kharnabhar?

Asperamanka sonrió y tiró de su barba:

—Tengo gran nostalgia de Askitosh. Pero surgió la oportunidad de gobernar esta provincia y no la dejé escapar… Como héroe de leyenda, como figura histórica que eres, debes aceptar mi hospitalidad por esta noche. Huésped, y no prisionero.

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