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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (18 page)

Yo iba caminando tras el último de los tres. Veía sus espaldas agrietadas por las cicatrices. Pero aun así, viéndolo moverse como un ser de carne y hueso delante de mis ojos, la historia seguía siendo una historia de fantasmas, increíble y absurda, sólo quizás porque no había concluido todavía.

7

Lo malo fue que el vagón apareció de golpe en un claro del monte, donde menos lo esperaba.

Es la sesgada luz que se filtraba entre las hojas avanzó lentamente hacia nosotros, solitario y fantástico. Primero vi las ruedas semihundidas entre los yuyos, los grandes troncos morados de mazaré que calzaban los ejes impidiendo que ellas se hundieran del todo en el limo vegetal. Luego la carcomida estructura creció de abajo hacia arriba cubierta de yedra y musgo. El abrazo de la selva para detenerlo era tenaz, como tenaz había sido la voluntad del sargento para traerlo hasta allí. Por los agujeros de la explosión crecían ortigas de anchas hojas dentadas. Vi las plataformas corroídas por la herrumbe, los pasamanos de bronce leprosos de verdín, los huecos de las ventanillas tejidos de ysypós y telarañas. En un ángulo del percudido machimbre aún se podía descifrar la borrosa, la altanera inscripción grabada a punta de cuchillo, con letras grandes e infantiles:

Sto. Casiano Amoité –1ª Compañía–

Batalla de Asunción

Un hombre cambiado a medias, como devorado también a medias por el verdín del olvido, con ese
Amoité
en lugar de Jara, que designaba en lengua india lo que era distante, no la lejanía solamente, sino lo que estaba más allá del límite de la visión y de la voluntad en el espacio y en el tiempo.

Era todo lo que quedaba del combatiente que había envejecido y muerto allí soñando con esa batalla que nunca más se libraría, que por lo menos él no había podido librarla en demanda de un poco de tierra y libertad para los suyos.

Trepé a la plataforma levantando una nube de polvo y de fofo sonido. Sentí que las telarañas se me pegaban a la cara. No pude menos que entrar en la penumbra verdosa. De las paredes pendían enormes avisperos y las rojas avispas zumbaban en ese olor acre y dulzón a la vez, en el que algo perduraba indestructible al tiempo, a la fatalidad, a la muerte. Me sentí hueco de pronto. ¿No era también mi pecho un vagón vacío que yo venía llevando a cuestas, lleno tan sólo el rumor del sueño de una batalla? Rechacé irritado contra mí mismo ese pensamiento sentimental, digno de una solterona. ¡Siempre esa dualidad de cinismo y de inmadurez turnándose en los más insignificantes actos de mi vida! ¡Y esa afición a las grandes palabras! La realidad era siempre mucho más elocuente. Sobre los esqueletos de los asientos planeaba el polvo alveolado de destellos, como si el aire dentro del vagón también se hubiera vuelto poroso, como de corcho. Mis manos palpaban y comprendían. Sobre un resto de moldura vi una peineta de mujer. Sobre un cajón de querosén, hacía un ennegrecido cabo de vela; el charquito de sebo, a su alrededor, también estaba negro de moho. Allí el sargento Amoité, cada vez más lejano, habría borroneado sus croquis de campaña corrigiéndolos incansablemente. El silencio caliente lo envolvía todo. Estaba absorto en él, cuando oí su voz, sobresaltándome:

—Ellos le esperan. Quieren hablar con usted.

—¿Quiénes?… —mi sobresalto me frenó un regusto amargo en la boca.

No me contestó. Me contemplaba impasible. Con el sombrero pirí se echaba viento pausadamente. Por primera vez le vi todo el rostro. Me pareció que tenía los ojos desteñidos, del color de ese musgo que cubría el vagón. Los ojos de la madre, pensé. Salí tras él con la mano crispada sobre las cachas del revólver, por la plataforma opuesta a la que había elegido para subir.

Una cincuentena de hombres esperaban en semicírculo, entre los yuyos. Al verme me saludaron todos juntos con un rumor. Yo me llevé maquinalmente la mano al ala del sombrero, como si estuviera ante una formación.

Uno de ellos, el más alto y corpulento, se adelantó y me dijo:

—Yo soy Silvestre Aquino —su voz era amistosa pero firme—. Éstos son mis compañeros. Hombres de varias compañías de este pueblo. Le hemos pedido a Cristóbal Jara que lo traiga a usted hasta aquí. Queremos que nos ayude.

Yo estaba desconcertado, como ante jueces que me acusaban de un delito que yo desconocía o que aún no había cometido.

—¿En qué quieren que los ayude?

Silvestre Aquino no respondió pronto.

—Sabemos que usted es militar.

—Sí —admiti de mala gana.

—Y que lo han mandado a Sapukai, confinado.

—Sí…

—Sabemos también que estuvieron a punto de fusilarlo cuando se descubrió la conspiración de la Escuela Militar.

Miré las caras, unas tras otras, compactas y huesudas caras de hombres de pueblo, de hombres de trabajo, los más tal vez analfabetos, pero seguros de lo que querían, iluminados por una especie de recia luz interior.

Sabían todo lo que necesitaban saber de mí. En realidad, mis respuestas a sus preguntas sobraban.

—Usted pudo ir al desierto, pero prefirió venir aquí.

Pensé que quizás únicamente la razón de esa elección se les escapaba. Pero yo tampoco lo sabía.

—La revolución va a estallar pronto en todo el país —dijo Silvestre Aquino—. Nosotros vamos a formar aquí nuestra montonera. Queremos que usted sea nuestro jefe… nuestro instructor —se corrigió enseguida.

—Yo estoy controlado por la jefatura de la policía —dije—. Supongo que eso también lo saben.

—Sí. Pero usted puede venir a cazar de cuando en cuando. Para eso no le van a negar permiso. Jara lo va a traer en el camión.

Hubo un largo silencio. Cien ojos me medían de arriba abajo.

—¿Tienen armas?

—Un poco para empezar. Cuando llegue el momento, vamos a asaltar la jefatura.

Los puños se habían crispado junto a las piernas. Bolas de barro seco. Tenían, como las caras, el color gredoso del estero.

—¿Qué nos contesta? —preguntó impávido el que decía llamarse Silvestre Aquino.

—No sé. Déjenme pensarlo…

Pero ya sabía en ese momento que tarde o temprano iba a aceptar. El ciclo recomenzaba y de nuevo me incluía. Lo adivinaba oscuramente, en una especie de anticipada resignación. ¿No era posible, pues, quedar al margen?

Me volví hacia Cristóbal Jara. Estaba recostado contra la pared rota y musgosa del vagón. Un muchacho de veinte años. O de cien. Me miraba fijamente. Las rojas avispas zumbaban sobre él, entre el olor recalentado de las resinas. La creciente penumbra caía en oleadas sobre el monte.

Bajé de la plataforma y le dije:

—Vamos…

VI
Fiesta
1

El muchachito desató la cadena y empujó despacio el portón del cementerio, como si le faltara costumbre o fuese a entrar ahora furtivamente. El chirrido lo sobresaltó. Se quedó inmóvil con la mano quieta sobre el travesaño. Los vivaces ojillos celestes se fijaron cautelosamente en todas direcciones. En la siesta soleada, llena de silencio, hasta las casuarinas dormitaban cabeceando en los reflejos. Los animales sombreaban en el monte, el camino hacia el pueblo estaba desierto. El chico miró hacia el rancho semiescondido entre los naranjos. Una mujer asomó bajo el alero y le hizo una seña, empujándolo desde lejos. Más animado se sopló el mechón que medio le tapaba el ojo y siguió abriendo el portón. Lo hizo más despacio aún. El chirrido se puso grave y se apagó enseguida. Recogió entonces el atadito y la azada que había dejado en el suelo y entró.

Anduvo un rato entre las sepulturas, descargando aquí y allá distraídos golpes de azada sobre los yuyos. Luego, en un recodo cubierto de arbustos, dejó de simular que trabajaba y enfiló derecho hacia el rincón más alejado del camposanto, aspirando con fuerza el oleoso aroma de las flores de altamisa.

El hombre estaba tumbado entre las cruces, a la sombra de un copudo laurel macho. El chico se le aproximó y se quedó mirándole sin atreverse a despertarlo, pensando tal vez en que se parecía mucho a un muerto desenterrado o todavía sin enterrar. Después lo llamó en voz baja, casi como a un muerto.

—Kiritó…

Tuvo que llamarlo dos veces levantando la voz. Se incorporó de golpe arrancado a su sueño. Los ojos del hombre como verdín de cano parpadearon y se clavaron en el chico, ansiosamente.

—¿Qué hay, Alejo?

—Mamá te manda un poco de comida —le tendió al atadito redondo. Se veía el plato envuelto en el trapo atado arriba con dos nudos. Algo de vapor se filtraba a los costados.

El hombre hizo un gesto de contrariedad.

—Es un poco de yopará no más… —dijo el chico.

—¿Por qué trajiste esto así? ¿Y si te hubieran visto? Nadie va a creer que traes comida a los muertos.

Los ojos desclavados del chiquilín se ensombrecieron.

Agachó la cabeza y se puso a empujar una plantita de ortiga con el pie.

—Mamá no pensó…

—Le dije que no me mande nada. Ya se compromete demasiado al dejarme estar aquí.

—Tienes que comer algo, Kiritó. Hace dos días que estás sin comer nada —le volvió a tender su atadito que el hombre tomó de mala gana; de los bolsillos se sacó dos naranjas y también se las alcanzó.

El hombre desató los nudos. En el abollado plato de lata humeaba el guiso de porotos con charque. Había una cuchara de lata y un pedazo de mandioca. Empezó a comer ávidamente. Con la boca llena preguntó:

—¿Averiguó algo?

—A Silvestre y a los otros prisioneros los mandaron engrillados esta tarde en el tren.

—¿No sabe adónde?

—No. Seguro a Paraguarí. Los centinelas eran del escuadrón que vino de allá.

—¿Iban todos?

—Menos los que murieron…

El hombre lo miró hondo. La cuchara golpeó sus dientes.

—La gente les llevó comida, pero los soldados no les dejaron acercarse. No querían que se hablara con ellos.

A la avidez del hombre se mezcló de repente un aire como de inconsciente bochorno.

—Yo fui con mamá a la estación —continuó el chico con cierto inocente orgullo—. Vi a la los presos. Silvestre sangraba mucho de la pierna, pero lo mismo lo engrillaron. Estaba engrillado junto a Gamarra. Le tiré una naranja. Le cayó entre las piernas. Cuando el tren se movió, él y Gamarra ya estaban comiendo la naranja, a un pedazo cada uno.

—¿Qué más averiguó? —preguntó el otro tragando los bocados casi sin masticar.

—Dice que a vos te siguen buscando por el monte. Ayer quemaron el vagón. Desde el arroyo todavía se ve el humo. Dice que antes de quemarlo cavaron todo alrededor. Seguro para ver si no había más armas enterradas.

El hombre pestañeó en una imperceptible vacilación, dejando quieta un instante la cuchara. Se le empañó la cara tras esa mueca, como si el humo del incendio del vagón hubiera caído de pronto sobre ella. No era más que el vapor opaco y grasiento del yopará.

—En el pueblo ya no te buscan más. Registraron casa por casa. Mataron a Cleto Rodas por equivocación. Estaba escondido en el pozo. Lo balearon desde arriba. Dicen que ellos creían que eras vos. Le gritaron muchas veces… «¡Entrégate, Cristóbal Jara…, ya no tenés salvación…» Después lo sacaron muerto y no eras vos.

—¿Qué más sabe? —urgió el hombre algo impaciente.

—Dice que todavía tiene guardia alrededor del rancherío de los leprosos.

—¡Si hubiera podido esconderme con ellos! —dijo el hombre casi para sí—. ¡Por lo menos hasta que se vayan ésos!

—Mamá fue esta mañana a llevarles la comida. Dice que vio a la patrulla rondando los ranchos de lejos.

—Claro, allí no se animan a entrar.

—Pero tampoco te dejarán entrar a vos. Tu cara todavía está muy entera, Kiritó. Te van a descubrir enseguida.

—¿No sabe si el camino al pueblo está vigilado?

—Ya no. Por aquí revisaron todo. Faltó esto —señaló con la cabeza el cementerio—. Pero no van a pensar…

—¿Qué más? —masculló el hombre rascando el plato con la cuchara.

—También dice mamá que va a haber un baile en la Municipalidad.

—¿Baile? —el rostro cetrino se crispó de nuevo, los grumos del verdín resplandecieron.

—Para los oficiales del escuadrón.

—¿Y cuándo va a ser ese baile? —preguntó el hombre después de un instante, con repentino interés.

—El sábado por la noche.

—¿Mañana?

—Sí, mañana.

El hombre volvió a quedar pensativo. El chico lo miraba con curiosidad, sin atreverse a interrumpir su silencio.

—Alejo, decile a tu mamá que me consiga ropa. Voy a ir a ese baile.

—¿Al baile de los soldados? —exclamó incrédulo el chico, sin saber si podía reírse.

—¿Por qué no?

—¡Chake ra’é!

—Decile no más a tu mamá que me consiga la ropa. Después ya veremos. Tengo que salir de aquí…

El chico, que miraba distraídamente por entre las tacuarillas, se incorporó de un salto.

—¡Mirá, Kiritó!

Los ojos duros y sensibles del prófugo se fijaron también en la dirección que señalaba el chico. Por el camino, al tranco de sus montados, avanzaban tres jinetes con los fusiles en bandolera. Se notaba que hablaban y bromeaban entre sí. Por momentos se escuchaban risas y hasta el rumor de los largos sables al chocar contra los estribos.

Tapados por los arbustos, el hombre y el chico observaban inmóviles. Desde lejos no podían ser vistos, pero ignoraban el rumbo y las intenciones de la despreocupada patrulla. El hombre enterró los utensilios con los restos de comida y se tumbó de nuevo entre los yuyos que crecían en la depresión de la vieja sepultura, hasta desaparecer por completo, como si realmente la tierra se lo hubiera tragado de nuevo. El chico se puso a carpir, alejándose poco a poco, para despistar.

Los soldados iban pasando sin fijarse en el cementerio.

2

A dos leguas de allí, otro hombre se hallaba tendido sobre el piso de tierra, en la prevención de la jefatura. La puerta entornada del calabozo le dejaba caer en mitad del pecho una polvorienta barra de sol que partía su cuerpo en dos pedazos sombríos. Tenía la cara vuelta, casi pegada, a la pared; sólo se le veían los alborotados y pegajosos cabellos. Estaba descalzo; sus pies no eran los de un campesino. En el puño crispado sobre el pecho, el haz de sol dejaba ver unas delgadas falanges y el dorso veteado de venas azules. Dos hombres, uno con uniforme militar de campaña, lo observaban tensos, de espaldas a la luz. El par de botas granaderas cubiertas de barro seco y rasgones, se desplazó con zancadas nerviosas a su alrededor. Las polainas civiles aguardaban más atrás. La voz del milico volvió a sonar bronca y estridente, tratando de disimular su cólera.

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