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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (26 page)

Akiva no respondió inmediatamente.

—¿A cuántas conoces, Karou?
Cuatro
quimeras, dijiste, y ningún guerrero entre ellas. Cuando hayas visto a tus hermanos y hermanas corneados por minotauros, atacados por perros-león, despedazados por dragones, cuando hayas visto a tu… —retuvo lo que iba a decir, con expresión agónica—. Cuando hayas sido torturada y obligada a contemplar la ejecución de… tus seres queridos…, entonces podrás decirme qué es una bestia.

¿Seres queridos? Del modo en que lo había dicho, no se refería a hermanos ni a hermanas. Karou sintió una punzada de…, seguramente no fueran celos. ¿Qué le importaba a quién amara o hubiera amado el ángel? Tragó saliva. ¿Qué podía decir? Era imposible contradecir nada de lo que él había expuesto. Su ignorancia era absoluta, pero eso no implicaba que tuviera que creerlo sin más.

—Me gustaría escuchar la versión de Brimstone —respondió en voz baja. Entonces, se le ocurrió algo, algo grande—.

podrías llevarme allí. Podrías ayudarme a regresar.

Akiva parpadeó, sorprendido, y luego negó con la cabeza.

—No. Aquel no es un lugar adecuado para los humanos.

—¿Y este es un lugar adecuado para los ángeles?

—No es lo mismo. Aquí no hay peligro.

—¿De verdad? Que te cuenten mis cicatrices si aquí hay peligro —Karou tiró del cuello de su camisa para mostrarle la rugosa cicatriz de una cuchillada sobre la clavícula. Akiva se estremeció al ver aquella desagradable herida, provocada por él mismo, y Karou se colocó de nuevo el cuello—. Además —añadió de forma convincente—, existen cosas más importantes que la seguridad. Como…
los seres queridos
—se sintió cruel al utilizar las palabras de Akiva, como si estuviera girando un cuchillo clavado.

—Los seres queridos —repitió él.

—Prometí a Brimstone que nunca lo abandonaría sin más, y no lo haré. Iré, aunque sea sin tu ayuda.

—¿Cómo piensas hacerlo?

—Hay maneras —respondió con cautela—. Pero resultaría más sencillo si tú me llevaras —realmente más sencillo. Además, Akiva sería un compañero de viaje preferible a Razgut.

—No puedo llevarte —respondió él—. El portal está vigilado. Te matarían en el acto.

—A los serafines os encanta eso de matar sin previo aviso.

—Los monstruos nos han convertido en lo que somos.

—Los monstruos —Karou pensó en los risueños ojos de Issa, en el nervioso aleteo de Yasri y en sus caricias tranquilizadoras. Ella también los llamaba monstruos a veces, pero con cariño, del mismo modo en que decía que Zuzana estaba rabiosa. En labios de Akiva, la palabra resultaba simplemente desagradable—. Bestias, diablos, monstruos. Si hubieras conocido a alguna quimera, no podrías despreciarlas de ese modo.

Él bajó los ojos, sin responder, y el hilo de su conversación desapareció en un tenso silencio. Karou pensó que aún estaba pálido, que tenía mala cara. El té estaba servido en grandes recipientes de barro sin asas, y Karou sostenía el suyo con ambas manos. Mantenía las palmas contra la taza para calentárselas después de las frías horas pasadas sobre la catedral, pero también para evitar lanzar, sin querer, su dolorosa magia contra Akiva. Al otro lado de la mesa, la postura de él imitaba la suya, con las manos también en torno a su taza, así que Karou no pudo evitar ver
sus
tatuajes: infinidad de líneas negras que surcaban sus dedos.

Cada una de ellas mostraba un ligero relieve, como una cicatriz, y, al contrario que los de Karou, eran simples cortes untados con hollín —un procedimiento primitivo—. Cuanto más los miraba, más la invadía la extraña sensación de recordar algo, o casi recordarlo. Era como si se encontrara al borde de un descubrimiento, oscilando entre saber y no saber, tan rápido que casi no podía intuir de qué se trataba —como intentar ver las alas de una abeja en pleno vuelo—. No pudo concretarlo.

Akiva percibió su mirada, y se sintió cohibido. Se movió, cubriendo una mano con la otra, como si pudiera borrar los tatuajes.

—¿Los tuyos también tienen magia? —preguntó ella.

—No.

Karou notó cierta brusquedad en su respuesta.

—Entonces, ¿qué? ¿Significan algo?

Él no respondió. Ella alargó una mano, sin pensar, para recorrerlos con la punta del dedo. Estaban agrupados siguiendo un típico sistema de recuento de cinco en cinco: por cada cuatro líneas, la quinta era diagonal y cruzaba las anteriores.

—Es un recuento —dijo Karou deslizando suavemente el dedo sobre las marcas del índice derecho de Akiva, pasando de un grupo de cinco al siguiente: cinco, diez, quince, veinte. Cada vez que lo tocaba sentía como si saltara una chispa y una especie de impulso, el impulso de entrelazar sus dedos con los de él, e incluso (Dios mío, ¿qué le estaba
sucediendo?
) acercar aquellas manos a sus labios y
besar
las marcas que había en ellas…

Y entonces, de repente, lo descubrió. Se dio cuenta de qué contabilizaban, y retiró la mano de golpe. Lo miró y él permaneció quieto, desprotegido, dispuesto a aceptar la sentencia que ella quisiera imponerle.

—Son muertos —dijo ella con un hilo de voz—.
Quimeras.

No lo negó. Tampoco se defendería, igual que cuando ella lo había atacado. Sus manos permanecieron inmóviles, rígidas como huesos, y Karou supo que estaba enfrentándose al impulso de esconderlas.

La chica temblaba, con la mirada clavada en aquellas marcas, sin dejar de pensar en cuántas había tocado —veinte solo en el dedo índice—.

—Tantas —dijo—. Has matado a tantas.

—Soy un soldado.

Karou imaginó a sus cuatro quimeras muertas y se cubrió la boca con la mano, conteniendo las ganas de vomitar. Cuando Akiva le había hablado de la guerra, era como un mundo aparte. Pero Akiva era real, estaba frente a ella, y el hecho de que fuera un asesino también era real. Como dientes extendidos sobre el escritorio de Brimstone, todas aquellas marcas significaban sangre, muerte —no de lobos ni tigres, sino sangre y muerte de quimeras—.

Karou lo miraba fijamente, y… vio algo. Como si el instante se resquebrajara igual que una cáscara de huevo, y revelara otra vivencia en su interior, casi semejante a aquella —casi—, pero luego desapareció y todo permaneció intacto. Akiva seguía exactamente en el mismo lugar y no había sucedido nada, excepto aquella visión…

Con voz vaga, como surgida del interior de aquel instante paralelo, Karou se oyó a sí misma:

—Ahora tienes más.

—¿A qué te refieres? —Akiva la miró confuso y, de repente, con gran intensidad. Se reclinó sobre la mesa de manera brusca, con los ojos muy abiertos y brillantes, y el movimiento repentino volcó el té
—. ¿A qué te refieres?
—preguntó de nuevo, esta vez más fuerte.

Karou retrocedió y Akiva le agarró la mano.

—¿A qué te refieres con que ahora tengo más?

Ella sacudió la cabeza. Más marcas, había querido decir. Había visto algo en aquel instante solapado. Al Akiva real, sentado delante de ella, y además un fogonazo del inimaginable: Akiva
sonriendo
. No una lúgubre mueca en los labios, sino una sonrisa maravillosamente cálida y tan bella que resultaba dolorosa. Había arrugas en los ángulos de sus ojos provocadas por la alegría y la felicidad. El cambio era intenso. Si era atractivo con el semblante serio —y lo era—, sonriente resultaba glorioso.

Pero Karou juraría que Akiva
no
había sonreído.

Y en aquel Akiva inimaginable que había existido durante un instante, había percibido algo más: en sus manos había menos marcas, y algunos de sus dedos aparecían libres de ellas.

La mano de Akiva seguía agarrando la de ella, apoyada sobre el charco de té derramado. La camarera salió de la barra y se acercó con una bayeta, sin saber qué hacer. Karou retiró la mano y se apoyó sobre la silla para dejar que la chica limpiara la mesa, lo cual hizo sin dejar de mirarlos a uno y a otro. Cuando acabó, preguntó vacilante:

—Me estaba preguntando…, me preguntaba cómo lo hicisteis.

Karou la miró perpleja. Era una chica más o menos de su edad, con las mejillas regordetas y ruborizadas.

—Anoche —aclaró—. Cuando estabais volando.

Ah, aquello.

—¿Estabas allí? —preguntó Karou. Parecía una coincidencia extraña.

—Ojalá —respondió la chica—. Lo vi en la televisión. Lo han estado dando en las noticias durante toda la mañana.

Perfecto
, pensó Karou.
Perfecto
. Cogió el teléfono móvil, que no había parado de lanzar insolentes pitidos y zumbidos durante aproximadamente la última hora, y miró la pantalla. Un montón de llamadas perdidas y mensajes de texto, la mayoría de Zuzana y Kaz. Maldición.

—¿Estabais sujetos con cables? —preguntó la camarera—. No encontraron cables ni nada.

—Lo hicimos sin cables —respondió Karou—. Estábamos volando de verdad —y puso su característica sonrisa irónica.

La chica le devolvió la sonrisa, como si se sintiera parte de aquella broma.

—No me lo digas si no quieres —añadió fingiendo enfado, y los dejó tranquilos, excepto para traer más té a Akiva.

Él seguía recostado sobre la silla, contemplando a Karou con mirada intensa y una vívida e inquisitiva cautela.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, cohibida—. ¿Por qué me miras así?

Akiva alzó las manos y deslizó las uñas sobre su pelo denso y muy corto, sujetándose la cabeza durante un instante.

—No puedo evitarlo —respondió avergonzado.

Karou sintió un escalofrío de placer. Se dio cuenta de que, en el transcurso de la mañana, su rostro había perdido por completo aquella expresión severa, o casi. Sus labios estaban ligeramente separados, su mirada no aparecía vigilante, y acababa de ver —¿imaginar?— el destello imposible de una sonrisa, así que no era tan difícil que pudiera ocurrir de nuevo, y esta vez de verdad.

Para ella, quizás.

Oh, Dios.
¡Sé ese gato!
, se recordó a sí misma. El que permanecía fuera del alcance de la mano, y nunca —
jamás
— ronroneaba. Apoyada contra la silla, compuso en su cara una expresión que, esperaba, fuera la versión humana del desdén felino. Contó a Akiva un resumen de lo que le había dicho la camarera, aunque no estaba segura de que supiera lo que era la televisión, y mucho menos Internet. Ni tampoco los teléfonos.

—¿Me disculpas un minuto? —le preguntó, y marcó el número de Zuzana, que contestó al primer pitido.

Su voz estalló en el oído de Karou.


¿Karou?

—Sí, soy yo…

—¡Oh, Dios mío! ¿Estás bien? Te he visto en las noticias, y a
él
también. He visto… Madre mía, Karou, ¿te das cuenta de que estabas
volando
?

—Lo sé. ¿No es formidable?


Claro que no
. ¡En absoluto! Pensé que estarías muerta, por ahí —estaba al borde de la histeria y Karou tardó unos minutos en calmarla, consciente en todo momento de que Akiva seguía mirándola, e intentando mantener su frialdad felina—. ¿De verdad estás bien? —preguntó Zuzana—. ¿No te está amenazando con un cuchillo en la garganta para obligarte a decirlo?

—Ni siquiera habla checo —le aseguró Karou. La puso rápidamente al corriente de lo que había sucedido la noche anterior, asegurándole que en ningún momento él había intentado hacerle daño y que incluso había mostrado una pasividad extrema para
no
herirla, y terminó diciendo—: Bueno, hemos contemplado el amanecer desde lo alto de la catedral.

—¿No me digas? ¿Fue una cita?


No
, no fue una cita. Para serte sincera, no sé lo que fue.
Es
. No tengo ni idea de qué hace aquí… —su voz se entrecortó al mirarlo. Ya no era solo su sonrisa, ni las marcas de sus manos. De algún modo, sabía que una enorme cicatriz cubría su hombro derecho. Él trataba de no forzarlo, Karou lo había visto. Seguramente por eso lo había descubierto. Pero entonces ¿por qué sabía qué aspecto tenía aquella cicatriz?

¿Cuál era su
tacto
?

—¿Karou? ¿Hola?
¿Karou?

Karou parpadeó y se aclaró la garganta. Había pasado de nuevo: su propio nombre, flotando frente a ella, sin ninguna conexión consigo misma. Por el nerviosismo de Zuzana, se dio cuenta de que había permanecido callada más tiempo del aceptable para una distracción.

—Sigo aquí —contestó.


¿Dónde?
No dejo de preguntarte que dónde estás.

Karou lo había olvidado por un momento.

—Eh. Sí. La tetería de Nerudova.

—Quédate ahí quieta. Voy para allá.

—Ni se te ocurra…

—Claro que sí.

—Zuze…


Karou
. No me obligues a pegarte con mis diminutos puños.

—Está bien —Karou transigió—. Ven si quieres.

Zuzana vivía con una tía viuda en Hradcany
[2]
, no muy lejos de allí.

—Llego en diez minutos —anunció.

Karou no pudo resistirse a insinuar:

—Se tarda menos cuando puedes volar.

—Bicho malo. Ni se te ocurra marcharte. Y tampoco permitas que él se vaya. Tengo que hacer algunas amenazas y emitir ciertos juicios.

—Me parece que no se va a marchar a ninguna parte —dijo Karou en tono tranquilizador mirando directamente a Akiva. Él le devolvió la mirada, y entonces ella supo que aquellas palabras eran ciertas, aunque ignoraba la razón.

No era humano. Ni siquiera pertenecía a su mundo. Era un soldado con las manos marcadas por la muerte, y además, el enemigo de su familia. Y aun así, algo los unía, algo más fuerte que todo lo anterior, algo capaz de dirigir sus impulsos y su respiración como una sinfonía, de modo que cualquier intento de enfrentarse a aquella sensación resultaba disonante, sin armonía con su propio
ser.

Hasta donde podía recordar, una vida fantasma se había burlado de ella con su incomprensible «algo distinto», pero en ese momento era al contrario. Allí, junto a Akiva, incluso mientras hablaban de guerra, ciudades sitiadas y enemistad duradera, se sentía atraída hacia su inmensidad y calidez, como si fuera al mismo tiempo lugar y persona, y, contra cualquier lógica, exactamente donde se suponía que ella debía estar.

33

ABSURDO

—Mi diminuta y terrible amiga viene hacia aquí —anunció Karou tamborileando con los dedos sobre la mesa.

—La del puente.

Karou recordó que Akiva la había estado siguiendo el día anterior, y debió de haber visto la actuación de Zuzana. Asintió con la cabeza.

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