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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (20 page)

—Si hubiera sido liberal, Juandé, por los menos no le hubieran matado.

—No, Luchí. No hay liberal ni colorado. Hay paquete y descalzo solamente. Los que están arriba y los que están abajo. Eso no más es lo que hay… —el pecho lampiño se agitaba bajo la blusa desgarrada.

—¡Y qué vamos a remediar nosotros! —farfulló la voz bajo la gorra.

—Te dan un máuser y te ordenan: ¡meta bala! Y hay que meter bala contra los contrarios del gobierno. Aunque sea contra tu propio padre.

—Para eso estamos en el ejército, vyro…

—Sí, orden es orden. Y uno no es más que un conscripto… —los ojos pardos del muchacho se fijaron animándose un poco en el compañero amodorrado; después de una pausa, entre confidencial y receloso, agregó—: Te voy a contar una cosa, Luchí…

—¿Qué?

—Yo metí bala en el estero… —dijo señalando con un gesto el opaco resplandor que bailoteaba entre las cortaderas—. Metí bala, sí, pero no contra ellos.

El otro se incorporó pestañeando.

—¿Contra quién entonces?

—Disparé todos los tiros hacia arriba. Nadie se dio cuenta.

—Pero… —no encontraba palabras para su extrañeza, entre furibundo y asustado—. ¿Por qué… hiciste eso?

—Maliciaba no más que de repente iba a aparecer papá en su malacara, de cualquier parte. Me arrastré entre los karaguatá para no verlo. Sabía que si abría los ojos lo iba a ver mirándome con sus ojos de muerto y el pecho lleno de sangre. Por eso tiraba con la trompetilla del mosquetón bien alta, para no acertarle…

—¡Pero vos estás loco, Juandé! —bufó el otro—. ¡Si llega a saber eso el capí no te va a perdonar!

—Podés contarle si querés. Ya no me importa…

—Yo no le voy a contar. ¿Y si te hubiera visto? Después de todo, era un asunto de matar o morir. Los montoneros pudieron matarte.

—¿Pero por qué vinimos a matarlos nosotros? Somos descalzos como ellos…

—Ahora no —le interrumpió Luchí—. Llevamos los reyunos del ejército…

Juandé se quedó mirando la centelleante lejanía, sin encontrar dónde descansar los ojos.

5

Los prisioneros iban hacinados en el vagón de carga, a cuyas puertas corredizas habían echado las precintas y los candados. En la penumbra espesa de polvo y resonante por el fragor de las ruedas, apenas se veían las caras. Los más, tumbados sobre el plan, procuraban dormitar jadeando; algunos, sentados gibosamente, se recostaban contra los rugosos tabiques de hierro y madera de esa celda traqueteante que los llevaba con rumbo desconocido. Cuando se movían escuchaban en medio del estruendo el opaco sonido de las cadenas que los amarraban de dos en dos, con los extremos remachados a trozos de riel. Esos rudimentarios grillos forjados con soldadura autógena en el taller de reparaciones del ferrocarril hacían superfluos candados y precintas, que sólo parecían tener por objeto preservar a los prisioneros de alguna contaminación exterior.

Hacía varias horas que no comían ni bebían. Estaban encerrados en el vagón desde la noche anterior. Los habían ido metiendo por parejas; mientras los plomeros alemanes del taller remachaban los grillos bajo la supervisión del propio Mareco, los custodios les dieron de beber del mismo balde pringoso de aceite de máquina con el que apagaban las soldaduras junto a los tobillos arrancando con sus chorros furiosos chasquidos. La operación duró toda la tarde. Desde entonces no masticaban sino esa rabia impotente que les fluía en la boca con la saliva cada vez más escasa. La atmósfera sofocante del encierro, fermentada de sudores y orines en una fetidez insoportable, aumentaba su sed. El tufo del polvo filtrándose sin cesar les desecaba la boca, les arañaba la garganta y les hacía toser, como si se tratara de un cargamento de asmáticos y tuberculosos. Los heridos gemían sordamente buscando, más que desahogar su sufrimiento, facilitar la respiración.

Al llegar a Escobar, la estación siguiente a la de Sapukai, se dieron cuenta de que iban enganchados a la cola del tren de pasajeros. El convoy se detuvo algunos instantes. Los prisioneros escucharon el runrún de la poca gente reunida en el andén, pero especialmente el vocear de las alojeras. Les había parecido oírlas desde una desesperante lejanía.

Ahora los tamizados chorritos de polvo iban tiñéndose de rojo en las junturas. Estaría atardeciendo. Entre las apelmazadas siluetas una se distinguía por la fijeza con que contemplaba, de espaldas en un ángulo, las rendijas del maderamen. El rostro barbudo se hallaba hincado en el pecho. No había renunciamiento en sus ojos ni temor y tal vez muy poco de esa murria crispada e impotente de los cautivos que ignoran su suerte; tan sólo una especie de mansa y casi irónica ferocidad, como si estuviese considerando a solas el lado divertido del fracaso. Debía ser un hombre alto y corpulento, a juzgar por el tórax. Una pierna se hallaba pegoteada a la altura de la rodilla bajo los trapos que la envolvían. Junto a él estaba tendido el compañero de «traílla», muy pequeño y retacón, friccionándose muy lentamente el tobillo hinchado por la presión de la cadena.

—Adónde nos llevarán… —dijo de pronto, pero su voz se perdió entre el ruido de las ruedas.

El barbudo seguía mirando con absorta fijeza un agujero luminoso en el lugar de la grampa de donde había caído un remache. Después de un largo rato, cuando ya parecía que se hubiera olvidado del asunto, el hombrecito rechoncho volcó la cabeza hacia el otro y volvió a preguntarle:

—¿Adónde te parece, Silvestre?

—No sé —dijo sin mirarlo—. Ya te dije. Mediometro. No te apures. Hay que esperar para ver.

—Para mí que nos dejan en Paraguarí. Dicen que en el cuartel de caballería hay buenos calabozos.

—Nos hubieran traído a pie. De Sapukai a Paraguarí no hay ni diez leguas. No nos hubieran puesto este tramojo —dijo Silvestre, recogiendo la pierna sana y haciendo sonar la cadena.

—¡Ojalá nos bajen en Paraguarí!

—¡Qué te importa! ¡Cómo si fueras a una función patronal o qué! Ahora cuanto más largo el viaje, mejor. Total, no pagas el boleto.

—¡Tengo demasiada sed!

—En Paraguarí la caballería no te va a convidar con cerveza.

—También me preocupo por tu pierna.

—No te apenes por mi salud.

El hombre apodado Mediometro se quedó en silencio con los brazos cruzados sobre el pecho. Algo se movía en su boca entreabierta; la lengua andaría juntando saliva. Luego se chupó los dientes con fuerza.

—Pienso en Kiritó —dijo un momento después, sin abrir los ojos—. ¿Qué habrá sido de él? Ya lo habrán agarrado, seguro.

—A él no lo van a agarrar —dijo el barbudo.

—¡Es zambo Kiritó! —elogió el petiso.

—Semilla de melón es para él la caballería. Escapó de cosas peores. Desde su nacimiento vive escapándose. Estos perros uniformados con el kaki de la patria no lo van a agarrar. Tienen que ser más zambos que Kiritó, para eso.

—¡Pensar que yo los quise joder cuando me apuraron mucho con el asunto del fusilamiento! ¡Yo te voy a mostrar, mi capitán, dónde se escondió Jara!, le grité, apretando con alma y vida las arrugas de atrás, curado de mi estreñimiento. ¡Por lo menos, eso les debo!

Otras siluetas habían vuelto las cabezas y escuchaban. Algunas caras hasta sonreían en la oscuridad rayada de intersticios humeantes.

—¿Se acuerdan de aquel timbó quemado por el rayo, que está junto a los zanjones de Camacho-kue? —continuó incorporándose al sentir que tenía auditorio y buscando a sus oyentes con los ojos—. El timbó ese está hueco.

—Ya sabemos, Gamarra —dijo uno.

—Hasta allí fuimos, yo como baqueano de la patrulla. Con el yatagán que me dieron limpié la embocadura, tapada por el yavorai. Aquí se escondió, le dije por decir. A lo mejor el capitancito ese me creía. ¿Te querés reír de nosotros, chopeto?, me dijo con sus colmillos de chancho bien afuera. Sentí que las arrugas se me mojaban otra vez con la diarrea del miedo. ¡No mi capitán! ¡Aquí lo vi entrar a Jara!… —procuró imitar los gestos y la voz ronca del comandante del escuadrón—. ¿Cómo iba a caber ahí? ¡Pero sí, mi jefe!, le dije. Jara sabe meterse hasta en el agujero de un tatú… ¡En el de tu hermana, seguramente!, me dijo. Yo sentía que no lo iba a convencer y que ahora podía hacerme fusilar de veras. ¡No tengo hermana, che ruvichá!… ¡Jara se escondió aquí…, después no lo vi más!… El capitán me largó una patada. ¡Entra vos también entonces!, me dijo y me siguió pateando, ante las risas de los otros, como si hubiera querido embutirme a la fuerza en el agujero del árbol.

—¡Y te hubiera dejado embutido no más allí! —farfulló sin reírse Silvestre Aquino, extendiendo de golpe la pierna amarrada a la del petiso, con un tironazo de la cadena—. ¡Por alcahuete!

—No, Silvestre. Yo le mentí al capitán. Para sarearlo más todavía…

—No le mentiste —le interrumpió el barbudo—. Kiritó se escondió allí al anochecer, cuando ya todos estábamos listos.

—Si lo hubieran agarrado, habría sido por tu culpa.

—Yo creí…

—Te debieron poner en yunta con el teniente Vera —farfulló Silvestre, casi con asco—. ¡A él no le cuesta entregar a sus compañeros!

—Pero a él también lo apresaron…

—¡Para taparlo! ¡Cajetillo disfrazado de revolucionario! Debí desconfiar de él desde el primer momento.

—Silvestre… —dijo aplanado el hombrecito—. ¿Te parece de veras que él pudo entregarnos?… Él, que estuvo a punto de ser fusilado por conspirador…

El barbudo no respondió. Miraba de nuevo fijamente el agujero del remache que vomitaba hacia adentro una mecha de de humo cada vez más pálido. Los demás también estaban en silencio. El vagón tronó de pronto sobre alguna alcantarilla.

Un rato después el convoy aminoró la marcha. Se detuvo al fin con un entrechocar de hierros que se propagó por toda la ringlera de vagones. Afuera rumoreaba de nuevo la gente en el andén. Se oían lo gritos de las vendedoras de aloja y chipá, esta vez más cercanos. Las siluetas se irguieron en la agria penumbra, entremezclando sus cadenas e imprecaciones. El ansia les pegó las caras a las rendijas. Gamarra espiaba hincado ante el agujero del remache. Parecía un hombre mocho de la cintura para abajo. Vio el inmenso cuartel que se extendía a la sombra morada del cerro.

—¡Eh…, llegamos a Paraguarí, Silvestre! —dijo sin despegar el ojo—. Parece que no nos van a bajar aquí. Ya hubieran venido a abrir la puerta.

El barbudo gruñó algo ininteligible, removiéndose con un sofocado quejido.

—¡Jhim…, esa lata de aloja, che paí! —exclamó Gamarra, pasándose la lengua por los labios—. ¡Yo solito me hubiera vaciado la lata de un solo kamambú!

Otra silueta se acercó también a gatas y lo desplazó de la mirilla. La tiniebla del vagón bullía con esos cuerpos y rostros anhelantes que se aplastaban contra las tablas. Veían pasar muy cerca a las alojeras y chiperas. Tendían hacia ellas sus manos. Algunos arañaban y golpeaban las paredes del vagón desgañitándose en un salvaje clamor.

En una pausa escucharon que alguien, uno de los soldados de la custodia, decía a las vendedoras, pavoneándose, mientras masticaba pedazos de chipá que se le atragantaban:

—Guapeamos por ellos en los esteros de Kaañavé. Ahora se pudrirán en la cárcel de Asunción. O de no, los mandarán al destino, en el Cacho, para que no se metan otra vez… —no se escuchó bien lo último que dijo.

—¡Para qué los llevan así! ¡Ni que fueran animales! —protestó una.

—¡Son bandidos! —masculló el custodio.

—¡Los que forman montoneras no son bandidos, che karaí! —dijo la mujer.

No la veían, pero sentían su presencia. Trataban de ubicarla a través de las fisuras, sin conseguirlo. Sólo notaron que se estaba reuniendo más gente alrededor del vagón, en una actitud que no era de simple curiosidad. Les pareció que la voz de esa mujer, quienquiera que fuese, les estaba haciendo llegar la adhesión de todos. Los guardias no intentaron dispersar a los mirones. Masticaban ávidamente con aire de despreciativa prepotencia.

—¡Son prójimos nuestros, hombres como ustedes! —continuó la mujer.

—¡Que no te oiga mi coronel Ramírez! —barbotó el guardia, un poco en broma un poco en serio, señalando con la cabeza el cuartel.

—¡Tú coronel Ramírez es muy mi amigo voí! —retrucó la mujer—. ¡La señora no toma luego su mate dulce sin mi chipá!

—¡Te vamos a llevar presa a vos también! —intervino el cabo de la custodia, ante la hilaridad general.

La conversación había cambiado de tono; era ya un franco voceo entre la vendedora, cada vez más irónica, y los guardias del contingente.

—¡Para qué pikó me vas a llevar presa! ¡Cómo vas a comer de balde entonces mi chipá!…

Se aproximó al vagón destacándose en el ruedo cada vez más numeroso. Era una morruda campesina de edad indefinible. La luz del atardecer daba de lleno en su rostro moreno y cuarteado. Cargaba sobre la cabeza el enorme canasto a cuya sombra los ojos chispeaban por momentos con una mordacidad pícara y suave. En una mano llevaba la lata llena de aloja. Se acercó poco a poco al vagón, como quien no quiere la cosa.

—Dicen que los paranaceros se largaron anoche contra Villa Encarnación y Kaí Puente… ¿Es cierto que se está levantando todo el sur? —preguntó simulando un aire de cómica inocencia y desagrado.

Los prisioneros se miraron entre sí y dejaron un instante de martillar con los puños en las tablas.

—¡Oyen, lo’mitá! —dijo Gamarra de rodillas ante el ojo polvoriento.

Se hizo una pausa trémula en la que se oía tintinear las cadenas y ondeaba el polvo. Las caras se pegaron de nuevo a las grietas. Vieron que el cabo se arrimaba a la mujer.

—Mejor es que te calles de una vez. Dame sí un jarro bien lleno de tu aloja —oyeron que le dijo.

—Sí. Te voy a dar. Pero me vas a dejar dar también a los presos.

El cabo estuvo a punto de darle un culatazo, pero se contuvo ante la actitud tranquila de la mujer, dominado por las miradas que brotaban del semblante cobrizo.

—¡E’á, un mozo tan buen mozo y tan enojado! ¡Mandá sí abrir el vagón! ¡Nei pue, che karaí!

Silvestre Aquino hizo un gesto a los suyos. Los gritos y los golpes de puño arreciaron dentro, de una especie de delirante zafarrancho. Empezaron a golpear con las cadenas, hasta con los trozos de riel. Las caras oscuras se arracimaban en los resquicios del machimbre. Veían gesticular en medio del barullo a los hombres de la custodia y a las vendedoras. Se había formado una pequeña pero compacta multitud. Un oficial de caballería llegó al galope y se abrió paso en el ruedo con el caballo. El cabo corrió hacia él, informándole con trémulos ademanes. Las vendedoras con sus canastos y latas de aloja estaban frente al vagón, y la gente, en su mayoría mujeres, se apiñaba expectante detrás. La alojera se acercó al oficial. La vieron accionar otra vez con sus ademanes contenidos pero firmes, llenos de simpatía, de poder. Podían adivinar lo que le estaría diciendo. El oficial miraba a uno y otro lado, indeciso, irguiéndose sobre los estribos y sacando pecho. Se notaba que la mujer, desde abajo, se le estaba imponiendo, como al cabo. Al fin dio a éste una orden con un gesto inequívoco. El cabo, gacha la cabeza, extrajo de su cartuchera las llaves y se encaminó de mala gana hacia el vagón que continuaba cajoneando sordamente como un inmenso ataúd con cien resucitados dentro, ululantes de sed. Algunas de las tablas ya comenzaban a ceder y a astillarse bajo los golpes de los rieles utilizados como arietes.

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