Hermana luz, hermana sombra (29 page)

—Vamos, mis guerreras. Vamos, mis mujeres del bosque. Petra nos contará una historia y luego nos pondremos en marcha.

Petra comenzó a cantarles la siempre emotiva balada de la Cabalgada de Krack a partir del estribillo:

¡Vamos! ¡Adelante! El rey Krack cabalga,

Y con él, las hermanas una junto a otra.

Y todas las niñas se unieron a ella. Hasta las más pequeñas parecían tomar parte, agitando los brazos junto con sus hermanas mayores.

Jenna se arrodilló junto a Pynt.

—¿Y cómo te sientes, mi sombra? —preguntó. Pynt logró alzar la cabeza.

—Creo que estoy sanando, Jenna. ¿Quién lo hubiese creído? Rebotando en esta camilla entre tú y Skada, envuelta como el queso y el brod. Pero la fiebre desapareció por la noche y la herida sólo duele un poco... es como un dolor de muelas.

Jenna colocó la mano sobre su frente y descubrió que estaba fresca aunque un poco húmeda. Entonces le acomodó las mantas con suavidad mientras Petra terminaba la última estrofa de su poema.

Pynt susurró el estribillo junto con las niñas.

—Y con él, las hermanas una junto a otra. Es una buena canción, Jenna. Con ella las niñas marcharán rápidamente y sin temor.

—Eso esperamos —dijo Skada materializándose junto a Jenna.

Jenna se volvió hacia el horizonte y pudo ver que la luna avanzaba lentamente. Asintió con la cabeza, casi como para sí misma, y dijo en voz baja:

—Ya estás aquí. Ahora podemos irnos.

La luna ya no estaba llena, pero Skada parecía tan enérgica como siempre y su risa atravesaba los momentos más sombríos de Jenna. Por lo tanto, la primera vez en que ésta trató de silenciarla, Skada se negó.

—Si yo callara, Jenna, tú dirías las mismas cosas pero en tu mente, y entonces no sería tan divertido. Admítelo.

—Calla, Skada, oigo algo —dijo Jenna mientras se detenía con la cabeza inclinada hacia un lado. Skada se detuvo con la misma actitud.

—Sólo Gran Alta sabe cómo puedes pretender oír algo por encima de las pisadas de sesenta y seis pies menudos —le dijo.

—¿Quieres callarte?

—Estoy callada. Eres tú la que habla.

La hilera de niñas se detuvo detrás de ellas. Cuando la última niña estuvo en silencio, todavía pudo oírse el eco de un sonido, algo que crujía entre los árboles.

—¿Un puma? —susurró Pynt desde su camilla.

—Demasiado ruidoso.

—¿Un oso?

—No hace el ruido suficiente.

—¿Se supone que eso debe ser un consuelo?

—Se supone que... Oh, Pynt, ya hemos mantenido antes esta conversación.

Pynt sonrió a pesar del miedo.

—¿Cómo puedes bromear en un momento como éste? —preguntó Jenna. Pynt se apoyó sobre los codos.

—Jenna, siempre me pides a mí que piense. Hazlo tú esta vez. Piensa en la última vez en que escuchamos este sonido, en medio de la niebla.

—Era Carum. —La voz de Jenna se suavizó de repente.

—Pero ahora no se trata de Carum. De todos modos, ese sonido es producido por alguien igualmente humano. Un ser humano. Sin duda somos muchas más que quien sea que esté allí.

Jenna asintió con la cabeza y desenvainó la espada. Pynt hizo lo mismo. Una voz les gritó desde las malezas.

—Baja tu espada, Jo-an-enna. Si hubiera querido sorprenderte, jamás me habrías oído.

Pynt se sentó en la camilla. Su sonrisa ocultó el dolor que le había costado el esfuerzo.

—¡A-ma! —exclamó.

Amalda salió de entre las sombras y, al hacerlo, su hermana Sammor se materializó a su lado.

Jenna volvió a envainar la espada en silencio y Pynt la imitó. Ambas se hicieron a un lado para que Amalda y Sammor pudieran acercarse a la camilla.

—¿Qué te ha ocurrido, niña? —preguntó Amalda.

—Me apresuré en hablar y avancé primero —dijo Pynt con una mueca—. Justo lo que me advertiste que no hiciera. Creo que esta vez he aprendido la lección. Pero A-ma, ¿por qué estáis aquí?

Sammor sostenía la mano derecha de Pynt y Amalda, la izquierda.

—Tú nos has traído, pequeña —dijeron al unísono.

—Cuando llegó un mensajero de Calla’s Ford diciendo que no habías llegado a la Congregación con las otras dos... —comenzó Amalda.

—Lo ves, Jenna —le interrumpió Pynt—, te dije que llegarían por su cuenta.

Amalda continuó.

—No podíamos permanecer en casa sabiendo que habías actuado de forma tan tonta, sabiendo que podías haber puesto su vida... y la de las demás... en peligro. Marga, fuiste directamente contra las órdenes de la Madre.

—Eran órdenes mal dadas... órdenes para hacer daño, no para sanar —dijo Pynt.

—Eran las órdenes de la Madre —respondió Amalda—, no importaba lo que te dijese tu corazón. En los Valles se dice: “El corazón puede ser un amo cruel.” Y ahora, mira lo cruel que ha sido contigo. —Ella y Sammor apartaron el vendaje de su espalda.

—Aún más crueldad sufrieron las mujeres de la Congregación Nill —susurró Jenna señalando a las niñas que aguardaban instrucciones en silencio.

Pynt se mordió el labio y bajó la cabeza.

—Nos preguntábamos quiénes eran —dijo Sammor—. Tienen la actitud tranquila de los bebés de Alta.

—¿Dónde están sus madres? —preguntó Amalda.

—Muertas —dijo Jenna.

—¿Todas ellas?

Jenna no respondió.

—Todas. —Skada habló por primera vez. Amalda y Sammor se volvieron para mirarla.

—Pero... pero tú eres...

Skada y Jenna asintieron con la cabeza y se acercaron la una a la otra hasta que sus hombros se tocaron. Vistas de ese modo, la hermandad no podía negarse.

—No lo comprendo —dijo Amalda colocándose frente a ellas. Sammor la siguió—. Aún te falta al menos un año para tu Noche de Hermandad. Las mujeres de la Congregación Nill no habrán tenido tiempo para colocarte frente al espejo. No tenías ningún entrenamiento. Ni siquiera habías visto los ritos.

Jenna se alzó de hombros.

—Sólo... sólo ocurrió —les dijo.

Skada se alzó de hombros de forma aún más generosa.

—Su necesidad convocó a la mía —les explicó—. Y yo respondí.

Todas guardaron silencio durante un buen rato; entonces una niña de cuatro años se apartó de las demás y fue a tirar de la manga de Jenna.

—Anna —susurró con vehemencia—. Hemos oído toser a un puma. Algunas de las pequeñas están asustadas.

—¿Y tú no lo estás? —preguntó Jenna arrodillándose a su lado. Skada fue con ella.

—No, Anna. Tú estás aquí.

—¿Por qué te llama Anna? —preguntó Sammor—. Ése no es tu nombre.

—La Anna es... —comenzó Amalda.

—Yo sé quién es la Anna —dijo Jenna—. Lo que ya no sé es quién soy yo. —Rodeó a la niña con su brazo y Skada hizo lo mismo del otro lado—. Cuéntamelo otra vez, dulzura.

—Oímos un puma en los bosques. Tosía de este modo. —La niña realizó una imitación notablemente buena de la voz del puma.

—El relato puede aguardar —dijo Sammor—. El puma, no. Amalda y yo lo mataremos para ti y esta noche uno de tus bebés dormirá en una piel más abrigada que la suya. —Sin decir más, ambas se alejaron del grupo.

—Cuéntaselo a las demás —dijo Jenna a la niña—. Aguardaremos aquí hasta que regresen. Pero ya nadie debe preocuparse por el puma. En nuestra Congregación decimos: “Un puma que alardea una vez, es un puma que alardea con demasiada frecuencia.”

—Nosotras también tenemos ese dicho, Anna —dijo la niña batiendo las palmas antes de regresar rápidamente al círculo de niñas. Una vez allí, les dio el mensaje a todas y entonces se sentaron en el césped a aguardar.

—El puma no es el problema —le dijo Jenna a Skada.

—Ni tampoco el recuento de lo ocurrido —agregó Skada.

—El problema es el tiempo —dijo Pynt desde su camilla—. Cada minuto que pasamos aquí es un minuto menos de luna para andar.

—Ya no importa la luna —dijo Skada—. Ahora A-ma ayudará con la camilla. También podréis viajar de día si lo deseáis.

—Si sólo fuésemos Amalda, Pynt y yo, avanzaríamos tanto de día como de noche. Pero las niñas están exhaustas. Poca comida y menos sueño no es una dieta saludable.

—Son jóvenes. Se recuperarán —dijo Skada.

Jenna se volvió hacia los árboles, oscuros y desaliñados a la luz de la luna.

—Quisiera que nos fuésemos de este lugar. Se encuentra demasiado cerca de los malos recuerdos.

—Y de una mala tumba —agregó Pynt.

En menos de una hora, Amalda y Sammor regresaron trayendo la piel del puma entre ambas.

Jenna esbozó una sonrisa.

—Habéis tardado poco —les dijo.

—Era un puma pequeño —respondió Amalda—. La piel apestará, pero la limpiaremos mejor cuando estemos en casa. Nos preocupaba regresar lo antes posible.

—A nosotras también nos preocupaba lo mismo —les contestó Pynt. Dejaron caer la piel sobre los pies de Pynt y las niñas se reunieron a su alrededor para tocarla, olvidando por el momento a sus hermanas bebés entre la hierba.

—Tocadla una vez —les advirtió Petra—, y eso será todo. Luego deberemos partir.

En silencio y con solemnidad, las niñas acariciaron la piel del puma. Entonces regresaron en busca de sus hermanas y formaron dos filas rectas.

Amalda y Sammor señalaron al sur.

—Por ahí es más rápido. Además, evitaremos cierto lugar.

—¿Qué lugar? —preguntó Jenna.

—Una tumba marcada por una cruz roja. Encima de la cruz hay un yelmo con la forma de un perro enfurecido.

—Pero yo arrojé ese yelmo al sepulcro —exclamó Jenna.

—Y quien sea que lo haya abierto primero decidió darle sepultura siguiendo sus propios ritos —dijo Amalda.

—¿Primero? —preguntó Pynt con voz débil.

—Nosotras fuimos las segundas —dijo Sammor—. Os seguimos con una facilidad que habla muy mal de vuestro entrenamiento. Dejasteis un rastro de pisadas en círculo con frecuentes retrocesos.

—Había niebla —dijo Jenna.

Si se había propuesto dar una explicación, ni Amalda ni Sammor lo tomaron de ese modo.

—Cuando seguimos vuestro rastro hasta el claro y hallamos esa tumba recién cavada, temimos lo peor. Pero todo lo que encontramos allí dentro fue a un hombre robusto y desagradable —dijo Sammor.

—Un hombre muerto dos veces —agregó Amalda—, a juzgar por sus heridas. Una vez en el muslo y otra...

Jenna emitió un pequeño gemido.

—Por favor —dijo Skada—, Jenna no tiene estómago para estas descripciones. Apenas si tuvo estómago para hacerlo.

—Hice lo que debía hacer —dijo Jenna—. Pero no me produjo ningún placer, ni entonces ni ahora. Las niñas aguardan. ¿Podemos partir?

Continuaron la marcha compartiendo con las niñas lo último que les quedaba del brod y de las frutas. A los bebés les dieron agua endulzada con la miel que Amalda y Sammor habían traído consigo.

A lo largo del camino, primero Pynt y luego Skada, narraron los horrores ocurridos en la Congregación Nill. Lo hicieron de la forma más breve posible y ateniéndose sólo a los hechos, de tal modo que el rostro pálido de Jenna pudiese volver a recobrar su color. Amalda y Sammor no interrumpieron el recuento en ningún momento para no hacerlo más largo. Y al final, las cinco guardaron silencio ya que no había palabras que brindasen consuelo después de semejante historia. Tuvieron cuidado de no permitir que las niñas oyesen nada de ello, y las dejaron en manos de los alegres juegos de Petra.

Al fin el camino del sur se introdujo en los bosques y tanto Skada como Sammor desaparecieron, por lo que la camilla tuvo que ser transportada entre Amalda y Jenna. Guardaron silencio hasta bien entrada la mañana, cuando condujeron a las niñas bajo un peñasco en un gran campamento circular, con la camilla de Pynt en el centro. Durmieron allí, al pie de El Viejo Ahorcado, cuyo rostro ancho y rocoso las observó hasta el atardecer.

Las niñas tenían hambre y una o dos se quejaban por ello, a pesar de las advertencias de Petra y de las muchas canciones que les hacía cantar. Todas estaban agotadas por la interminable caminata y al final Jenna y Amalda permitieron que las más pequeñas se turnaran para viajar sobre sus hombros. Pynt llevaba a varios de los bebés en su camilla, liberando a las niñas mayores de la pesada carga. De este modo, el grupo de treinta y seis mujeres y niñas llegó hasta los portales de la Congregación Selden, flanqueado por dos silenciosas centinelas que no habían formulado preguntas para no demorarlas más.

Los portones fueron abiertos de inmediato, ya que las puertas de una Congregación nunca permanecían cerradas para las niñas, y las mujeres de Selden bulleron a su alrededor alzándolas en sus brazos. Luego las guiaron hasta la cocina para que comiesen algo.

Jenna sabía que en los baños de la Congregación el agua se mantendría caliente durante toda la tarde, y ya podía sentirla sobre su espalda y sus piernas fatigadas. Jenna rodeó a Petra con el brazo.

—Vamos, mi buena mano derecha, después de que comas un poco de guisado y te des un buen baño, tú y yo tendremos que ir a hablar con la Madre. —Lo dijo de forma despreocupada, aunque sintió un nudo en el estómago ante la idea. Al mirar a Petra, notó con sorpresa que había lágrimas en sus ojos.

—¿Estamos a salvo aquí, Anna? —preguntó la niña en un susurro.

—Sí, Petra —respondió Jenna—. Y las niñas también porque tú has sabido cuidarlas.

—La Diosa sonríe —dijo Petra. Su voz era como un eco de la sacerdotisa de seis dedos.

Jenna se apartó un poco y murmuró para sí misma:

—La Diosa ríe, y no sé si me gusta el sonido.

—¿Qué has dicho? —preguntó Petra.

Sin responder, Jenna la guió hasta una silla en la cocina. Donya colocó frente a ella dos cuencos de guisado y unos panes untados con mantequilla y mermelada de frambuesa.

Amalda no permitió que nadie les formulara preguntas mientras comían, y luego llevó a Pynt con la enfermera. Kadreen revisó su hombro y su espalda mientras Pynt engullía otro cuenco de guisado.

—Un buen trabajo —dijo Kadreen con su seriedad habitual—. No perderás el uso del brazo, lo cual suele ocurrir cuando la herida atraviesa el músculo. Pero tendrás que ejercitarlo en cuanto te sea posible.

—¿Y eso cuándo será? —preguntó Pynt.

—Yo te lo diré —respondió Kadreen—, y será antes de lo que tú o tu brazo querréis. Trabajaremos en ello las dos juntas.

Pynt asintió con la cabeza.

—Quedará una cicatriz muy visible —dijo Kadreen. Amalda sonrió.

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