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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (21 page)

Se callaron de golpe cuando el cabo introdujo la llave en un candado. El piquete de la custodia se alineó junto a él formando un cordón. El silencio fue tan completo, que se escuchó el chasquido del cerrojo y luego el rechinar de la pesada puerta que se trancó a poco sobre sus correderas, obstruidas de tierra. Tuvieron que forcejear entre todos. Por fin la puerta se abrió con un chirrido largo y metálico, como si también aullase de sed.

La suave luz del atardecer cayó de golpe sobre las sombras escuálidas deslumbrándolas como un fogonazo. Se apelotonaron hacia el hueco, en un revoltijo de cadenas, con los ojos parpadeantes y ansiosos. Los soldados los hicieron retroceder con las culatas de los fusiles pero ya las alojeras se interponían alzando sus latas al piso del vagón. Varios chicos treparon como monos para ayudar y dos o tres soldados para imponer orden. Entonces se los vio beber, como si lo hubieran hecho por primera vez en su vida. Algunos mordían el borde de las latas y la aloja chorreada sobre las caras desencajadas y tumefactas. Al poco rato, el plan del vagón se puso gomoso y resbaladizo. Los chorritos de aloja caían por entre las junturas sobre el pasto. Silvestre Aquino quiso beber el último. Gamarra le sostuvo la lata y la fue volcando poco a poco con el resto del líquido. Entretanto, las mujeres repartían las fragantes y doradas argollas de chipá, que los prisioneros devoraban a dentelladas. El rostro moreno y poderoso de la que había logrado abrir el vagón, estuvo todo el tiempo en el hueco, animándolos en sus frases picarescas y jocosas, como si en lugar de prisioneros engrillados se tratara, realmente, de una bulliciosa reunión de hombres en una carpa de lotería, en alguna función patronal. Los chicos estaban bajando con los canastos y las latas vacías.

Desde la puerta del cuartel, un gordo militar enfocaba sus prismáticos sobre el vagón. Debía ser el jefe de la guarnición. A su lado estaba el oficial que había dado la orden. Un rato después, la puerta volvía a cerrarse. El jefe entró. La guardia presentó armas rígidamente.

El tren de pasajeros, muy demorado por el imprevisto incidente, reanudó la marcha alejándose y repechando a toda máquina la cuesta de Cerro León, sobre la que iba cayendo la noche.

6

Los lazarientos se libraron de los interrogatorios. Era una especie de privilegio del que sacaban cierto aire de dignidad. Como si lo hubieran hecho adrede, se pasaban todo el día fuera de los ranchos, exhibiéndose semidesnudos con sus humanidades sancochadas por el mal, que era al mismo tiempo su salvoconducto.

Desde los retenes los veían bajo los árboles o bajar hacia el arroyo con esa apariencia altanera y casi burlona inmunidad. Ya no buscaban entre las hinchadas siluetas la figura elástica y juvenil de Cristóbal Jara, ni su rostro huesudo y entero entre las caras carcomidas, que los prismáticos acercaban excesivamente a los ojos de los oficiales. Sabían de antemano que no iban a verlo allí. No era difícil que hasta se hubieran olvidado ya un poco del fugitivo. Continuaban mirando, no obstante, hacia los ranchos —especialmente las clases y soldados, con obsesiva fijeza—, acaso porque esperaban ver de nuevo a esa mujer de rubia cabellera que desde lejos parecía estar aún en el esplendor de la juventud y la belleza.

La habían entrevisto una sola vez, yéndose al arroyo, en el atardecer de uno de los primeros días. Desapareció enseguida por el caminito que entraba en el monte. Los números exploraron sigilosamente los alrededores. Sólo vieron a los enfermos bañándose o lavándose sus llagas. Ella no estaba. Les quedó en los ojos la visión fugaz; las formas esbeltas y esa sedosa cascada de pelo eran increíbles en una lázara. La leyenda de iris, la hija del francés, ex maestra de Karapeguá y arrojada allí implacablemente por los suyos, fue la comidilla de los retenes. La imaginación hizo el resto. La soledad, el aburrimiento, los vestigios de la muerte que enloquecen el instinto, socarraban los nervios de los soldados. De noche contemplaban salir la luna con las manchas verdes en su cara y también se les antojaba enferma como esa mujer. Pero no volvieron a verla.

La tardecita en que despachó a los cautivos en el vagón de carga, se hallaba precisamente el capitán Mareco en uno de los puestos que vigilaban la leprosería. Hubo un pequeño revuelo entre los hombres. El cabo hizo una seña al superior.

—¡Mire, mi capitán! ¡Allá se va!

Mareco giró vivamente sobre el caballo. A lo lejos, la mujer salía de un rancho y se iba pausadamente entre los cocoteros. Las caras de los números estaban inmóviles. La mueca de disgusto del capitán, que seguramente había esperado encontrar otra cosa, se fue alisando y acabó por cambiarse en la expresión absorta de sus subordinados.

A contraluz de la puesta de sol, embellecida por la distancia y los días de espera, la mujer semejaba realmente una aparición que podía desvanecerse otra vez con su intacto misterio. El andar transmitía a sus largas extremidades un cadencioso movimiento. El aire removía los cabellos que le cubrían la espalda. Los harapos dejaban entrever las corvas, los muslos gruesos, la delgada y flexible cintura. Los cocoteros echaban sobre ella, al pasar, la sombra de sus penachos, de modo que la silueta a intervalos se volvía nebulosa. Indudablemente, a los ojos de los que miraban, la ilusión y la realidad luchaban por superponer y fundir sus encontradas imágenes.

En ese momento la mujer entraba en un recodo del caminito, así que se estaba volviendo de frente hacia ellos, paso a paso, lo que aumentó la expectativa. Otras siluetas se distinguían junto a los ranchos, pero todos los ojos se hallaban clavados en esa mujer que iba pasando ante ellos con su andar ondulante y la cabeza levemente inclinada. Ya la veían de perfil, un poco más y le verían el rostro, antes de entrar en el boscaje.

El capitán Mareco enfocó los prismáticos y graduó el angular, empinándose sobre los estribos. Los labios carnosos le temblaban ligeramente y las aletas de su nariz aguileña se contraían palpitando entre los tubos. Después de un instante los dejó caer sobre el pecho con una mueca de indecible repugnancia profiriendo una palabrota. Los hombres se arrancaron atontados a su contemplación y el cabo se cuadró haciendo sonar fuertemente los tacos, creyendo que el superior los llamaba al orden.

La mujer había desaparecido. Sólo en ese momento percibieron otra vez el olor nauseabundo que las ráfagas traían desde los ranchos.

El capitán picó espuelas y se alejó mohíno del retén en dirección al pueblo, escoltado a distancia por los relevos.

Cuando estaba llegando al cementerio, que a medio camino entre los bañados y el pueblo, ya anochecía. En medio de su distraído enfurruñamiento pudo distinguir sin embargo, en un atajo, un bulto sospechoso. Detuvo de golpe su cabalgadura y desenfundando la pistola le intimó el ¡Alto! con voz resonante. El bulto se recató cautelosamente. Entonces el capitán le disparó un tiro. Debió errarle, porque el bulto atravesó la maleza a los brincos y se alejó por el campichuelo culebreando de una manera impresionante, como una sombra agachada que quisiera ofrecer el menor blanco posible. En su excitación, el capitán vació el cargador contra ella, casi sin hacer puntería, tumbándola con los últimos disparos, cerca del alambrado del cementerio. Se aproximó al galope. La sombra se agitaba aún en las convulsiones de la agonía. Los relevos que llegaban en tropel, le remataba con sus tiros.

—¡Por fin cayó ese miserable! —gritó el capitán con la voz descompuesta.

Todos sabían a quién se refería. De momento, sin embargo, quedaron un poco desconcertados. En la primera tiniebla, el bulto quieto no daba la impresión de tener el tamaño de un hombre, por lo menos del hombre que buscaban. Creyeron quizás que el achicharrado por los balazos se había encogido bajo esa especie de poncho que lo cubría enteramente.

—¡Bajen a identificarlo, pues, carajo! —bramó el capitán.

Dos números desmontaron de un salto y a tironazos descubrieron el cadáver. Aparecieron las patas flacas y quebradizas, luego el vientre muy hinchado y, por último, la puntuada cabeza con las barbas enchastradas de baba sanguinolenta.

—¡Es un chivo, mi capitán! —tartamudeó uno de los números, con el extremo de la empapada lona en las manos.

Al comandante del escuadrón se le estranguló en la garganta un ruido de la furia. Por primera vez, los subordinados lo vieron perder literalmente los estribos. Las puntas de las botas buscaban a ciegas en qué apoyarse haciendo sonar los herrajes y encabritando al caballo.

—Ése es mi animal —dijo una voz de mujer a sus espaldas.

El capitán viró en redondo.

—¿Quién sos vos?

—María Regalada Caceré.

La silueta oscura y pequeña se erguía impávida entre los caballos y los hombres.

—¿Te quisiste burlar de nosotros? —refunfuñó feroz el comandante.

—No. El chivo es mío —repitió sin que se le alterase la voz.

—¿Cómo sabés que es tuyo?

—Por la bolsa.

—¿Para qué lo tapaste? ¿Tuviste miedo de que te robáramos tu animal?

—Andaba el pobre muy asustado por los tiros —dijo la María Regalada, después de pensar un poco—. Por eso lo tapé y lo encerré.

—Y ahora lo largaste en mi camino. Para reírte de mí.

—No. Se escapó no más. Soltó su manea y se escapó.

—¿Dónde está tu casa? —la voz del capitán se iba apaciguando.

—Allí.

—¿En el cementerio?

—Al lado.

—¿No tenés miedo?

—No. Nací aquí. Soy la sepulturera.

—¡Caramba! ¡Mujer de pelo en pecho! —se carcajeó el jefe y los inferiores se sintieron obligados a corearlo con sus risotadas.

—Sí, mi capitán —confirmó uno de los relevos—. Es la sepulturera.

—¿Y ahora vas a enterrar al chivo?

—Puedo carnearlo y hacer cecina de él. Ya que lo mataron.

—¿No te parece que es mucho para una sola persona?

—Yo atiendo a los enfermos también. Por estos lados no hay carne. Hay mucha miseria. Y ahora va a haber más.

En la pausa latió el silencio del monte. En un árbol cercano, un suindá rasgó la tela de su chistido. La luna comenzaba a subir con su cara leprosa sobre el bañado.

—Lleven el chivo a su casa —ordenó el capitán, arrancando al trotecito.

Media hora más tarde llegaba al pueblo. Al pasar frente a la Municipalidad, observó un inusitado trajín. Varias mujeres daban los últimos toques al arreglo del salón, decorado con profusión de banderines tricolores y ramos de kaavó. Del techo y también de las parraleras, en el patio, pendían gallardetes y farolitos chinescos todavía sin encender.

Al notar que el capitán pasaba por la calle, las muchachas se pusieron aún más hacendosas, aunque ya todo estaba listo. Se atropellaron al tuntún y menudearon los inconscientes gestos de coquetería.

El jefe político salió a su encuentro.

—¿Qué tal, mi capitán?

Mareco, adusto, gruñó una especie de saludo.

—Hace unos momentos oímos tiros hacia el cementerio. ¿Alguna novedad?

—No. Nada. Falsa alarma.

El jefe señaló el edificio que las activas mujeres habían emperifollado.

—¿Vio, mi capitán? Hay mucho entusiasmo para la fiesta de esta noche.

—¿Fiesta? —repitió maquinalmente.

—¡Cómo! ¿Ya se olvidó? ¡El homenaje que el pueblo de Sapukai les ha preparado!

—¡Ah!

—Las damas de la comisión pro templo y las maestras han trabajado como negras. Quieren lucirse con usted. Las más jóvenes se hacen ilusiones con sus oficiales. ¡Las mujeres, ya se sabe, no pierden la oportunidad! ¡Van a venir hasta las damas de la Orden Terciaria!… —rió obsecuente, andando al lado del caballo y golpeando con los nudillos sobre la bota del capitán.

—¿Me acompaña al boliche? —dijo éste por todo comentario—. Siento la necesidad de mandarme un buen medio litro de guaripola.

—¡Pero cómo no!

Las muchachas, decepcionadas, vieron alejarse por la calle, encorvado sobre el caballo, al vencedor del estero.

7

Al humoso destello del farolito que arrinconaba sus sombras bajo el alero del rancho, la María Regalada adobaba los costillares del chivo. A un costado, sentado en cuclillas ante la batea, su hijo abría y limpiaba las menudencias.

La cara del chico se torció de pronto en un visaje, mientras hurgaba con el cuchillo en el hígado del animal.

—¡Aquí hay otro plomo más! —lo extrajo y lo arrojó lejos, en la penumbra.

La María Regalada manipulaba diestramente las piezas de la res. Los ojillos del chico se alzaron hacia ella, buscando una comunicación más directa; el silencio y las sombras gravitaban sobre él con su peso sutil y oprimente.

—Al principio creí que lo habían agarrado a él. Los tiros parecían dentro mismo del cementerio…

La madre le hizo un gesto.

—Pueden oírnos… ya te dije, alejo —bisbiseó.

Después de echar una mirada de reojo a su alrededor, el chico prosiguió en voz más baja, parecida también a un murmullo.

—Yo venía con los otros mitaí de la escuela. Cuando oí los tiros, casi se me escapó el nombre de Kiritó. Los otros se fueron corriendo y yo me quedé solo. Cuando venía pasando por el cementerio, me picaba todo de querer entrar. Pero vi los caballos junto al alambrado. Me acerqué despacito en la oscuridad y te vi hablando con ellos. ¿No tuviste miedo, mamita?

—No

—¿Y si te hubieran llevado?

—¿Por qué me iban a llevar a mí?

—Los soldados llevan a cualquiera… —las pupilas celestes parecían dos manchitas acuosas en la penumbra, fijas con encandilada admiración en la madre.

—Si no hubiera ido sí que hubiera sido feo.

—¿Por qué?

—Hubieran buscado al dueño del chivo. Lo hubieran registrado todo otra vez. Capaz que entonces lo encuentran a Kiritó. Me presenté para que se fueran.

—Y hasta te dieron el chivo.

—El chivo es nuestro.

—Sí, pero el milico estaba enojado. Yo oí cuando te dijo que te habías querido burlar de él. Podían haberlo carneado para ellos.

—Me ayudaron a traerlo, y a Kiritó no le pasó nada.

El chico vaciaba ahora maquinalmente las tripas, llenas de sanguaza y porquería.

—Yo no sé cómo no le encontraron hasta ahora… —dijo el chico en tono agorero—. ¡Ahí solito solito no registraron todavía!

—Él sabe lo que hace.

—¿Sabe que allí no lo van a buscar?

—Sabe. Cuando lo encontré esa mañana entre los yuyos, me asusté. Creí que se había desenterrado alguno. Pero no había habido lluvia ni nada. Entonces él me dijo… No te asustés, María Regalada. Si me dejas estar aquí, no me van a encontrar. Ellos andan buscando a un hombre vivo, pero aquí están los muertos solamente, me dijo… Y de veras se parecía a un muerto en tierra de los muertos. Por eso no lo buscan allí.

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