Read Hermana luz, hermana sombra Online
Authors: Jane Yolen
—Tales como...
—Yo no hubiese vacilado en proclamar que soy la Anna. Eso significa que una parte de ti también lo desea.
—¡No! —dijo Jenna.
—¡Sí! —respondió Skada.
—¿Cómo puedo creerte? —preguntó Jenna—. ¿Cómo sé que no eres simplemente una mujer de la Congregación?
—¿Quieres que repita lo que te dijo Carum? ¿Cómo te sacó del Halla? Eso también ocurrió de noche. Compartiré contigo las noches de luna, Jenna. Para siempre.
—¿Para siempre? —La voz de Jenna era apenas un susurro—. ¿No te irás?
—No puedo irme —respondió Skada—. Tú me has convocado y yo estoy aquí. Una hermana llamó a la otra. Una necesidad se ha unido a la otra.
Jenna se dejó caer de rodillas y observó el suelo. Skada hizo lo mismo.
—Mi necesidad... —murmuró Jenna. Entonces alzó la vista hacia Skada— Mi necesidad es encontrar el sitio a donde han sido llevadas las niñas. Y Pynt.
—Te ayudaré a dar cada paso iluminado por la luna.
—Entonces ayúdame primero a bajar el espejo. Y el Libro. Quiero colocar el Libro a la cabecera de Madre Alta y el espejo a sus pies. Pero por si acaso, primero romperé el cristal.
Ningún hombre debe descubrir jamás el secreto de nuestra hermandad. —Movió la cabeza en dirección a Skada. Skada le respondió del mismo modo.
—Tú comienza con la tarea, hermana, y yo tendré poco que decir al respecto.
Jenna esbozó una sonrisa triste.
—Lo había olvidado.
—Te llevará algún tiempo acostumbrarte —dijo Skada—. A mí también. En mi propio mundo, con excepción del espejo o la laguna, mis movimientos eran sólo míos.
Jenna la miró.
—¿Estás resentida conmigo por eso?
Skada le devolvió la mirada.
—¿Resentida? Tú me has hecho sentir... cómo decirlo... completa. Sin ti no soy más que una sombra.
Jenna se levantó y tocó el lado izquierdo del espejo. Skada tocó el derecho.
—Cuando te dé la señal, levántalo conmigo —dijo Jenna. Skada casi sonrió.
—Cuando tú lo levantes, eso será señal suficiente.
—Oh, ya comprendo. Es extraño... he visto hermanas sombra durante toda mi vida, pero nunca he pensado mucho en ellas.
—Pronto tampoco pensarás en mí. Yo sólo seré —respondió Skada—. Levanta el espejo, Jenna. Hablas demasiado.
Jenna separó las piernas e inclinó la espalda para la tarea, y Skada hizo fuerza con ella, pero el espejo no se movió. Parecía clavado al suelo.
—Esto es extraño —dijo Skada.
—Muy extraño —respondió Jenna. Se levantó y volvió a inclinarse con Skada siguiendo cada uno de sus movimientos—. Intentémoslo otra vez. —Al tratar de alzar el espejo, la mano de Jenna se posó sobre el signo de la Diosa moviéndolo ligeramente hacia la derecha. Con un fuerte ruido el suelo comenzó a moverse bajo sus pies. Jenna saltó hacia atrás alarmada y Skada también. Entonces desenvainó la espada rápidamente y por un momento quedó sorprendida por el reflejo de la espada de Skada. La luz de la luna se posó sobre el metal y ambas espadas parecieron bañadas en un fuego frío.
El suelo continuó separándose hasta descubrir una escalera que bajaba. Hubo un grito extraño desde abajo, y una niña se asomó, parpadeando a la luz de la luna. Miró a su alrededor, primero a Skada y luego a Jenna.
—La Anna —exclamó—. Madre Alta dijo que vendrías.
La niña se volvió y emitió un silbido agudo hacia abajo, luego regresó y se arrojó en brazos de Jenna.
Las niñas emergieron del túnel como ratas de una cueva, todas tratando de hablar al mismo tiempo. Hasta los bebés querían llamar la atención. Jenna y Skada abrazaron a cada una por turno, y entonces las reunieron en un gran semicírculo.
—¿Estáis todas aquí? —preguntó Jenna—. ¿No queda ninguna oculta bajo esa oscura escalera?
—Sólo una, Anna —dijo una de las niñas mayores—. Pero está demasiado enferma para subir sola.
Jenna contuvo el aliento.
—¿Cuan enferma?
—Mucho —respondió una niña de rostro sucio y cabello enmarañado.
—¿Por qué ninguna de vosotras la ha subido? —preguntó Skada.
—Es demasiado grande para que nosotras podamos moverla —respondió la misma niña.
—¡Demasiado grande! —murmuró Jenna. Tratando de no alentar demasiadas esperanzas, se puso de pie—. Skada, ayúdame.
—Entonces alguien debe traer una lámpara —dijo Skada.
La mayor de las niñas, una jovencita de doce años con trenzas oscuras y un profundo hoyuelo en la mejilla, encendió una lámpara.
—Yo lo haré.
Bajaron la escalera y atravesaron una serie de habitaciones oscuras con catres alineados contra las paredes. Por todas partes había restos de comida. Los cuartos estaban mal ventilados y olían pésimamente.
—Demasiados bebés y muy pocos baños —susurró Skada. Jenna arrugó la nariz pero no respondió.
Al llegar a la última habitación, la niña dijo:
—Allí está.
Había un camastro contra la pared y su ocupante tenía el cabello oscuro, pero se hallaba de espaldas a ellas.
—Pynt —susurró Jenna—. Pynt, ¿eres tú?
La muchacha del camastro se movió, pero evidentemente sufría demasiado dolor para volverse. Jenna corrió hacia ella y con la ayuda de Skada dio vuelta la cama.
—Hola, Jenna —dijo Pynt.
Sus ojos se veían hundidos y oscuros. Jenna no pudo contener las lágrimas.
—Te dije que regresaría —murmuró—. Te lo dije con mi corazón.
—Sabía que lo harías —dijo Pynt con una sonrisa. Entonces se volvió hacia Skada.
Jenna notó su mirada.
—Pynt, ella es...
—Tu hermana sombra, por supuesto —dijo Pynt con voz ronca—. Me alegro tanto por ti, Jenna. Tú no sirves para estar sola, y yo no podré ser tu sombra por mucho tiempo. Por mucho tiempo. —Cerró los ojos y permaneció muy quieta.
—No habrá... no habrá muerto —le susurró Jenna a Skada. Skada sonrió.
—Bueno, dicen que el sueño es la hermana menor de la muerte. No es extraño que te confundas.
—¡Oh... duerme! —dijo Jenna y sonrió.
Después de alzar la cama con sumo cuidado, la transportaron a través de las habitaciones oscuras y escaleras arriba, depositándola frente al semicírculo de niñas.
—¿Pero dónde está Madre Alta? —preguntó la pequeña de trenzas oscuras.
Jenna se agachó para quedar a la altura de las niñas y Skada la imitó.
—Ahora escuchad, pequeñas; lo que encontraréis abajo os destrozará el corazón si vosotras lo permitís. Pero recordad que ahora vuestras madres se encuentran con Gran Alta, donde aguardan el día en que podamos volver a estar todas juntas.
Dos o tres de las niñas comenzaron a llorar. La jovencita de las trenzas oscuras emitió un extraño gemido.
—¿Todas? —preguntó—. No pueden ser todas.
—Todas —dijo Jenna con la mayor suavidad posible.
Poco acostumbrado a la luz y al sonido de los sollozos, un bebé comenzó a llorar.
Pynt abrió los ojos. Sin mover más que la boca, comenzó a hablar con una voz sorprendentemente firme.
—¡Callad! ¡Callad! Vosotras sois jóvenes guerreras de Alta. Pertenecéis a la Madre. ¿Querríamos perturbar el descanso de las madres en la Caverna de Alta? Ellas están felices allí. Juegan a las varillas con la Diosa y se alimentan de su seno. ¿Queréis que les hagamos perder un lanzamiento con nuestro llanto? ¿Queréis que les perturbemos mientras comen? No, no mis bebés. Debemos ser fuertes. Debemos recordar quiénes somos... siempre.
Los sollozos se detuvieron ante el sonido de su voz; incluso el bebé se calmó con su tono.
Cuando todo estuvo tranquilo, Pynt le susurró a Jenna:
—Ya no llorarán más. No lloraron nunca allí abajo, ni siquiera cuando se apagaron las velas. Y sé que ninguna de ellas lo hará afuera. Condúcenos, Blanca Jenna. Condúcenos, Anna. Condúcenos y seremos tus sombras.
Rompieron el espejo con la empuñadura de la espada de Jenna. Luego prendieron fuego a la cocina y al Gran Vestíbulo. Jenna sólo permitió que las niñas mayores ayudasen. No podía permitir que las pequeñas viesen los cuerpos y toda la sangre. Por lo tanto, las niñas aguardaron junto a la puerta trasera.
Entonces, con el humo a sus espaldas, Jenna y Skada transportaron el camastro de Pynt seguidas por la hilera de niñas.
Cortaron el abeto que cruzaba el camino, despejando el paso para todas. Y cuando llegaron a la parte más baja del peñasco, las niñas treparon con agilidad. Subieron la camilla de Pynt utilizando cuerdas y entonces, ante una señal de Jenna, se volvieron hacia el Mar de Campanas para dirigirse a la Congregación Selden. Jenna no conocía ningún otro sitio que quisiera albergar a tantas niñas. Cuando todas estuviesen a salvo, conseguiría otro mapa y cumpliría su promesa de advertir a las Congregaciones.
Y sí fue como Gran Alta hizo a la Anna, la Blanca, la Bendita. La hizo de fuego y de agua, de tierra y de aire.
“Y Ella”, dijo Gran Alta, “será dividida y entera a la vez. Se ahogará y a la vez vivirá. Se quemará sin convertirse en cenizas. Bajará a la tierra, se elevará por el aire y sin embargo no morirá. Será el final de todas las cosas y también el comienzo”.
Entonces Gran Alta tomó los cabellos que la unían a hermanas luz y hermanas sombra y, con una gran tijera, cortó la trenza. Ésta cayó en el sumidero de la noche.
—Lo mismo que he hecho yo debéis hacer vosotras —dijo Gran Alta—. Ya que una niña envuelta en los cabellos de su madre, una niña que viste las ropas de su madre, una niña que vive en la casa de su madre, seguirá siendo una niña para siempre.
Así fue que partieron la reina de las sombras y la reina de la luz. Pero antes de hacerlo, cada una tomó un solo cabello de la trenza y se lo ató a la muñeca como muestra de su amor.
El día en que Mairi Magoren estaba jugando a las Fichas, alzó la vista y vio a una anciana que caminaba por el sendero moviendo la cabeza de un lado al otro, así: tok-tok, tok-tok. Detrás de ella venía una larga fila de niñas sucias y desagradables.
—Anciana, anciana —dijo Mairi—, ¿dónde vas tan deprisa? —Pensaba que tal vez pudiese darle algo para beber, una silla para mecerse o una palabra amable, y así dejar pasar a la pandilla de niñas.
Pero la anciana siguió caminando sin un sonido, su cabeza blanca moviéndose de un lado al otro, tok-tok, tok-tok. Y aquellas niñas harapientas la siguieron de cerca.
Entonces Mairi vio que las niñas estaban unidas entre sí con cuerdas de cabello, y que a través de ellas podía ver los árboles más allá.
Entonces fue cuando Mairi supo que había visto a la Hanna Bucea, el Fantasma o Demonio Hanna, que robaba los niños traviesos de sus cunas y camas y los obligaba a danzar detrás de ella hasta que sus ropas se convertían en harapos, sus zapatos se hacían pedazos y sus madres hacía mucho que se hallaban en sus tumbas.
Viajaron durante la noche, pero no porque fuese más seguro. Ni siquiera la destreza de Jenna en los bosques podía ocultar el rastro de treinta y tres niñas cuyas edades variaban entre la primera infancia y los doce años. Pero anduvieron bajo la luz de la luna porque Skada podía estar allí para ayudar a llevar la camilla de Pynt. Sin embargo, cuando estuvieron en la espesura del bosque, Jenna no pudo contar con Skada y tuvo que solicitar la ayuda de Petra, la jovencita de trenzas oscuras.
Petra parecía extraordinariamente serena para una niña que estaba a punto de iniciar su misión, y Jenna no se sorprendió al descubrir que había elegido seguir el camino de la sacerdotisa. Trató de pensar en sí misma un año atrás, pero lo que más recordaba era el sonido de las puertas que se cerraban con fuerza, las patas de las sillas al raspar contra el suelo y los interminables exámenes de conciencia. Petra no parecía preocuparse por nada de eso, y se sentía tan cómoda con los bebés como con Pynt, que aún deliraba por la fiebre. También tenía una gran provisión de relatos y canciones que recitaba con una voz que a Jenna le hacía recordar a la anciana Madre Alta de seis dedos.
De la Congregación se habían llevado toda la comida que habían podido cargar. Todas las niñas mayores portaban sacos o canastos atestados de panes, quesos y frutos secos. Las más pequeñas llevaban bolsas de cuero con brod, las galletas duras que habían dado fama a la Congregación Nill. Jenna se había colgado seis odres de cuero a la espalda, y pensaba llenarlos de agua cada vez que estuviesen cerca de un arroyo.
—Aunque nunca lleguemos a la Congregación Selden —había observado Skada—, no pasaremos hambre.
Entonces las niñas habían reído, y era el primer sonido que emitían desde que habían abandonado la Congregación, pero Jenna las había hecho callar rápidamente.
Iluminado por la luna, el Mar de Campanas parecía un reino interminable de flores blancas y pastos oscuros. Jenna se sintió aliviada al ver que no había niebla.
Ella y Skada condujeron a las niñas a través del gran prado, sin preocuparse por el rastro que dejaban detrás. Las niñas necesitaban cuidados maternales, Pynt necesitaba atención médica, y a pesar de la broma de Skada, sólo había comida para unos pocos días más. Además, Jenna tenía siempre presente la voz de Madre Alta, que le decía: “Debes ir de Congregación en Congregación. Diles esto: el momento del final es inminente.” Y cada repetición traía consigo el recuerdo de los horrores vividos en la Congregación Nill, con los cuerpos en el patio y en la escalera, con el humo que se elevaba de los fuegos funerarios como una madeja de almas que se desenrollaba.
En la primera mañana comieron junto al borde este del prado de lirios. Los bebés, que habían dormido toda la noche en brazos de sus portadoras, estaban bien despiertos. Pero las demás se encontraban exhaustas y se quedaron dormidas sobre la hierba a pesar de los alegres balbuceos de los bebés.
Jenna y Petra se turnaron para montar guardia durante el día, aunque afortunadamente había poco que ver con excepción de una familia de zorros que jugaba a unos trescientos metros de distancia, y una V de gansos salvajes que pasó volando con rumbo al norte.
Por la noche compartieron una cena de queso, pan, agua y unas nueces que Jenna había encontrado durante uno de los turnos de Petra en la guardia. Guardaron las frutas para repartirlas como golosina durante el camino.
Después de la comida, Jenna hizo que todas se levantaran diciendo: