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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (22 page)

—¿Dijo algo Vorpatril sobre el tema por la mañana?

—No. Yo no hablo mucho.

—Eso no es propio de mí —observó Miles, solícito.

—Finjo estar pasando por un episodio leve de una de esas depresiones de las que habla su informe psíquico… ¿quién habla, por cierto? —El clon giró la cabeza.

—El propio Vorkosigan. Le hemos dado pentarrápida.

—Ah, bien. Llevo toda la mañana recibiendo llamadas por un enlace seguro. Sus mercenarios piden órdenes.

—Acordamos que evitarías a los mercenarios.

—Bien, díselo a ellos.

—¿Cuánto tardarás en tener las órdenes que te saquen de la embajada y te envíen de vuelta a Barrayar?

—No lo suficientemente pronto para evitar a los dendarii por completo. Se lo comenté al embajador, pero parece que Vorkosigan está encargado de la búsqueda del capitán Galeni. Creo que le sorprendió que yo quisiera marcharme, así que me eché atrás. ¿Ha cambiado ya el capitán de opinión? ¿Colaborará? Si no, tendrás que generar mis órdenes de regreso a casa desde allí y deslizarlas con el correo o algo por el estilo.

Galen vaciló visiblemente.

—Veré qué puedo hacer. Mientras tanto, sigue intentándolo.

«¿No sabe Galen que sabemos que el correo está implicado?», pensó Miles con un destello de lucidez casi normal. Consiguió mantener la vocalización en un murmullo.

—De acuerdo. Bueno, me prometiste que lo mantendrías con vida para hacerle preguntas hasta que me marchara, así que ahí va una. ¿Quién es la teniente Bone, y qué se supone que tiene que hacer con el superávit de la
Triumph
? No dijo de qué había sobrantes.

Uno de los guardias pinchó a Miles.

—Contesta a la pregunta.

Miles luchó por conseguir claridad de pensamiento y expresión.

—Es la contable de mi flota. Supongo que debería invertirlo en su cuenta y jugar como de costumbre. Es un superávit de dinero —se vio obligado a explicar, entonces chasqueó la lengua con pesar—. Temporal, estoy seguro.

—¿Valdrá eso? —preguntó Galen.

—Creo que sí. Le dije que era una oficial experimentada y que actuara a su discreción, y pareció marcharse satisfecha, pero me preguntaba qué le había ordenado. Muy bien, la siguiente. ¿Quién es Rosalie Crew, y por qué demanda al almirante Naismith por medio millón de créditos federales de la GSA?

—¿Quién? —boqueó Miles, con sincero asombro, cuando el guardia volvió a pincharlo—. ¿Qué?

Miles era incapaz de traducir medio millón de créditos GSA a marcos imperiales barrayareses en su cabeza confundida por la droga en otra cosa que no fueran «montones y montones y montones». Durante un momento, la asociación del nombre permaneció bloqueada. Luego cayó en la cuenta.

—Dioses, es esa pobre empleada de la licorería. La salvé del incendio. ¿Pero por qué me demanda a mí? ¿Por qué no demanda a Danio, que le quemó la tienda…? Claro, está sin blanca…

—¿Pero qué hago al respecto? —preguntó el clon.

—Querías ser yo —dijo Miles con voz áspera—, resuélvelo tú.

Sus procesos mentales actuaron de todas formas.

—Amenázala con una contrademanda por daños médicos. Creo que me torcí la espalda al levantarla. Todavía me duele…

Galen no dio importancia al tema.

—Ignóralo —instruyó—. Estarás fuera de allí antes de que pase nada.

—Muy bien —dijo el clon de Miles, dubitativo.

—¿Y cargarles el muerto a los dendarii? —protestó Miles, furioso. Cerró los ojos, tratando desesperadamente de pensar mientras la habitación se estremecía—. Pero, por supuesto, no te importan nada los dendarii, ¿verdad? ¡Tienen que importarte! Ponen sus vidas en peligro por ti… por mí… no está bien. Los traicionarás, como si nada, sin pensarlo siquiera, apenas sabes lo que son…

—Cierto —suspiró el clon— y, hablando de lo que son, ¿cuál es su relación con esa comandante Quinn? ¿Habéis decidido finalmente si se la estaba tirando, o no?

—Sólo somos buenos amigos —canturreó Miles, y se echó a reír histérico. Saltó hacia la comuconsola (los guardias intentaron agarrarlo y fallaron) y, tras subirse a la mesa, se asomó al vid—. ¡Apártate de ella, pequeño mierda! Ella es mía, lo oyes, mía, toda mía… Quinn, Quinn, hermosa Quinn, Quinn de la noche, hermosa Quinn —cantó desafinando mientras los guardias lo arrastraban. Los golpes le hicieron guardar silencio.

—Creía que le habíais administrado pentarrápida —le dijo el clon a Galen.

—Así es.

—¡Pues no lo parece!

—Sí. Pasa algo raro. Sin embargo, se supone que no ha sido condicionado… Empiezo a dudar seriamente de la utilidad de mantenerlo con vida como fuente de información si no podemos confiar en sus respuestas.

—Magnífico —rezongó el clon. Miró por encima del hombro—. Tengo que irme. Informaré de nuevo esta noche. Si todavía estoy vivo.

Se desvaneció con un pitido irritado.

Galen acosó a Miles con una lista de preguntas: sobre el cuartel general imperial de Barrayar; sobre el emperador Gregor; sobre las actividades habituales de Miles cuando estaba destinado en la capital de Barrayar, Vorbarr Sultana; y, con insistencia, sobre los mercenarios dendarii. Miles, rebulléndose, contestó y contestó y contestó, incapaz de detener su rápido parloteo. Pero a la mitad se topó con un verso y acabó recitando todo el soneto. Los bofetones de Galen no pudieron desviarlo; las cadenas de asociación eran demasiado fuertes para romperlas. Después de eso consiguió esquivar el interrogatorio repetidamente. Las obras de metro y rima fuertes funcionaban mejor; los malos versos, las canciones obscenas de farra dendarii, todo lo que pudiera disparar una palabra o frase casual de sus captores. Su memoria parecía fenomenal. El rostro de Galen se ensombreció de frustración.

—A este paso estaremos aquí hasta el próximo invierno —dijo disgustado uno de los guardias.

Los labios ensangrentados de Miles esbozaron una sonrisa maniática.

—«Ahora es el invierno de nuestro descontento —gimió—, vuelto glorioso verano por este sol de York…»

Habían pasado años desde que memorizara la antigua obra, pero los sugestivos pentámetros yámbicos lo llevaron implacables de la mano. Aparte de golpearlo hasta dejarlo inconsciente, no parecía que Galen pudiera hacer nada por desconectarlo. Miles ni siquiera había llegado al final del Acto I cuando los dos guardias lo arrastraron de vuelta al tubo elevador y lo arrojaron a su prisión.

Una vez allí, sus aceleradas neuronas lo impulsaron de pared a pared, caminando y recitando, dando saltos arriba y abajo en el camastro en los momentos adecuados, adoptando todos los papeles femeninos con un agudo falsete. Llegó hasta el último amén antes de desplomarse en el suelo y quedarse allí jadeando.

El capitán Galeni, que llevaba una hora acurrucado en un rincón de su camastro protegiéndose los oídos con las manos, alzó la cabeza con cautela.

—¿Ha terminado ya? —preguntó suavemente.

Miles se tendió de espaldas y miró aturdido la luz del techo.

—Tres hurras por la cultura… estoy mareado.

—No me extraña —el propio Galeni, pálido, parecía enfermo; seguía tembloroso por los efectos del aturdidor—. ¿Qué ha sido eso?

—¿La obra, o la droga?

—Reconozco la obra, gracias. ¿Qué droga ha sido?

—Pentarrápida.

—Está bromeando.

—Para nada. Tengo varias reacciones extrañas a los medicamentos. Hay toda una gama de sedantes que no puedo tocar. Al parecer, la pentarrápida está relacionada.

—¡Qué buena suerte!

«Dudo seriamente de la utilidad de mantenerlo con vida…»

—No lo creo —dijo Miles, distante. Se puso en pie, se abalanzó hacia el cuarto de baño, vomitó y se desmayó.

Despertó con la fija mirada de la luz acuchillando sus ojos, y se pasó un brazo por la cara para anularla. Alguien (¿Galeni?) le había arrastrado de vuelta al camastro. Galeni estaba ahora dormido al otro lado de la habitación, respirando pesadamente. Una comida, fría y olvidada, esperaba en un plato situado en el extremo del camastro de Miles. Debía ser de madrugada. Contempló inquieto la comida, luego la apartó de su vista, bajo la cama. El tiempo se estiró inexorable mientras se agitaba, se volvía, se sentaba, se tumbaba, dolorido y mareado. Imposible escapar ni siquiera en sueños.

A la mañana siguiente, después del desayuno, vinieron y se llevaron no a Miles, sino a Galeni. El capitán salió con una expresión de sombrío disgusto en los ojos. Desde el pasillo llegaron los sonidos de un violento altercado: Galeni intentando que lo aturdieran; una manera draconiana pero sin duda efectiva de evitar el interrogatorio. No tuvo éxito. Sus captores lo devolvieron a la celda, riendo como un loco, después de una sesión maratoniana.

Yació fláccido en la cama durante aproximadamente otra hora antes de sumirse en un sueño inquieto. Miles resistió amablemente la oportunidad de aprovecharse de los efectos residuales de la droga para plantearle unas cuantas preguntas propias. Lástima, los sujetos sometidos a la pentarrápida recordaban sus experiencias. Miles estaba bastante seguro de que una de las motivaciones personales de Galeni se hallaba en la palabra clave
traición
.

Galeni regresó por fin a una pastosa pero fría consciencia, sintiéndose enfermo. La resaca de la pentarrápida era una experiencia enormemente desagradable. En eso, la respuesta de Miles a la droga era la habitual. Se estremeció cuando Galeni hizo su viaje al cuarto de baño.

Regresó y se sentó pesadamente en el camastro. Sus ojos se posaron en el plato frío de la cena; lo apartó dubitativo con un dedo.

—¿Quiere usted esto? —le preguntó a Miles.

—No, gracias.

—Mm —Galeni quitó el plato de la vista, colocándolo bajo la cama, y se sentó, agotado.

—¿Qué buscaban en su interrogatorio? —Miles volvió la cabeza hacia la puerta.

—Esta vez, historia personal, principalmente.

Galeni se miró los calcetines, que se estaban quedando tiesos de tan sucios. Sin embargo, Miles no estaba seguro de que viera lo que estaba mirando.

—Parece tener dificultades para comprender que yo hablaba en serio. Al parecer estaba verdaderamente convencido de que sólo tenía que aparecer, silbar y tenerme corriendo a sus talones como lo hacía a mis catorce años. Como si el peso de toda mi vida adulta no contara para nada. Como si me hubiera puesto este uniforme de broma, o por desesperación o confusión… todo menos por una decisión razonada y de principios.

No había necesidad de preguntar a quién se refería. Miles sonrió con amargura.

—¿Qué, no fue por las botas de caña?

—Me dejé deslumbrar por los oropeles del neofascismo —le informó Galeni suavemente.

—¿Así es como lo definió? Es feudalismo, por cierto, no fascismo (aparte de algunos experimentos en centralización del difunto emperador Ezar Vorbarra). El deslumbrante oropel del neo-feudalismo, se lo aseguro.

—Conozco perfectamente los principios del Gobierno barrayarés, gracias —observó Galeni.

—Da igual —murmuró Miles—. Todo se ha ido consiguiendo sobre la marcha, ya sabe.

—Sí, lo sé. Me alegra saber que no es un analfabeto histórico como el oficial medio de hoy en día.

—Bueno… —dijo Miles—, si no fue por los galones dorados y las botas brillantes, ¿por qué está usted con nosotros?

—Oh, claro. —Galeni dirigió la mirada hacia la luz—. Siento un sádico placer psicosexual siendo un matón, un hampón y un gallito. Es una búsqueda de poder.

—Hola —le saludó Miles desde el otro lado de la habitación—, hable conmigo, no con él, ¿vale? Ya ha tenido su turno.

—Mm —Galeni se cruzó de brazos, sombrío—. En cierto modo, supongo que es verdad. Busco el poder. O lo buscaba.

—Por si sirve de algo, eso no es ningún secreto para el Alto Mando de Barrayar.

—Ni para ningún barrayarés, aunque por lo visto la gente de fuera de su sociedad lo pasa siempre por alto. ¿Cómo imaginan que una sociedad de castas aparentemente tan rígida ha soportado sin desintegrarse las increíbles tensiones de este siglo desde el final de la Era del Aislamiento? En cierto modo, el servicio imperial ha sido algo que tiene la misma función social que la Iglesia medieval aquí en la Tierra: una válvula de seguridad. A través del servicio, todo aquel que tenga talento puede superar sus orígenes de casta. Veinte años de servicio imperial, y salen siendo a todos los efectos Vor honorarios. Los nombres puede que no hayan cambiado desde la época de Dorca Vorbarra, cuando los Vor eran una casta cerrada de matones a caballo…

Miles sonrió al oír la descripción de la generación de su abuelo.

—… pero la sustancia se ha alterado hasta lo irreconocible. Y sin embargo, durante todo este tiempo los Vor han conseguido, de forma desesperada, aferrarse a ciertos principios vitales de servicio y sacrificio. Al conocimiento de que es posible, para un hombre que no quiere detenerse y agacharse, correr calle abajo con la oportunidad de dar… —Se detuvo en seco y se aclaró la garganta, ruborizado—. Mi tesis doctoral, ¿sabe?
El servicio imperial barrayarés, un siglo de cambio
.

—Ya veo.

—Quería servir a Komarr…

—Como su padre antes que usted —terminó Miles.

Galeni alzó bruscamente la mirada, sospechando sarcasmo, pero sólo encontró en sus ojos, confió Miles, ironía compasiva.

Galeni abrió la mano en un breve gesto de acuerdo y de comprensión.

—Sí. Y no. Ninguno de los cadetes que entraron en el servicio cuando lo hice yo han visto todavía una guerra. Yo la vi desde la calle…

—Sospechaba que estaba usted más íntimamente relacionado con la Revuelta komarresa de lo que revelan los informes de seguridad —observó Miles.

—Como aprendiz reclutado por mi padre —confirmó Galeni—. Algunas incursiones nocturnas, misiones de sabotaje… era bajo para mi edad. Hay lugares en los que un niño puede meterse como si jugara, mientras que un adulto es detenido. Antes de cumplir catorce años había ayudado a matar hombres… No abrigo ninguna ilusión sobre las gloriosas tropas imperiales durante la Revuelta de Komarr. Vi a hombres que llevaban este uniforme —se pasó un dedo por los pantalones verdes— hacer cosas vergonzosas. Por furia o miedo, por frustración o desesperación, a veces sólo por mala fe. Pero no vi que hubiera ninguna diferencia palpable para los cadáveres, para la gente corriente pillada en el fuego cruzado, ya resultaran quemados con el fuego de plasma de los malvados invasores o volados en pedazos por las implosiones gravitatorias de los buenos patriotas. ¿Libertad? Difícilmente podemos pretender que Komarr fuera una democracia antes de que llegaran los barrayareses. Mi padre decía que Barrayar había destruido Komarr, pero cuando yo miraba alrededor, Komarr seguía allí.

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