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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (18 page)

—Ah… —eso se acercaba al medio millón de marcos imperiales—. Pensé que había dejado claro que no íbamos a hacer nada ilegal esta vez. Ya tenemos suficientes problemas.

—¿Qué te parece un secuestro? —rió ella, inexplicablemente.

—¡Absolutamente no!

—Oh, vas a hacer una excepción en este caso —predijo ella con confianza, incluso con entusiasmo.

—Elli… —gruñó él.

Ella se controló con un profundo suspiro, aunque sus ojos siguieron sonriendo.

—Pero Miles… nuestros misteriosos y acaudalados desconocidos quieren contratar al almirante Naismith para que secuestre a lord Miles Vorkosigan, de la embajada de Barrayar.

—Tiene que ser una trampa —comentó Ivan, nervioso, mientras conducía a través de los niveles de la ciudad el vehículo de tierra que Elli había alquilado. La medianoche estaba escasamente menos iluminada que el día, aunque las sombras de sus caras cambiaban a medida que las fuentes de iluminación se relevaban ante la burbuja.

El uniforme gris de sargento dendarii que Ivan llevaba no le sentaba peor que su verde uniforme barrayarés, advirtió Miles, sombrío. El hombre siempre estaba guapo de uniforme, con cualquier uniforme. Elli, sentada al otro lado de Miles, parecía la hermana gemela de Ivan. Simulaba tranquilidad: el esbelto cuerpo estirado, un brazo extendido cuidadosa y protectoramente sobre el respaldo del asiento y la cabeza de Miles. Pero había vuelto a morderse las uñas. Miles iba sentado entre ellos, vestido con el uniforme barrayarés de lord Vorkosigan y sintiéndose como un pedazo de jamón entre dos rebanadas de pan de molde. Estaba demasiado cansado para estas fiestecitas nocturnas.

—Claro que es una trampa —dijo Miles—. Quién la tendió, y por qué, es lo que queremos averiguar. Y cuánto saben. ¿Lo han preparado porque creen que el almirante Naismith y lord Vorkosigan son dos personas distintas… o porque no lo creen? Si es lo segundo, ¿comprometerá la conexión encubierta de Barrayar con los dendarii en operaciones futuras?

Elli y Miles se miraron de reojo. En efecto. Y si el juego de Naismith se acababa, ¿qué futuro tenían?

—O tal vez —propuso Ivan— es algo que no tiene ninguna relación, como criminales locales que pretenden pedir rescate. O algo realmente tortuoso, como los cetagandanos tratando de que el almirante Naismith se meta en un lío gordo con Barrayar, con la esperanza de que nosotros tengamos más suerte que ellos matando al pequeño fantoche. O tal vez…

—Tal vez tú seas el genio malvado que hay detrás de todo esto, Ivan —sugirió Miles afable—. Eliminas la competencia de la cadena de mando para tener la embajada para ti solito.

Elli lo miró bruscamente, para asegurarse de que estaba bromeando. Ivan se limitó a sonreír.

—Oh, me gusta ésa.

—Lo único de lo que podemos estar seguros es de que no es un intento de asesinato cetagandano —suspiró Miles.

—Ojalá estuviera tan segura como tú —murmuró Elli. Habían pasado cuatro días desde la desaparición de Galeni. Las treinta y seis horas transcurridas desde que los dendarii recibieran su peculiar contrato habían dado a Elli tiempo para reflexionar; el encanto inicial se había esfumado para ella, aunque Miles se sentía cada vez más atraído por las posibilidades.

—Mira a la lógica del asunto —argumentó Miles—. Los cetagandanos piensan que soy dos personas distintas, o no. Es al almirante Naismith a quien quieren matar, no al hijo del primer ministro de Barrayar. Asesinar a lord Vorkosigan podría volver a iniciar una guerra sangrienta. De hecho, sabremos que mi tapadera ha sido descubierta el día en que dejen de intentar asesinar a Naismith… e inicien un gran escándalo público sobre las operaciones dendarii contra ellos. No perderían esa oportunidad diplomática. Sobre todo ahora, con el tratado de derechos de paso a través de Tau Ceti en el aire. Podrían aplastar nuestro comercio galáctico de un golpe.

—Quizás intentan demostrar tu conexión como primer paso de ese plan —comentó Ivan, pensativo.

—No he dicho que no sean los cetagandanos —dijo Miles suavemente—. Sólo que si lo fueran, esto no es un asesinato.

Elli gruñó.

Miles miró su crono.

—Hora de la última comprobación.

Miles activó su comunicador de muñeca.

—¿Sigues ahí, Bel?

La aguda voz del capitán Thorne contestó, transmitiendo desde el coche aéreo que los seguía con su tropa de soldados dendarii.

—Os tengo a la vista.

—Muy bien, no nos pierdas. Vigila la retaguardia desde arriba, nosotros vigilaremos el frente. Éste será el último contacto de voz hasta que os invitemos a intervenir.

—Estaremos esperando. Cierro.

Miles se frotó la nuca, nervioso. Quinn, al ver el gesto, observó:

—La verdad es que no me entusiasma poner la trampa en funcionamiento dejando que te capturen.

—No tengo ninguna intención de dejar que me capturen. En el momento en que muestren su mano, Bel aparece y los apresamos a ellos. Pero si no parecen dispuestos a matarme en el acto, aprenderíamos mucho dejando que su operación avanzara unos cuantos pasos más. A la vista de la, ah, situación de la embajada, tal vez merezca la pena correr un pequeño riesgo.

Ella sacudió la cabeza, en mudo gesto de desaprobación.

Los siguientes minutos transcurrieron en silencio. Miles repasaba mentalmente todas las posibilidades que había previsto para la acción de esa noche cuando se detuvieron delante de una fila de antiguas casas de tres plantas apiñadas en torno a una calle en forma de media luna. Estaban muy oscuras y silenciosas, deshabitadas, aparentemente en proceso de derribo o renovación.

Elli miró los números de las puertas y abrió la burbuja del coche. Miles salió y se colocó junto a ella. Desde el vehículo, Ivan puso en marcha los escáneres.

—No hay nadie en casa —informó, esforzándose por ver las lecturas.

—¿Qué? No es posible —dijo Elli.

—Quizá llegamos pronto.

—Ratas —dijo Elli—. Como tanto le gusta decir a Miles, mira la lógica. La gente que quiere comprar a lord Vorkosigan no nos dio este punto de encuentro hasta el último segundo. ¿Por qué? Para que no tuviéramos ocasión de llegar aquí primero y comprobarlo. Tienen que estar cerca y esperando.

Se apoyó en la cabina del coche, pasando la mano por encima del hombro de Ivan. Él se encogió de hombros mientras volvía a manejar el escáner.

—Tienes razón —admitió ella—, pero sigue pareciéndome extraño.

¿Se debía a vandalismo casual que un par de farolas estuvieran rotas, justo allí? Miles escrutó la noche.

—No me gusta —murmuró Elli—. Será mejor que no te atemos las manos.

—¿Podrás conmigo, tú sola?

—Estás drogado hasta las cejas.

Miles se encogió de hombros y dejó la mandíbula colgando y los ojos moviéndose errática y desacompasadamente.

Caminó tras ella, que lo agarraba por el antebrazo guiándolo escalones arriba. Elli probó la puerta, una anticuada, que colgaba de sus goznes.

—Está abierta.

Se abrió con un crujido, revelando negrura.

Elli, reluctante, enfundó el aturdidor y se sacó una linterna del cinturón. Apuntó a la oscuridad. Un recibidor, escaleras de aspecto desvencijado que subían a la izquierda, unos arcos gemelos a cada lado conducían a las sucias y vacías habitaciones frontales. Suspiró y atravesó cautelosa el umbral.

—¿Hay alguien ahí? —llamó en voz baja.

Silencio. Entraron en la habitación de la izquierda; el rayo de la linterna danzaba de esquina en esquina.

—No llegamos temprano ni tarde —murmuró ella—. La dirección es correcta… ¿dónde están?

Miles no podía responder y seguir en su papel. Elli lo soltó, se pasó la linterna a la mano izquierda y volvió a desenfundar el aturdidor.

—Estás demasiado drogado para ir muy lejos —decidió, como si hablara consigo misma—. Voy a echar un vistazo.

Uno de los párpados de Miles tembló en señal de acuerdo. Hasta que ella terminara de comprobar si había micros remotos y rayos escáner, sería mejor que siguiera interpretando a lord Vorkosigan en un convincente estado de secuestrado.

Tras un momento de vacilación, Elli se acercó a las escaleras. Llevándose el aturdidor, maldición.

Él estaba escuchando el suave y débil crujido de sus pasos arriba cuando una mano se cerró sobre su boca y recibió en la nuca el beso de un aturdidor a potencia muy baja, alcance cero.

Se revolvió, pataleando, tratando de gritar, intentando morder. Su atacante bufó de dolor y lo sujetó con más fuerza. Eran dos: le colocaron a la fuerza las manos a la espalda y le metieron una mordaza en la boca antes de que sus dientes acertaran a cerrarse sobre la mano que la alimentaba. La mordaza había sido rociada con algún tipo de droga dulce y penetrante; las aletas de su nariz se agitaron salvajemente, pero sus cuerdas vocales quedaron involuntariamente flojas. Se sentía como si estuviera fuera del cuerpo, como si se hubiera movido hacia no se sabía dónde. Entonces se encendió una pálida luz.

Dos hombres grandes, uno más joven, otro mayor, vestidos con ropa terrestre, se movieron en las sombras, levemente difuminados. ¡Escudos de escáneres, maldición! Y muy, muy buenos para burlar al equipo dendarii. Miles vio las cajas que llevaban sujetas a la cintura: abultaban la décima parte de las últimas que tenían los suyos. Unas baterías muy pequeñas… de aspecto nuevo. La embajada de Barrayar iba a tener que poner al día sus zonas aseguradas. Bizqueó durante un enloquecido instante al tratar de leer la marca del fabricante, hasta que vio al tercer hombre.

Oh, el tercero. «Ya está —la mente de Miles giró, llena de pánico—. Me he vuelto majareta.» El tercer hombre era él mismo.

El álter Miles, elegantemente ataviado con el uniforme verde barrayarés, dio un paso adelante para mirarlo a la cara larga y extrañamente, con ansiedad, mientras los otros dos hombres lo sujetaban. Empezó a vaciar el contenido de los bolsillos de Miles y a pasárselos a los suyos propios. Aturdidor, carnés de identidad, medio paquete de caramelitos de menta… Frunció el ceño al ver los caramelitos, como si estuviera momentáneamente sorprendido, y luego se los guardó mientras se encogía de hombros. Señaló la cintura de Miles.

La daga del abuelo le había sido legada explícitamente. La hoja de trescientos años era aún flexible como la goma, afilada como el cristal. Su empuñadura enjoyada ocultaba el sello Vorkosigan. Se la quitaron de detrás de la chaqueta. El álter Miles se pasó las correíllas por encima del hombro y volvió a abrocharse la túnica. Por último se quitó de la cintura el escudo-escáner y se lo colocó rápidamente a Miles.

Los ojos del álter-Miles brillaron de jubiloso terror mientras se detenía a echarle una última ojeada. Miles había visto aquella mirada una vez antes, en su propio rostro reflejado en la pared de espejo de una estación de metro.

No.

La había visto en la cara de este hombre reflejada en la pared de espejo de una estación de metro.

Debía de hallarse a un palmo de distancia aquella noche, detrás de Miles. Vestido con el uniforme equivocado. El verde, en un momento en que Miles llevaba el atuendo gris dendarii.

«Pero parece ser que esta vez han conseguido hacerlo bien…»

—Perfecto —gruñó el álter Miles, liberado del silencio producido por el escudo-escáner—. Ni siquiera hemos tenido que aturdir a la mujer. No sospechará nada. Os dije que esto funcionaría.

Tomó aire, alzó la barbilla y le sonrió sardónicamente a Miles.

«Pequeño ordenanza afeminado —Miles rezumaba veneno—. Me las pagarás por esto.

»Bueno, siempre he sido mi peor enemigo.»

El intercambio sólo había durado segundos. Sacaron a Miles por la puerta situada en el fondo de la habitación.

Revolviéndose con heroicidad, consiguió golpearse la cabeza con el marco al pasar.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó al instante la voz de Elli desde arriba.

—Yo —respondió enseguida el álter Miles—. He terminado de comprobarlo. No hay nadie aquí tampoco. Esto es una pérdida de tiempo.

—¿Eso crees? —Miles la oyó bajar las escaleras—. Podríamos esperar un poco.

El comunicador de muñeca de Elli trinó.

—¿Elli? —dijo débilmente la voz de Ivan—. He captado un blip curioso en los escáneres hace un minuto.

El corazón de Miles se inundó de esperanza.

—Compruébalo otra vez —la voz del álter Miles sonó fría.

—Ahora nada.

—Nada aquí tampoco. Me temo que algo los ha asustado y han abortado el contacto. Aparca por los alrededores y llévame de vuelta a la embajada, comandante Quinn.

—¿Tan pronto? ¿Estás seguro?

—Ahora sí. Es una orden.

—Tú eres el jefe. Maldición —se lamentó Elli. Tenía la mirada puesta en esos cien mil dólares betanos.

Sus pasos resonaron al unísono en el pasillo y fueron acallados por la puerta al cerrarse. El zumbido de un vehículo de tierra se perdió en la distancia. Oscuridad, silencio resaltado por la respiración.

Pusieron a Miles otra vez en marcha: lo sacaron por una puerta trasera, lo condujeron por un estrecho callejón y lo arrojaron en el asiento trasero de un vehículo. Lo enderezaron como a un maniquí entre ambos; un tercer secuestrador conducía. Los pensamientos de Miles giraban aturdidos al borde de la consciencia. Malditos escáneres… tecnología de hacía cinco años en la zona fronteriza, lo cual quizá significaba diez años de retraso respecto a la terrestre… Ahora tendrían que apretarse el cinturón y renovar el sistema de escáneres de toda la Flota Dendarii… si vivía para ordenarlo. Escáneres, demonios. El fallo no estaba en los escáneres. ¿No era al mitológico unicornio al que se cazaba con espejos, para fascinar a la presumida bestia mientras sus asesinos se preparaban para asestar el golpe? Debía haber alguna virgen cerca…

Era un barrio antiguo. La tortuosa ruta que el vehículo de tierra seguía quizá fuese para confundirlo o simplemente para tomar el mejor atajo conocido. Al cabo de un cuarto de hora entraron en un aparcamiento subterráneo y se detuvieron. El aparcamiento era pequeño, privado evidentemente, con espacio para unos cuantos vehículos.

Lo arrastraron hasta un tubo ascensor y subieron un piso hasta un pequeño salón. Uno de los tipos le quitó a Miles las botas y el cinturón. El efecto del aturdidor empezaba a disiparse. Se notaba las piernas de goma, acuchilladas por agujas, pero al menos lo sostenían. Le soltaron las muñecas; torpemente, trató de frotarse los doloridos brazos. Le quitaron la mordaza de la boca. Miles emitió un gruñido sordo.

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