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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (26 page)

14 de septiembrez

Ha muerto el comandante del batallón. Un momento antes estábamos hablando a gritos, por el recio tiroteo, discutiendo con cierta aspereza, mejor dicho. Había venido a pedirle autorización para retirar mi compañía de una situación bastante comprometida. Me respondió de mala manera. No entendía lo que me dijo. Estaba muy irritado. Pero de pronto le veo abrir los brazos y entrecerrar los ojos, en un gesto de blandura casi femenina. Se inclina lentamente hacía mí y me echa los brazos al cuello. Desconcertado por este repentino cambio de actitud, no atiné a imaginar lo que estaba ocurriendo, hasta que mis manos se empaparon a su espalda en la inconfundible melaza de la sangre.

Por ser el más antiguo y el único de los oficiales del batallón, no salido de las filas de la reserva, me ha correspondido ocupar su puesto y el agujero del tuca.

15 de septiembre

Señales de abatimiento en los sitiados. Las máquinas verdiamarillas ya no lanzan barras de hielo en paracaídas, sino medicamentos y víveres, que caen en su mayor parte en nuestras líneas.

16 de septiembre

Los resortes del doble cerco están remachados sólidamente. Cerrados los últimos claros con el arribo de refuerzos en gran escala, que han duplicado los efectivos del comienzo. No menos de diez mil hombres y un enorme despliegue de material, se disponen a yugular el bastión acorralado, que parece tener siete vidas como los gatos. Lo sentimos en realidad como un gran tigre hambriento y sediento, sentado sobre los cuartos traseros, relamiéndose sus heridas, invisible dentro del monte en llamas, pero capaz todavía de saltar al fin, por encima de la trampa que le hemos tendido, para desintegrarse en la embriaguez de cósmica violencia que lanza a las fieras más allá de la muerte.

El Comando ha ordenado atacarlo por la espalda. La operación decisiva desencadenará de norte a sur la actividad en todo el dispositivo, que comenzará a contraer sus anillos concéntricos, igual a una kuriyú enroscada a la presa.

El desmembrado batallón a mi cargo va a ser enviado al flanco izquierdo para reforzar el amarramiento del camino a Yujra, en poder del Corrales, y patrullar las probables vías de infiltración enemiga en el sector poco conocido de fortín Arce. La misión adolece de una notoria vaguedad de conceptos. En todo caso, abarca dos objetivos distintos, desproporcionados a mis fuerzas. La orden verbal no es muy clara. He enviado al ayudante a reclamarla por escrito. El batallón es un comodín del que todos disponen a su antojo. A veces está en el escalón de reserva. A veces, como unidad de maniobra, es utilizado lo mismo para un barrido que para un fregado.

17 de septiembre

La batalla de Boquerón no lleva trazas, ni remotamente, de llegar a su fin. El ímpetu del ataque ha vuelto a agotarse en sí mismo. Boquerón es un hueso duro de digerir. El movimiento peristáltico de nuestras líneas trabaja inútilmente para deglutirlo. Hay algo de magia en ese puñado de invisibles defensores, que resisten con endemoniada obcecación en el reducto boscoso. Es pelear contra fantasmas saturados de una fuerza agónica, mórbidamente siniestra, que ha sobrepasado todos los límites de la consunción, del aniquilamiento, de la desesperación.

De muchacho, un día mi padre me mandó sacrificar un gato enfermo y agusanado. Lleno de repugnancia, no supe sino meterlo en una bolsa y me puse a acuchillarlo ciegamente con un machete, hasta que se me durmieron los brazos. La bolsa se deshizo y el animal, destripado, salió dando saltos ante mi hipnotizado aturdimiento, perforándome el viento con sus chillidos atroces.

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18 de septiembre

Penosa marcha durante toda la noche. Al amanecer interceptamos un destacamento enemigo, que evidentemente buscaba abrirse paso hacia Boquerón. Luego de una corta refriega, optó por retirarse dejando en nuestro poder algunos muertos y una mula carguera, moribunda. Nosotros estuvimos al borde del desastre. Atacada por el flanco, la compañía de avanzada se replegó en desorden, amenazando arrastrar en su huida a toda la unidad. Por suerte, la retirada del enemigo nos permitió reorganizar la columna, cuando el desbande general era inminente. Tuvimos cinco bajas, entre ellas la del oficial que mandaba la compañía que defeccionó. He enviado a mi ayudante a reemplazarlo. La desmoralización empezó anoche, cuando las patrullas de punta chocaron contra un velo enemigo, que las batió con armas largas y tiros luminosos. Este percance nos obligó a cambiar de rumbo. Así llegamos a este lugar, sin saber exactamente dónde estamos. Un cañadón cruzado por un tramo de picada recién abierta, en medio de un bosque más achaparrado y espinoso que todos los conocidos. Suponemos que ha de ser una de las vías de comunicación del eje Arce-Platanillos. Por el lejano tronar de la artillería, hacia el noroeste, calculo que estaremos a unos veinte kilómetros de Boquerón. En la creencia de que se trata de un camino de cierta importancia operativa, decidimos mantener provisionalmente su ocupación. Se han destacado dos patrullas. Una de reconocimiento hacia Yujra. Otra, con la parte al Comando, pidiendo instrucciones y agua. Sobre todo agua, si hemos de permanecer aquí.

Las fracciones desbandadas se están reintegrando. He mandado enterrar los muertos. Los nuestros y los del enemigo. En una zanja común, cavada con los yataganes en la tierra arenosa, jaspeada por veteaduras de sal, que parecen de escarcha al llamear de las refracciones. Las semivacías caramañolas de los caídos permitieron distribuir un sorbo de agua a los heridos. Los demás tuvimos que conformarnos con un plato de carne de mula, después de dos días de ayuno.

19 de septiembre

No han regresado las patrullas. Nueva reunión de oficiales. Ha triunfado la tesis de «plantar» el batallón, «con agua o sin agua», en el islote achicharrado. Alguno hasta vivó roncamente a la patria, con los ojos opacos, vacíos del viejo entusiasmo.

Después de explorar las inmediaciones, organizamos la defensa del cañadón en dos frentes, convirtiéndolo en un reducto bastante pasable. Se han fortificado los sitios de acceso con nidos de ametralladora pesada y zanjas individuales. Puestos avanzados de vigilancia y retenes escalonados acordonan las líneas. En los extremos hemos armado unas «esclusas» para atrapar prisioneros. Ante el otro riesgo, resultan irrisorias estas extremas medidas de seguridad. No lejos del cañadón, el bosque desagua a una hondonada con restos de aluviones, acaso el antiguo lecho de un río o de un lago, evaporado en quién sabe qué época geológica. Por ese vado seco llegamos, sin duda, anteanoche. Sobre la blancura de hueso del arenal emerge el extremo de una piedra con forma de hongo y color de un lingote de bronce viejo, en el que la luz parece reabsorberse, pues no emite ningún destello. En esta parte del Chaco no hay piedras. Debe ser un aerolito.

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20 de septiembre

La «plantada» del batallón en la hoya antediluviana, está empezando a dar sus frutos. Tres heridos han dejado de sufrir. He perdido la cuenta de los efectivos que componen todavía mi unidad y de las bajas que sufre. Pero no parecen disminuir. Es solamente el paso de un estado a otro. A menos que la desesperación también ocupe espacio.

Me han construido un refugio al pie de un samuhú, detrás del nido artillado. Desde mi tuca disfruto de una visión de conjunto del polvoriento anfiteatro, con sus personajes caquéxicos, ya casi en cueros, que echan hacia afuera los huesos. Hombres envejecidos, cubiertos de costurones y rastrojos secos de eczemas. Reticulados por el ramaje leñoso, sin hojas, semejan fantasmas de utilería moviéndose como borrachos que no pueden recordar el camino de su casa, después de la representación. Cuando recorro las líneas, ya no los conozco. Las mismas caras iguales, desencajadas, quemadas con el color del cuero viejo. Llenas de costras, las pupilas tapiadas por las cataratas del polvo, bajo las crenchas hirsutas.

El bombardeo sigue trepidando bajo tierra, hacia el norte, cada vez más lejos, fingiendo los truenos de un imposible aguacero. Ninguna novedad de las patrullas. Se ha despachado otra, con la exclusiva misión de traer socorros, a costa de cualquier sacrificio. Los tres hombres, al mando de un sargento, partieron casi a rastras, pero alegres. Saqué mi brújula para darles. Pero, desimantada o trabada por alguna misteriosa inducción, la punta de la aguja está rígida, adherida al cuadrante. Se guiarán por el latido subterráneo del cañón.

Creo que en el libro de León Pinelo se afirma y se prueba que el Paraíso Terrenal estuvo situado aquí, en el centro del Nuevo Mundo, en el corazón del continente indio, como lugar «corpóreo, real y verdadero», y que aquí fue creado el Primer Hombre. Cualesquiera de estos árboles pudieron ser el Árbol de la Vida y el Árbol del Bien y del Mal, y no sería difícil que en la laguna de Isla Po’í se hubieran bañado Adán y Eva, con los ojos deslumbrados aún por las maravillas del primer jardín. Si el cosmógrafo y teólogo de Chuquisaca tuvo razón, estás serían las cenizas del Edén, incinerado por el Castigo, sobre las cuales los hijos de Caín peregrinan ahora trajeados de kaki y verdeolivo.

De aquellos lodos salieron estos polvos.

21 de septiembre

El enemigo ha tratado otra vez de forzar el paso dejándonos como peaje de su frustrado intento unos cuantos muertos y en las esclusas, un buen cardumen de prisioneros. Magra contribución para nuestra sobrevivencia. Con furia de perros hidrófobos, mis hombres se lanzaron sobre unos y otros. Hubo también que imponer aquí el orden drásticamente, para distribuir el agua de sus caramañolas con cierta equidad. A un trago por barba. Algunos perdieron el suyo, por impaciencia. Los huéspedes no bebieron. Comenzarán desde ahora a emular nuestra templanza.

La fosa común ha vuelto a ser abierta. Más honda y ancha esta vez. Se ha echado una capa de tierra sobre los muertos. Y aún sobra sitio. Los prisioneros han servido para estas pequeñas faenas auxiliares.

En la acción de hoy, mi asistente se distinguió nuevamente con uno de sus típicos gestos, entre temerarios y socarrones. Cuando el ataque enemigo entraba en su apogeo, la pieza está cerca de mi refugio y defiende la boca de acceso al cañadón, se recalentó y atascó. El sirviente no sabía qué hacer. Entonces Pesebre salió del tuca, se arrimó a la pesada y orinó sobre el tubo al rojo blanco, gritándole en broma y en serio:

—¡
Takuarú-mí nde kuarto-re, guaim tepotí
!… ¡
Tombopiro’y- mí mba’
!…
[6]

Coincidencia o no, la ametralladora siguió funcionando. Pesebre no puede con su genio.

Así se ha iniciado para nosotros la primavera, en este jardín de delicias. Únicamente en la cúspide de los penachos de karaguatá, de hojas duras y dentadas como serruchos, amanece alguna que otra pequeña flor amoratada, que se hincha y abarquilla como los labios de los moribundos. No dura sino algunas horas. Las moscas deben alimentarse de ella, porque exhalan su delicada fragancia.

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22 de septiembre

El bloqueo ígneo nos prensa cada vez más. Ahora con todo el cielo encima. Un cielo de salmuera filtrándose implacable a través del ramaje. No hay sombra en los árboles para guarecerse. En la espera del agua, los hombres mastican la carne fibrosa de las tunas, los bulbos indigestos de
yvy’á
o las corrosivas raíces del karaguatá. Desde luego, estas cosas no calman la sed. No hacen más que provocar náuseas y las arcadas acaban las mucosidades de los estómagos deshechos. He visto a algunos recoger ávidamente las raíces mascadas por otros y masticarlas a su vez, con aire de estúpida satisfacción adquisitiva, como si acabaran de hurtar algo muy precioso. Otros se aplican a recuperar, pacientemente, a través del aterciopelado cucurucho de las flores del karaguatá, los espumarajos de sus propios vómitos. Al comenzar el cuarto día de ayuno, los más apurados han comenzado a roer las partes blandas del correaje. Naturalmente, es un charque muy poco nutritivo.

23 de septiembre

Se han olvidado de nosotros. Hasta el enemigo, que ya no viene por el bosque a embestirnos, a regalarnos unos cuantos muertos, unas cuantas cantimploras. O a aplastarnos de una vez. Ahora le resultaría fácil. Los que están aquí han dejado de ser enemigos. Desnudos, igualmente cadavéricos, ya no se distinguen de los nuestros. Al verlos esperar codo a codo la muerte, he pensado en el enjambre solitario, quieto sobre la tierra de nadie, a orillas de aquella aguadita del pirizal, en la retaguardia de Boquerón. Nos aguarda idéntica suerte. Entretanto, aquí hacemos una réplica en pequeño del cerco. Sólo que aquí, paraguayos y bolivianos estamos metidos en una misma bolsa, acollarados a un destino irremediable, pujando ciegamente contra la enemiga sin cara que no hace distingos.

Ya no habrá otra patrulla. Hemos perdido toda esperanza de que llegue el camión aguador, pero también la de poder escapar de este cañadón que defendemos con tanto ahínco. El más entero de nosotros no podría andar cien pasos sin caer fulminado. Las emanaciones de sílice se han chupado las últimas gotas de nuestro sudor, han saqueado hasta nuestros lagrimales. El que todavía consigue retener algo de orina en la vejiga, puede considerarse afortunado. Hay un activo tráfico de este licor. Pesebre anduvo arrastrándose con el jarro de uno a otro, sin conseguir ni una sola gota a cambio de una inconcebible reserva que sacó de su bolsa de víveres: dos galletas como pedruscos semirroídas. Las arrojó entonces entre los cactos, se arrodilló y se puso a arañar la arena, enloquecidamente. Metió la cabeza en el hoyo y se quedó así, como un decapitado, sacudido por convulsivos sollozos. En pocos días hemos retrocedido millares de años. Sólo un milagro podría salvarnos. Pero en este rincón del Edén maldito, ningún milagro es posible.

Las moscas huelen ahora a amoníaco. Son unas moscas verdes y rápidas, mercuriales. Nos ayudan a combatir el alucinado sopor en que yacemos. Una de ellas se columpió ante mis ojos, hace un rato, fulgurando como un sol en miniatura. La agarré al vuelo. Era la cruz de oro de mi cadenilla.

24 de septiembre

Se está acabando el aire. Encajonado en el boscaje, el pálido, el soñoliento, el eterno polvo del Chaco, hace visibles las arrugas del poroso vacío, que aún bombean nuestros pulmones. Es la herrumbre de esta luz fósil que se retuerce en el cañadón exhalando el sordo alarido de sus reverberaciones. Nuestras percepciones se van anulando en un creciente embotamiento. El contorno se derrite y se achata. Flotamos y nos enterramos en esta gigante, fétida, opaca brillazón. Sólo dura el sufrimiento. El sufrimiento tiene una rara vitalidad.

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