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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (22 page)

La cabecita del chico digería con esfuerzo la endiablaba táctica del fugitivo, incomprensible para él.

María Regalada sacaba ya de un muslo las tiras para el charque. Sabía sacarlas tan finitas como peladuras de naranjas; pero allí sobre todo, había que esmerarse porque la carne del chivo era flaca, pura espuma. Estaban, además, esos agujeros quemados que cortaban la tira a cada ratito.

La catinga del chivo llenaba todo el patio, apretado por los naranjos sombríos. Alejo fue a arrojar los desperdicios. Se apagó un rato. La madre le oyó orinar también en la zanja. Reapareció arrastrando los pies, con esos cabellos que azuleaba la luna, las pecas como lentejuelas de mica pegadas a los pómulos, todo el rostro untado de ese aire de misterio que tienen los niños en vigilia cuando ya deberían estar dormidos.

Continuaron trabajando hasta más tarde, hasta que la luna se acostó del otro lado del cielo y se escondió, según sabía Alejo, en el fondo del lago Ypoá, más allá de los montes lejanos. De tanto en tanto, hacia el estero, se escuchaban tiros aislados en los retenes y sus fogatas temblaban en las tinieblas, tan chicas como la lengua de un fósforo.

María Regalada fue aún a inspeccionar el horno encendido a fuego lento. Se trajo algunas brasas en un ladrillo y puso a caldear sobre ellas un trozo de fierro bruñido que tenía un tosco mango de madera.

Entonces entraron. En la habitación del rancho había una talla grande de San Ignacio, cuya antigüedad se medía por las grietas de la negra madera. Había otras imágenes más pequeñas, mordidas a hachazos, las huellas de aquel hombre, de aquel médico extranjero que había fundado la colonia de lázaros y que desapareció después, dejando en su reemplazo la sombra benéfica y atroz de su locura, su presencia, se recuerdo tenaz en la mujer. María Regalada seguía esperando, sin duda, a Alejo Dubrovsky. Incontables cabos de vela y la tabla de la repisa chorreada de sebo, atestiguaban, más que una paciente devoción, esa esperanza irrevocable, que remitía a un futuro incierto la certidumbre de una fe más fuerte sin embargo que toda adversidad, porque su objeto era demasiado simple y demasiado humano. ¿Y qué era realmente la esperanza para María Regalada sino «el recuerdo de aquello que no había poseído jamás»? Un recuerdo hecho carne en ese niño que maduraba a su lado esperando también a su padre a quien no conocía.

María Regalada revolvió en un arcón de cuero y extrajo unas prendas de hombre. Levantó las brasas el trozo de riel recalentado que hacía de plancha, y comenzó a quitarles las arrugas. Alejo la miraba hacer con un repentino interés que reanimó sus facciones adormiladas.

—¿Esa ropa era de papá?

—No. De tu abuelo.

El chico ignoraba también que la dinastía de los Caceré, cuyos hombres habían sido uno tras otro, desde la Guerra Grande, los sepultureros del cementerio de Costa Dulce, se había bifurcado en él. Ahora le preocupaban otras cosas y el cementerio no era ya la tierra de los muertos sino el escondrijo del hombre del bañado, que debía escapar a toda costa de la muerte.

—¿Le vas a dar a Kiritó?

—Sí.

—¿Se va a ir no más al baile?

—Sí.

—¡Pero esa fiesta es para el escuadrón, mamita! —exclamó íntimamente sublevado—¡Lo pueden agarrar allí!

—Él quiere ir. Él sabe lo que hace y hay que ayudarlo. En el cementerio no se puede quedar más tiempo. Si muere alguno en el pueblo, van a venir a enterrarlo. Don Clímaco Cabañas anda luego muy enfermo. Puede morirse de un día para otro. Y como es juez de Paz su acompañamiento va a ser grande.

—¡Si va a la fiesta, lo van a agarrar! —repitió el chico, con esa honda preocupación que parecía aventajarlo.

—Allí no lo van a buscar. El camino del pueblo es el único que no está vigilado.

—¿Y si le pasa lo que le pasó al chivo? —dijo sin asomo de ironía, pero con lógica inobjetable.

—Él sabe lo que hace —insistió ella, reticente; se notaba que quería ponerlo al margen del insensato proyecto, tan semejante sin embargo por su sentido al disparatado juego de un niño.

—Kiritó me dijo ayer que hubiera querido esconderse con los lázaros. Por lo menos hasta que se vayan las tropas, me dijo. —Pero allí no puede entrar. Están los retenes. Solamente a mí me dejan ir a lo ranchos.

—Entonces… —bostezó el chico como resignado a lo inevitable—. Seguro entonces que esta noche quiere ganar los cerros, del otro lado de las vías…

—Sí, che karaí. Él tiene que vivir para cumplir su obligación.

—¿Cuál es su obligación, mamita?

—Luchar para que esto cambie… Andá a dormir ahora…

Alejo se levantó pesado de sueño y fue a tumbarse en su catre.

Se durmió enseguida. Había algo de anunciación en ese niño, guarecido en la soledad de su sueño como en una región inaccesible, donde pasado y futuro mezclaban sus fronteras. Engendrado por el estupro, estaba allí sin embargo para testimoniar la inocencia, la incorruptible pureza de la raza humana, puesto que en él todo el tiempo recomenzaba desde el principio.

La madre lo miró un instante. Al terminar de planchar la blusa y los pantalones, abrió de nuevo al arcón y sacó un vestido cuyos pliegues se puso a asentar, pensativa. El silencio le oprimiría las sienes, porque mojó un dedo con saliva y se lo pasó por ellas. Después probó la plancha, que ya no soltó ningún chirrido.

Salió a lavarse en una tina, en la oscuridad. El rancho cabeceaba lleno de sombras. Las fogatas de los retenes ya no palpitaban a los lejos. Por el camino se oía pasar en grupos a los números relevados, rumbo a la fiesta. Sus risas y el rumor de los cascos rebotaban contra el rancho.

Empezó a vestirse. Se peinó maquinalmente con el oído atento a la noche. Luego de cubrir a su hijo con la deshilachada cobija, tomó la ropa de hombre, apagó el farol y salió trancando la puerta. Dio un rodeo y se encaminó hacia el cementerio.

8

La fiesta se hallaba en su apogeo, con el salón y el patio atiborrados por la concurrencia. En una y otra parte, predominaban netamente los hombres de uniforme, todos barbudos de varios días, sucios de barro seco los kakis y las botas, hediendo a sudor de caballos, al propio sudor, a las fétidas aguas del estero, pero todos asimismo muy alegres y jactanciosos, como si alardearan, bañados de un exquisito perfume, con el tufo del vivac; lo que bien mirado daba su sabor especial a la fiesta. Era el homenaje a los héroes del bañado y ese husmo viril constituía desde luego su mejor gala, alborotando a las mujeres con su atmósfera penetrante, como el olor del zorrino a los gallineros.

En el salón deslumbrante por las lámparas de carburo, estaban los oficiales y suboficiales, rodeados por la mejor sociedad del pueblo. Se habían dado cita todos los ganaderos de la zona, los arrendadores y comerciantes que formaban la Junta Municipal. No faltaban siquiera los empleados del ferrocarril. Y por supuesto, también el cura se había hecho presente. En la cabecera del salón formaban un corrillo obsequioso en torno al comandante del escuadrón, que tenía los ojos inyectados en sangre y la lengua estropajosa.

Las damas de la comisión pro templo hacían los honores y atendían solícitas el ambigú, secundadas por las maestras y las demás muchachas que se turnaban para servir a los invitados. Las más jóvenes acorralaban a los tres tenientitos y coqueteaban con ellos, sonrientes y excitadas en sus vaporosos vestidos de organdí, de modo que los tenían bastante ocupados. Las menos jóvenes y atractivas se contentaban con los suboficiales, más numerosos y accesibles. Las de turno en el ambigú viboreaban ente las parejas mirándolas con envidia y buscando el momento de zafarse de los vasos de bebidas o de las bandejas de croquetas y pastelitos, en cada uno de los cuales se hallaba clavado un escarbadiente con un diminuto banderín.

El capitán Mareco no bailaba, lo que no dejaba de extrañar a jóvenes y viejos, pues él mismo no era más que un muchacho, a quien el mando y las circunstancias comunicaban una forzada madurez; habían visto que el capitancito era de agallas y suplía su juventud con el típico aire de superioridad de los «de arriba». Se limitaba a observar la fiesta y a echar de reojo, entre charla y charla, una rápida mirada de conocedor sobre las muchachas que bailaban, sin detenerse en ninguna. Le renovaban continuamente el vado y él tomaba y tomaba, pero nadie podía decir que el comandante del escuadrón no sabía comportarse en sociedad.

El rumor de la gente ahogaba la música de la pequeña orquesta, un violín, un arpa y tres guitarras, que instalados sobre una tarima soltaban sin descanso una polca tras otra; el arpista, que parecía ciego, era el más animoso de todos, pues aun en los intervalos seguía preludiando su instrumento con la cara pegada al cordaje, como si además de ciego fuera sordo.

En el patio se aglomeraban los mirones y la gente de segundo pelo, que habían concurrido a la fiesta por diversos motivos, pero especialmente para ver de cerca a los de la caballería. Allí bailaban los soldados; había no menos de cien de ellos, desembarazados apenas de su impedimento, los corvos sables colgando de los tahalíes. En la parpadeante penumbra de la parralera, coloreados por los farolitos chinescos, bailaban apretados a las mujeres descalzas. Las vaharadas de polvo subían del piso de tierra lamiendo sus siluetas muy juntas, borroneando las caras barbudas o lampiñas y las caras impenetrables de las mujeres que se movían en brazos de los soldados como si bailaran en sueños con la muerte en algún sombrío campo de batalla.

Allí apenas se escuchaba la música que se filtraba avaramente del salón, de suerte que los soldados bailaban casi de memoria, al solo compás de su instinto, con esas manos que ceñían las cinturas o que se crispaban de pronto sobre las grupas, turbios de deseos los ojos brillantes. Allí y a esa hora, el acre olor del campamento brotaba con más fuerza de los hombres uniformados y sudorosos.

Allí y a esa hora fue cuando don Bruno Menoret, que andaba mironeando lo que él llamaba el «farrón castrense», descubrió de repente, o creyó descubrir, al débil parpadeo de los farolitos de colores, una figura conocida, la única que jamás habría esperado encontrar allí. Se acercó aún más y entonces vio de verdad, estupefacto, a su chofer bailando con la sepulturera, entre los pocos paisanos que bailaban descalzos y con los sombreros metidos hasta los ojos como si tuvieran vergüenza de estar allí. El catalán se alejó trastabillando como si se hubiera vuelto borracho de golpe, lo que no podía extrañar a los que lo conocían. Algunos lo oyeron balbucear entre dientes, mientras se iba: «¡Está loco…, está completamente loco!».

Cerca de medianoche sería, porque el cura se levantó entre una y otra pieza y se despidió del homenajeado principal.

—La fiesta está muy linda. Pero mañana tengo que decir misa muy temprano.

—Comprendo, le agradezco que haya venido —dijo el capitán.

—Celebraré el santo sacrificio por sus intenciones —le dio un apretón de mano muy cordial—. Para que Dios le siga dando su bendición.

—Muchas gracias, Paí —se cuadró militarmente.

Salió el cura y tras él emigraron también con aire devoto las hermanas de la Orden Terciaria, que habían estado comadreando animadamente en un rincón.

Se cruzaron con don Bruno que venía entrando y buscaba con miradas de loco al capitán. Se abrió paso a empujones y por fin llegó hasta él, lo llevó aparte tomándole del brazo, en una actitud a la vez sibilina y acobardada, que los ediles y comerciantes no dejaron de notar.

—Vea, capitán… Sé dónde está ese hombre —le dijo a boca de jarro.

—¿Quién? —los ojos encarnados del capitán se clavaron en él, como si trataran de ver claro una desvaída silueta.

—Ese Cristóbal Jara…, mi chofer. El hombre que ustedes buscan…

—¿Dónde está?

El catalán dudó, echando los ojos muertos al cielo, como si de improviso hubiera visto abrirse una grieta muy profunda y llameante. Nadie supo, tal vez ni él mismo lo supiera, si en ese momento iba a delatar a Cristóbal Jara o si por el contrario estaba tratando de urdir en su favor una loca patraña, alguna increíble y absurda coartada, más increíble y absurda todavía que el hecho mismo de haber venido ese hombre allí, a inferir él sólo a todos sus enemigos la enormidad de esa afrenta con un coraje demoníaco y desesperado. Tal vez el catalán comprendiera de golpe la magnitud de esa locura y había decidido jugarse la vida él mismo para defenderla y hacerla triunfar más allá de las posibilidades permitidas.

Nadie lo supo y nadie va a saberlo nunca, porque en ese momento un revuelo indescriptible llenó de gritos y corridas el salón, el patio y hasta la aglomeración de los mirones.

—¡Los lázaros…, los lázaros! —se oyó chillar despavoridas a las mujeres.

Hubo un desbande vertiginoso que incluyó en sus remolinos a los oficiales, a los soldados, a los músicos. Sólo el arpista continuó tocando, sordo y ciego a lo que ocurría. El capitán Mareco también permaneció parpadeando un instante más en medio de la ululante escapada. Entonces vio, como en una gran pesadilla, a varias parejas de leprosos bailando grotescamente con sus cuerpos hinchados y roídos a la lívida luz.

En la penumbra de la parralera, Cristóbal y María Regalada se encontraron bailando entre las cabezas leoninas y los cuerpos deformes. El tufo del vivac estaba desapareciendo, tragado rápidamente por ese otro hedor salvaje y dulzón. Se apretujaron a su alrededor. Acaso Cristóbal distinguió alguna sonrisa de complicidad en las máscaras purulentas que se iban acercando en un ruedo cada vez más pequeño. María Regalada tenía una expresión plácida y misteriosa.

Salieron sin apurarse, protegidos por esa guardia de corps de fantasmas de carne, mientras el arpa seguía tocando vivamente una galopa en el salón desierto.

VII
Destinados
1

1º de enero
(1932)

Año nuevo. Aquí, en el destino militar de Peña Hermosa, apenas nos apercibimos del paso del tiempo. Los días transcurren monótonos, iguales, para la cincuentena de presos confinados en el islote. Estamos fondeados en medio de la lenta y atigrada corriente, de más de un kilómetro de anchura, que ahora, por la bajante, hiede a limo recalentado por el sol. Cuando se la mira fijamente, a ciertas horas, parece también detenida, inmóvil, muerta. Entonces se tiene la sensación de que el peñón remontara el río, entre las centelleantes y lejanas barrancas.

La lancha del Resguardo hace su arribo mensual con los víveres y la correspondencia. A veces trae también algún nuevo pensionista. El mes pasado llegó el último, Facundo Medina, dirigente universitario, a quien llaman el
Zurdo
por sus ideas de izquierda. Parece que estuvo complicado en los sucesos de octubre, en Asunción, que culminaron con el ametrallamiento de estudiantes frente al palacio de gobierno, cuando acudieron en masa a reclamar la defensa del Chaco ante la progresiva ocupación por los bolivianos.

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