Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
—No lo sé, pero lo voy a averiguar —susurró Emily, que se había acercado a Eden.
—No lo conozco, ¿y tú? —dijo Savannah. La imaginé repasando mentalmente el álbum de todos los alumnos ya graduados del instituto.
—Para nada. Si lo hubiera visto, me acordaría.
Pobre chico. Emily lo tenía en su punto de mira y ya estaba cargando la escopeta. Yo, que estaba de espalda a la puerta, ni siquiera le había visto la cara, pero ya sabía que no tenía la mínima oportunidad. Me volví para ver cómo era. Earl y Emory lo sacarían a patadas de allí cuando se dieran cuenta de que a sus novias se les estaba cayendo la baba con sólo verle.
Estaba en la puerta y llevaba una camiseta negra gastada, vaqueros y botas militares negras llenas de rozaduras. Desde mi sitio no veía las rozaduras de las botas, pero sabía que las tenía. Porque aquel chico iba vestido exactamente igual que cuando lo vi acercarse a hablar con Lena en el funeral de Macon antes de desaparecer con un desgarro del cielo.
Era el extraño, el Íncubo que no parecía un Íncubo. El Íncubo que soportaba el contacto con la luz. Me acordé del gorrión de plata que Lena tenía en la mano la noche que durmió en mi cama.
¿Qué hacía allí?
Llevaba un tatuaje tribal alrededor del brazo parecido a otro que yo había visto. Tuve la sensación de que me hincaban un cuchillo en el vientre y toqué la cicatriz. Palpitaba. Savannah y Emily se acercaron a la barra fingiendo que querían pedir algo cuando en el lugar no tomaban otra cosa que no fuera Coca-Cola light.
—¿Quién será? —preguntó Link.
—No lo sé, pero lo vi en el funeral de Macon.
—¿Era uno de los parientes raros de Lena? —Se interesó Link, que lo miraba fijamente.
—No sé quién es. Sólo sé que no, no es pariente de Lena.
Y, sin embargo, había acudido al funeral para presentar sus respetos a Macon. Pese a todo, había en él algo muy extraño que percibí nada más verlo.
Volvía a oír la campanilla de la puerta.
—Eh, carita de ángel, espérame.
Me quedé helado. Habría reconocido esa voz en cualquier parte. Link, que no había apartado la vista de la puerta reaccionó como si hubiera visto un fantasma. O algo peor.
Era Ridley, una especie de prima de Lena y una Caster Oscura peligrosa e insinuante. Iba tan escasa de ropa como de costumbre o incluso más, porque estábamos en verano: un top de seda negro ajustado y una minifalda negra tan corta que probablemente la había encontrado en la sección de ropa infantil. Gracias a unas sandalias de tacón que habrían servido para matar a un vampiro, sus piernas parecían más largas que nunca.
Ahora no sólo a las chicas se les caía la baba. Sin embargo, a Ridley casi todos la conocían. Los había dejado con la boca abierta en el Baile de Invierno, cuando consiguió estar más atractiva que ninguna otra chica de la fiesta con la excepción de Lena.
Ridley cruzó las manos por detrás de la cabeza y se estiró como si se estuviera desperezando de una larga siesta. Entrelazó los dedos y se estiró aún más, enseñando el cuerpo todavía más y el tatuaje negro que rodeaba su ombligo. Se parecía mucho al que tenía su amigo en el brazo. Le susurró algo al oído.
—Mierda, ha vuelto —dijo Link, haciéndose a la idea poco a poco. No había visto a Ridley desde el cumpleaños de Lena, cuando consiguió sonsacarle que tenía intención de matar a mi padre. Pero no necesitaba verla para pensar en ella. A juzgar por las canciones que escribía desde que se fue, era evidente que no la había olvidado—. ¿Y está con ese chico? ¿Crees que él será… ya sabes, como ella? —Link se estaba preguntando si el tipo que acompañaba a Ridley sería también un Caster Oscuro, pero no se atrevía a decirlo en voz alta.
—Lo dudo, no tiene los ojos amarillos.
Aquel chico era, sin embargo, una criatura especial, aunque no sabía de qué tipo.
—Vienen hacía aquí —dijo Link bajando la mirada.
—Bueno, bueno, bueno, pero si son dos de mis seres humanos favoritos. Quién me iba a decir a mí que los encontraría en este sitio. John y yo nos moríamos de sed y hemos parado a tomar algo —dijo Ridley echando hacia atrás su melena rubia con mechas rosas. Se sentó frente a nosotros e invitó con un gesto al chico, que, sin embargo, prefirió quedarse de pie.
—John Breed —se presentó, dirigiéndose a mí. Tenía los ojos tan verdes como lo eran los de Lena. ¿Sería un Caster de Luz? Y, en tal caso, ¿por qué estaba con Ridley?
—Es el chico de Lena —dijo Ridley mirando a John con una sonrisa—, el chico del que te hablé —explicó, menospreciándome con un ademán. Llevaba las uñas pintadas de púrpura.
—Hola, soy Ethan, el novio de Lena.
Por un instante, John pareció confuso. Era de ese tipo de personas que siempre están tranquilas, como si supieran que acabarán saliéndose con la suya.
—Lena no me ha dicho que tuviera novio.
Me puse tenso. Él conocía a Lena y yo no lo conocía a él. La había visto después del funeral o al menos había hablado con ella. Pero, ¿cuándo? ¿Y por qué Lena no me había dicho nada?
—¿De qué dices que conoces a mi novia? —pregunté con una voz demasiado aguda. Noté que nos estaban mirando desde otras mesas.
—Tranquilo, Malapata, que estamos en tu pueblo —replicó Ridley, y se dirigió a Link—. ¿Qué tal estás, Mecánico?
Link se aclaró la garganta.
—Bien —respondió tragando saliva—. Muy bien, la verdad. Creí que te habías marchado.
Ridley no dijo nada.
Yo no apartaba los ojos de John, que me devolvía la mirada, evaluándome, quizás pensando las mil maneras de librarse de mí. Porque andaba detrás de algo —o de alguien— y yo me interponía en su camino. Ridley no se habría presentado en el pueblo al cabo de tanto tiempo sin más y mucho menos acompañada con alguien como él.
—Ridley —dije con los ojos clavados en John—, no deberías haber venido.
—No te mees en los calzoncillos, novio. Íbamos de camino a Ravenwood y hemos parado aquí por casualidad —dijo.
Me eché a reír.
—¿A Ravenwood? Ni siquiera te van a dejar cruzar la puerta. Lena quemaría la casa antes de permitirlo.
Lena y Ridley habían crecido juntas y habían sido como hermanas hasta que Ridley optó por el lado oscuro. Ridley ayudó a Sarafine a encontrar a Lena el día de su cumpleaños, cuando todos, incluido mi padre, estuvimos a punto de perder la vida. Era imposible que Lena quisiera recuperar el contacto con ella.
—Los tiempos cambian, Malapata —repuso Ridley con una sonrisa—. No estoy en los mejores términos con el resto de la familia, pero Lena y yo hemos hecho las paces. ¿Por qué no se lo preguntas a ella?
—Porque estás mintiendo.
Ridley quitó el envoltorio de un chupachups de cereza, un gesto inocente para cualquiera menos para ella.
—Es evidente que Lena y tú tienen un problema de confianza, ya que no se cuentan las cosas. Y me encantaría ayudarte, pero debemos irnos. John tiene que echar gasolina a la moto, antes de que esa gasolinera de tres al cuarto que tienen en el pueblo se quede sin suministro.
Me aferré con tanta fuerza a la mesa que los nudillos se me pusieron blancos.
La moto.
Estaba aparcada delante del local y yo estaba seguro de que era una Harley, la misma que vi en una fotografía que Lena había puesto en su habitación. John Breed había recogido a Lena en el lago y no hacía falta saber más: comprendí en ese momento que no se marcharía de Gatlin. La próxima vez que Lena quisiera salir corriendo, él estaría esperando.
Me levanté. No estaba seguro de lo que quería. Link, al parecer, sí. Se apartó de la mesa y me empujó hacia la puerta.
—Vámonos de aquí, hombre.
Ridley nos siguió.
—Te he echado de menos, flacucho —dijo con intención sarcástica. Pero el sarcasmo se ahogó en su garganta y pareció sincera.
Apoyé la mano en la puerta y la empujé con fuerza. Antes de que se cerrara, oí a John.
—Encantado de conocerte, Ethan —dijo—. Saluda a Lena de mi parte.
Las manos me temblaban. Oí las carcajadas de Ridley. Aquel día no le hacía falta mentir para herirme. Le bastaba con la verdad.
En el camino de vuelta a Ravenwood no cruzamos palabras. Ni Link ni yo sabíamos qué decir. Es uno de los efectos de las chicas en lo chicos, sobre todo cuando son Casters. Tras subir la larga cuesta que conducía a Ravenwood, comprobamos que la verja estaba cerrada, lo que no había sucedido nunca. La hiedra cubría el metal retorcido como si llevara años así. Bajé del coche y empujé la valla para comprobar si se abría, pero no lo hizo. Me fijé en la mansión. El cielo que la cubría estaba sombrío y en las ventanas no se veía ninguna luz.
¿Qué habría ocurrido? Yo podría haber ayudado a Lena cuando sufrió aquel ataque de locura y habría comprendido sus deseos de tener algo de espacio. Pero, ¿por qué lo había elegido a él? ¿Por qué prefería al Caster de la Harley? ¿Cuánto tiempo llevaba saliendo con él sin decírmelo? ¿Y qué tenía Ridley que ver?
Nunca había estado tan furioso con ella. Sufrir el ataque de alguien que odias es terrible, pero lo que sentía en aquellos momentos no tenía nada que ver con eso. No hay ningún dolor que se parezca al que te puede infligir la persona a quien amas cuando crees que ya no te ama. Fue como si me dieran una puñalada desde el interior de mi cuerpo.
—¿Estás bien, tío? —preguntó Link cerrando el coche de un portazo.
—No —repuse con la vista fija en la larga cuesta.
—Yo tampoco.
Metió las llaves del coche por la ventanilla abierta y nos marchamos.
Volvimos al pueblo haciendo dedo. Link se volvía cada poco para ver si en la distancia aparecía una Harley. Por mi parte, no creía que Ridley y el Caster quisieran seguirnos. Esa Harley en particular no se dirigiría al pueblo. Mucho me temía que estuviese aparcada al otro lado de la verja de Ravenwood.
No bajé a cenar, ése fue mi primer error. El segundo fue abrir la caja de mis Converse negras. La volqué encima de la cama. En ella había una nota de Lena escrita en un envoltorio arrugado de Snickers, la entrada de la película que vimos en nuestra primera cita, un recibo desvaído del Dar-ee Keen y una página de un libro que me recordaba a ella. Era la caja donde guardaba nuestros recuerdos, mi versión de su collar de amuletos. No era el tipo de cosas que suele tener un chico, así que nadie, ni siquiera ella, estaba al corriente.
Cogí la foto arrugada del Baile de Invierno, hecha un segundo antes de que mis presuntos amigos nos rociaran con nieve líquida. Estaba borrosa, pero nos sorprendieron besándonos y tan felices que en aquellos momentos me resultaba doloroso mirarla. Al recordar aquella noche, aunque sabía que después me sentiría mal, tuve la sensación de que una parte de mí aún estaba besando a Lena.
—Ethan Wate, ¿estás ahí?
Al oír la puerta, metí todo en la caja con tanta prisa que se me cayó y el contenido se esparció por el suelo.
—¿Te encuentras bien?
Era Amma. Entró y se sentó a los pies de la cama. No lo hacía desde que tuve una gripe estomacal en sexto. No es que no me quisiera, pero entre nosotros había ciertos acuerdos tácticos y no contemplaban ir por ahí sentándose en las camas.
—Estoy cansado, nada más.
Amma se fijó en los objetos del suelo.
—Estás más triste que un siluro en el fondo del río. Y en la cocina te está esperando una magnífica chuleta de cerdo más triste que una lechuga. Una lástima por partida doble —dijo, inclinándose para apartarme el flequillo de los ojos. Siempre me decía que llevaba el pelo demasiado largo.
—Ya sé, ya sé. Los ojos son el reflejo del alma y tengo que cortarme el pelo.
—Más que un corte de pelo, lo que necesitas es ver bien. —Parecía triste. Me tomó la barbilla como si fuera a levantarme y no dudo de que en las circunstancias propicias hubiera sido capaz de hacerlo—. Tú no estás bien.
—¿Ah, no?
—No. Y como eres mi chico, la culpa es mía.
—¿Qué quieres decir? —No entendía nada y ella no se explicaba. Era nuestra forma habitual de dialogar.
—Ella tampoco está bien, eso ya lo sabes —respondió, con suavidad, mirando por la ventana—. No siempre tenemos la culpa de no estar bien. A veces no es más que un hecho, como las cartas. —Para Amma, el destino lo explicaba todo: las cartas de su baraja de tarot, los huesos del cementerio, el universo, que también era capaz de leer.
—Sí, es verdad.
Me miró a los ojos. Advertí un brillo en los suyos.
—A veces las cosas no son lo que parecen y ni siquiera una Vidente sabe lo que puede ocurrir. —Me cogió la mano y puso en ella en un cordón rojo con algunas cuentas pequeñas. Era uno de sus amuletos—. Póntelo en la muñeca.
—Amma, los tíos no llevamos este tipo de pulseras.
—¿Desde cuándo me dedico yo a la bisutería? Eso es para las mujeres con exceso de tiempo y falta de seso —dijo y se alisó el delantal—. Un cordón rojo es un vínculo con el Otro Mundo y te da la protección que no puedo ofrecerte. Póntelo, anda.
Yo sabía que era inútil discutir con Amma cuando, como en ese instante, me miraba con esa mezcla de temor y tristeza, como si cargara con un peso que no podía cargar sola. Le ofrecí la muñeca y ató el cordón. Antes de que pudiera añadir algo más, se acercó a la ventana y derramó un poco de sal sobre el alféizar.
—Todo va a salir bien, Amma, no te preocupes.
Se detuvo en el umbral de la puerta y se volvió para mirarme.
—Llevo toda la tarde cortando cebolla —me dijo, limpiándose las lágrimas de los ojos.
Como ella misma había dicho, algo no andaba bien. Yo, sin embargo, tenía la sensación de que no se refería a mí.
—¿Conoces a un tipo llamado John Breed?
—Ethan Wate —respondió irguiéndose—, no me obligues a darle esa chuleta a Lucille.
—No, claro que no.
Amma sabía algo y no era bueno. Pero no pensaba decírmelo, tan seguro como que su receta de chuleta de cerdo no llevaba ni una pizca de cebolla.
—S
I ES LO BASTANTE BUENO PARA MELVIL DEWEY, también lo es para mí.
Marian me guiñó un ojo mientras, resoplando, sacaba otro buen montón de libros de una caja. A su alrededor había formado un círculo que le llegaba casi por la cabeza.
Lucille
zigzagueaba entre las torres de libros a la caza de una cigarra. Marian había hecho una excepción a la regla que prohibía meter animales domésticos en la Biblioteca del Condado de Gatlin, porque el lugar estaba repleto de libros pero vacío de gente. Sólo un idiota pasaría por la biblioteca el primer día de verano. Un idiota o alguien con necesidad de distraerse, alguien que no se hablaba con su novia, a quien su novia no le hablaba y que ni siquiera sabía si seguía teniendo novia. . alguien que de todo eso se había enterado en los dos días más largo de su vida.