Hijo de hombre (15 page)

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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

—Tenemos que seguir… —dijo alcanzándoselo otra vez a Natí.

—¿Pero hacia dónde? —preguntó alelada.

Casiano tampoco lo sabía. Ignoraba en absoluto dónde se encontraban. Ese riacho tal vez era un afluente del Paraná. Pero podía dar a una simple laguna, a otro bañado, a cualquier parte.

Casiano apartó el brocal de hojas de la caverna y comprobó la posición del sol, parpadeando enceguecido por la salvaje claridad.

—Está cayendo hacia allá… —balbució señalando la dirección opuesta al riacho—. Vamos a seguir hacia el poniente. Puede ser que alcancemos el Monday. La costa de Paraná debe estar muy vigilada. Vamos a ir por el monte…

Se le estranguló la voz. Con la luz, el pánico tornaba a caer sobre él sofocándolo.

—Vamos… —farfulló.

Dejaron el refugio y se internaron en la selva. Dos lastimosas siluetas con su disfraz de barro hediondo, el blanco de los ojos volteando a todos los lados en busca de una brecha. Una iba delante tambaleando con el machete, como ensayando una contorsión propiciatoria; la otra detrás, con una laucha humana, calladita, entre sus brazos.

Ellos, pues, un hombre que apenas puede ya aguantar un machete y una mujer que ya apenas puede sostener a su hijo, están intentando por segunda vez lo imposible. Se arrastran hacia la caída del sol.

Lo que les traba el lento avance y les cierra el paso no es tanto el yavorai inextricable, no tanto la fatiga, el hambre, la sed, la consunción, los remezones del desaliento. Lo que les hace cada vez más pesada la huida es el miedo, ese miedo lleno de ojos y oídos finísimos, que crece en ellos y se derrama hacia afuera, salido de madre. Van chapoteando por dentro de un estero, un estero lleno de miasmas, con islotes poblados de víboras que hacen sonar sus colas de hueso. Talonean inútilmente para despegarse de las ventosas de un tremedal. Su propio miedo es lo que ven alrededor; las imágenes de su miedo. Se arrastran soñando despiertos en una pesadilla. De pronto surge ante ellos la figura del habilitado sobre el inmenso tordillo manduví. Surge y se apaga entre los reverberos de los matorrales, con ese único y terrible diente de oro que brilla bajo el sombrero. O es la silueta del comisario Kurusú la que aparece a horcajadas sobre el lobuno. O los capangas al galope volando sobre el agua negra, atravesando el monte entre los disparos de los winchesters. Tal vez las alucinaciones de los dos son distintas, pero el pavor es el mismo como son idénticos sus destinos.

La mujer lo sigue con ese envoltorio en los brazos que a ratos escapa un berrido. A veces se dejan caer en la maleza. Quedan largo rato acezantes evitando mirarse a los ojos, porque entonces el terror de cada uno se duplica. Después se reincorporan y continúan la marcha interminable.

Horas y horas, las de dos días y dos noches, hace que se vienen arrastrando en esta pesadilla. Pero ellos ya han olvidado el comienzo. Tal vez vienen huyendo desde la eternidad. Y ahora no saben si se alejan realmente o siguen dando vueltas de ciego alrededor del pueblo muerto del yerbal, alrededor de un cráter tapado por la selva, con esos gallos que rompen de pronto a cantar, uno sobre cada sepultura…

23

Juan Cruz Chaparro avanza al tranco, seguido por el capanga de gran sombrero de paja. El ojo tuerto se arrastra sobre la maleza que cubre la picada.

—Ésos ya habrán cruzado el Paraná… —dice aburrido el capanga Leguí—. Nadie se va a animar hacia aquí. ¿Por qué no vamos hacia Las Palmas, mi jefe?

—No te apures, cumpá… —gruñó el comisario, sin despegar la vista de la podredumbre de hojas que cubre el suelo de la picada—. Por ahí parece que hay rastros nuevos.

—Yo no veo nada —dice el capanga.

—Hay que mirar, pues, arruinado.

—Por los menos hubiéramos traído a León…

Ahora escuchan un sofocado vagido. Los hombres se miran, prestando atención.

—Parece lloro de criatura —dice Leguí, arrojando un chorrito de saliva por la hendija del labio.

Pero casi simultáneamente el vagido, encubriéndolo y prolongándolo, como si hubiera brotado de él para hacerlo olvidar enseguida con su timbre vivo y feroz, se escucha el rugido silbante de una onza.

—¡Yaguareté-í, katú! —exclama el comisario, desenfundando el 45 y escudriñando en dirección al rugido.

24

Acurrucados entre los espinos, el hombre y la mujer oyen las voces de sus perseguidores y los rugidos de la onza. Las máscaras de tierra están desencajadas por el terror.

Ella tiene apretada la boca del crío contra sus flácidas mamas. Desde donde están pueden ver al onza agazapado en la horqueta de un tataré, gruñendo y mostrando los agudos colmillos, dispuesto a saltar de un momento a otro sobre ellos.

Están atrapados entre dos fuegos, entre dos clases de fieras. Casi prefieren que les destroce el onza.

Las pupilas relumbran en la penumbra del follaje. Los flancos manchados se inflan y desinflan nerviosamente, azotados por la cola anillada y cortona. Las crucecitas fosfóricas se clavan ahora en los jinetes, intuyendo el peligro.

El comisario también descubre al onza. Hace avanzar el montado, que de encabrita ante el husmo de la fiera.

—¡Vamos, pues, arruinado! —refunfuña el comisario, encajándole un espuelazo.

Extiende el brazo con el revólver. Apunta sin apuro, con ese ojo ceniciento que parece arrimarle los bultos. Al saltar el onza, hace fuego. Herido de muerte en la cabeza por el plomazo, cae a pocos pasos del lobuno del comisario, pega un último bote y queda inmóvil con las trémulas zarpas agarradas al aire.

—¡Jhake raé! —exclama admirado Leguí, acercándose y lanzando al cadáver del onza un certero chorrito—. Si le falla el tiro, el bicho nos cae en la cara…

—Yo no fallo nunca… Agarralo. Vamos a llevarlo —ordena Chaparro, soplando sobre el tambor del 45 con una mueca de satisfecha vanidad—. Por lo menos, el yaguarete-í.

El gran sombrero desmonta despacio con el hombre flaco debajo. Se arrima al onza y lo tantea de a poco, como si fuera un tizón encendido y temiera quemarse en un descuido.

—¡Py’ayú ¡Agarralo, pues! —le grita el comisario.

El capanga se apura como si hubiese recibido un guascazo. Recoge por las patas el cadáver manchado, lo levanta con esfuerzo y lo amarra a la argolla del recado. El tiento se suelta y entonces debe recurrir al lazo. Lo ata con muchas vueltas, irritado, a golpes, para desahogar su humillación. El insulto del comisario le ha dado en lo vivo. El onza queda colgado del flanco del caballo como una gorda longaniza, de la que sólo se mueve la cabeza.

—¡Vamos, pues, Leguí! —le grita de nuevo Chaparro, volviendo grupas al lugar de la fácil muerte y regresando por la sinuosa picada comida por el monte.

El capanga monta y espolea a su caballo haciéndole pegar un brinco que expresa la vaga irritación del jinete. La goteante y colmilluda cabeza va zangoloteándose sobre el anca del caballo.

25

Aplastados entre lo espinos, Casiano y Natí no pueden comprender todavía esa extraña jugada de su suerte, en la que la onza y el comisario se han pulseado para salvarles la vida. Eso se pregunta Natí sacando la mano que apretaba la cara del crío semiasfixiado, cuyos vagidos la regresaban a la realidad. A ella, porque él está de nuevo como ido, con ese delirio que le mana a borbotones por la boca. Sus ojos brillan turbios de tierra, pero no por la fiebre. Natí lo mira tristemente mientras da de mamar al crío. Piensa que eso se le ha de pasar. Es la ceniza de la muerte que le ha caído sobre el ánima.

—¡Pronto, Natí! —clama entre dientes, con esa luz mortecina en los ojos.

—¿Qué hay, che karaí?

—¡Ya va a salir el tren!

—¿Qué tren? —tiembla la voz angustiada.

—¡Mañana caerá Asunción!…

—¡Casiano!

—¡Vamos a atacar a sangre y fuego!… —insiste tercamente el ronquido alucinado por entre los labios rotos.

—Sí… —no se atreve a contradecirlo.

—¡Vamos a luchar por un poco de tierra! ¡Por nuestra tierra!

—Sí…

—¡Para que no sigan jugando con nosotros!… —la exaltación le crispa por entero—. ¡Allá están los mandones!… ¡Vamos a aplastarlos!…

Natí se arrima a Casiano y rodea con un brazo la pobre máscara de tierra que se desploma sobre su hombro.

26

Hacia el anochecer llegaron al río. Se arrojaron de bruces en la orilla, bebiendo largamente como bestias. Natí reconoció el vado del Monday, que habían cruzado de ida al yerbal. Recordó las palabras de Casiano.
Sólo estaremos por un tiempo
… no sabía aún si había acertado.

El agua disolvió la costra de barro. Los rostros cadavéricos se fueron humanizando. Natí bañó a su hijo, en el mismo lugar donde a ellos les habían prohibido que se bañaran.

Casiano estaba callado ahora, mirando a su hijo. Pero nada decía.

Natí encendió fuego después de luchar largo rato con los húmedos fósforos de la proveeduría. En una latita que sacó de su envoltorio, hizo unos cocimientos para las heridas de Casiano. Estaban en una depresión de la barranca, pero ella se manejaba ya como en la cocina de su rancho. Tomó el machete y se internó en el agua hasta llegar a unas plantas de maíz de agua. Comieron los bulbos de las victorias-regias. Después los tres durmieron muy juntos, bajo el toldo de ramas que fabricó Natí.

27

Al alba un tintineo de hierros la despertó sobresaltada.

Pensó al principio en los herrajes de los caballos. Por entre el claro de las ramas vio los bueyes de una carreta bebiendo en el vado. El rejón de la picana oscilaba sobre la yunta haciendo vibrar suavemente las argollitas.

Natí se levantó y se acercó corriendo al picador para pedirle que los llevara, si viajaba rumbo a algún poblado. No lo vio pronto. Estaba sentado en el cabezal de la carreta vacía, como dormido, con la quijada hundida en el pecho. Era un hombre muy viejo y muy arrugado. Natí tuvo que alzar bastante la voz para que la escuchara.

—¿Hacia dónde va, che rú?

Ella entendió como que el viejo le decía a Itakuruví. El corazón le dio un salto. Era un pueblo de la cordillera, no lejos ya de Sapukai. Pero el viejo pudo haberle dicho cualquier otro nombre. Su voz era ininteligible, más vieja que él. No parecía voz humana, sino un gorgoteo de viento o de agua en una grieta de la serranía.

—Somos dos… Mi marido y yo… Tenemos un hijito… ¿Quiere llevarnos? —preguntó a gritos.

El viejo asintió levemente. Entonces le vio fugazmente los ojos. Brillaban con una vivacidad casi juvenil que hacía chocante las arrugas, la voz cavernosa, esa lentitud de cien años enredada a sus miembros. Pero Natí no podía ahora fijarse en esos detalles. El viejo la impresionó bien. No tenía el estigma del yerbal. Eso era suficiente.

Fue a despertar a Casiano. Él ya esperaba de rodillas, detrás del toldito de ramas.

—¡El abuelo Cristóbal viene a buscarnos!… —murmuró extrañamente excitado.

Natí reparó entonces en que el viejo realmente era muy parecido al abuelo.

—¡Vamos, che karaí!

Tomó al crío. Casiano la siguió dócilmente, aunque tambaleándose todavía. Natí lo ayudó a subir. Después fue a traer el machete. Desmanteló el toldito y se trajo también la brazada de ramas que acomodó en el plan a guisa de colchón para Casiano.

Entre tanto, el viejo había tendido un cuero de vaca sobre las correderas como toldo. Natí no lo vio hacer, así que supuso que lo habría puesto mientras ella levantaba el pequeño campamento. Tal vez también el cuero estaba allí desde el comienzo y ella simplemente no lo había visto. El viejo no daba señales de haberse movido.

28

La carreta subió la barranca chirriando agudamente en los ejes. Los bueyes, muy flacos, uno barcino y otro oscuro, se movían a tranco lento pero infatigable. Campos, montes, llanuras, se deslizaron bajo sus patas. Los chillidos de los ejes cambiaban de tonalidad, quejándose en las arribadas con gritos de kirikíes.

Durante tres días la carreta rodó por los caminos con ese chillido de pájaro de rapiña en los ejes y el tintineo cantarín del rejón de la picana, que ni una sola vez tocó el lomo de los bueyes.

Sólo se detenía para que los animales y pasajeros bebieran en los vados, para sestear bajo los árboles y desde la medianoche hasta el alba, para que unos y otros descansaran. Pero el viejo no parecía tener sueño ni hambre ni cansancio. Tampoco hablaba. Natí no volvió a oír su voz en todo el viaje. A veces lo miraba encontrándolo de verdad asombrosamente parecido al abuelo muerto, pero acaso era porque lo veía con los ojos de Casiano. Cada vez estaba más sugestionada por él.

Así ese viaje acabó pareciéndole otro sueño, adormilada la mayor parte del tiempo por el suave traqueteo, entre esos dos diferentes, monótonos, incesantes sonidos y esos dos extraños y diferentes silencios: el del viejo sentado en el cabezal, el de Casiano tendido de bruces sobre las ramas, viendo pasar la tierra a través de la junturas de las tablas.

A los costados del cuero de vaca, ella veía pasar el cielo despejado o con nubes, cambiando de color con la luz. A veces se le antojaba que iban muertos los cuatros en la caja rodante de la carrera. Cuando el crío lloriqueaba de hambre, ella le daba el seno, sin levantar la cabeza, sin dejar de mirar ese cielo que caminaba sobre ellos, hamacándose en los barquinazos.

Subieron y bajaron las cuestas coloradas del Kaaguasú. Al amanecer del cuarto día, el viejo tendió el brazo. Casiano y Natí se incorporaron sobre el colchón de ramas. A lo lejos se abría ante ellos resplandeciente el valle de Sapukai con el cono el Cerro Verde en el centro. Divisaron el pueblo al costado de las vías. Vieron los escombros ennegrecidos de las ruinas, los restos del convoy revolucionario, el cráter de las bombas, sobre el que se agitaban hombres diminutos como hormigas.

El viejo les dio a entender con señas que se apearan. Natí y Casiano estaban muy emocionados para intentar siquiera agradecerle.

La carreta continuó viaje y desapareció en el recodo del camino.

Ellos bajaron hacia el pueblo. Casiano iba delante como deslumbrado, el sol ardiéndole en las espaldas llenas de cicatrices. Pronto llegaron a las primeras casas. Las gentes los miraban pasar con las miradas vacías.

—¡Vamos a Costa Dulce…, a nuestra casa!… —dijo Natí, suplicante.

Casiano no pareció escucharla. Avanzaba con las piernas rígidas, galvanizado por esa obsesión que se le había incrustado en el cerebro como una esquirla de las bombas y que había entrado en actividad el último día del yerbal.

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