Hijo de hombre (30 page)

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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

—Y ahora, ¿qué vas a hacer, Salu’í?

—Seguir hasta donde pueda.

—¿Con él?

—Para eso he venido.

—Ahora ya no podrá negarse a llevarte.

—Ahora puede hacerme fusilar…

—Sólo se fusila a los desertores… —dijo Aquino riéndose.

—Soy una desertora… —dijo ella, seria.

—No se deserta cuando se va a un bautismo de fuego.

Se quedó en silencio, mirando sin ver cómo se abría la garganta boscosa ante la proa azufrada del camión, que avanzaba a los tumbos. Iba a preguntar algo, pero le repitió el acceso de tos. Aquino le alcanzó un rotoso pañuelo. Ella arrojó el pucho a la oscuridad y se lo ató a la cara.

11

El camión de Jara estertoraba también en la angostura del pique. Nubes de mosquitos forzudos como avispas se metían en la cabina. Jara manoteaba maquinalmente para despegarse los violines furiosos que le aguijoneaban la cara y los brazos. Gamarra dormía a pesar de los tumbos y del chicoteo de las ramas, envuelto hasta la cabeza en la manta, como en una escafandra.

Cristóbal Jara era, sin duda, un buen volante. Parecía formar parte del camión, una parte viva y sensible que irradiaba fuerza y voluntad a los tendones y nervios metálicos del desvencijado vehículo. Su pericia era ya suficientemente conocida en la base y en los puestos de etapas. Su carraca estaba llena de remiendos y ataduras. Pero no se mezquinaba a las rutas ni se empacaba jamás. Ya no se reían del lema pintado en el techo. En broma y en serio se arraigó su fama de que podía hacer andar el camión con un trocito de alambre y hasta sin nafta. Un momento antes de salir, lo había revisado con mayor cuidado que otras veces. Sobre todo ahora, que la responsabilidad de una misión recaía directamente sobre él. Ya no se trataba de acarrear cargas de ladrillos de la quema, desde Costa Dulce a Sapukai.

Cuando estaban por partir, Silvestre Aquino se le acercó y le dijo:

—El comando me pidió un hombre capaz. Le di tu nombre. Si hubiera sabido para qué era, no te hubiera ofrecido…

No pareció haberle oído. Continuó revisando el camión, rápido y minucioso. Un perno flojo, una bujía «sapiké», una goma blanda, podían acarrear imprevistas detenciones. Sabía lo que ellas significaban en la sinuosa ruta del Camino Viejo. Las trochas angostas no daban luz para el cruce de los vehículos en los topamientos. Uno de ellos debía retroceder hasta el primer cañadón o descampado. Ya se habían producido graves reyertas entre los hombres de Transportes por el privilegio de seguir adelante. Pero el paso del agua hacia Boquerón, era indiscutido. Sólo ante los camiones de heridos, los aguateros reculaban. Fuera de eso, la prioridad del tránsito les estaba reservada. Una noche, lanzada ya la ofensiva, el camión de Aquino se encontró con una camioneta del Estado Mayor en una senda de maniobras, cerca de Isla Samuhú. El chofer de la camioneta saltó y se acercó corriendo.

—¡Atrás!… —intimó, perentorio y altanero—. ¡Déjenme pasar! ¡Llevo al comando en Jefe!

Aquino se cruzó de brazos sobre el volante, incrédulo y cachazudo.

—Llevarás al Comando —dijo—. Pero yo llevo el agua.

—¡Atrás…, atrás! ¡Está apurado!

—Yo también…

En ese momento, al resplandor de los faros, vieron descender de la camioneta a un hombre de estatura mediana, de uniforme arrugado y sin presillas, la cara oscura bajo el casco blanco. Aquino saltó de inmediato y se cuadró ante la inconfundible presencia.

—Parece que la picada es tuya, mi hijo —dijo la voz suave y nasal, que se oyó sin embargo nítidamente por encima del ruido de los motores.

—No, mi comandante —respondió el sargento Aquino impávido—. La picada es de todos… de todos los que van a cumplir su misión…

—Pero no solamente
tu
misión es importante, mi hijo.

—Disculpe, mi comandante… No creía que era usted.

—Ahora que ya crees, tienes que retroceder —conminó—. Sin pérdida de tiempo —la inflexión de su voz no se le alteró en lo más mínimo.

—¡A su orden, mi comandante!

Pero, entretanto, un ruido como de latigazos sordos y regulares había crecido junto a ellos. Con palas y machetes, Cristóbal Jara y los demás hombres del convoy estaban desmontando un reborde en el túnel. En pocos minutos la plataforma semicircular quedó abierta y rellena con ramas y tierra. Por allí pudo efectuarse el paso. El comandante en jefe y el agua se cruzaron como dos elementales potencias, sin abdicar ninguna de ellas un ápice de autoridad.

—Mediante eso se salvó de recular el Comando… —fanfarroneaba después el sargento Aquino, al referir el episodio.

Fue la única vez que Cristóbal tuvo oportunidad de ver de refilón al jefe supremo del ejército del Chaco, parado en el polvo, mientras él tajeaba un nudo en el entresijo de la selva, para que pasara al agua.

Aferrado al volante, se bamboleaba ahora con los ojos abiertos, en el estado en que la atención y la voluntad no eran más que puro reflejo de su instinto de conductor.

Un golpe acolchado rebotó contra el parabrisas abierto y se metió de rebote, en la cabina. Era un yakaveré. El pájaro aleteaba y chillaba asustado, procurando escapar. Sus garras se clavaron en la cara de Cristóbal. Tuvo que atraparlo con las dos manos y echarlo fuera. El camión perdió ligeramente la dirección y una de las ruedas atropelló una mata de karaguatá. Se produjo una explosión fuerte y seca. El tanque de agua se ladeó de golpe. Cristóbal bloqueó los frenos y bajó de un salto. Gamarra se retorcía manoteando por desembarazarse de su escafandra. Desgajado al sueño por la explotación y el bandazo, hucheaba como loco bajo el rollo de manta.

—¿Qué pasa? —gritó al fin, quitándose de un tirón la mordaza.

Cristóbal revisaba ya el neumático delantero reventado.

—El gato —le ordenó.

—¿Gato? —dijo el otro, todavía sin entender.

—Despertá de una vez y traé las herramientas.

—Ah, bueno… —gruñó y se pandeó a uno y otro lado, bostezando y desperezándose.

—¡Rápido, pues, Mediometro!

De la inercia pasó a una súbita actividad. Levantó las tablas del asiento y sacó el cric y las llaves. Se le cayó una. La recogió y la puso entre los dientes.

—Soñé que nos asaltaba una patrulla bolí —gorgoteó a través del hierro.

—Eso hubiera sido mejor —dijo Cristóbal con fastidio.

—¡
Yaguá reví
! —regonzó Gamarra, rematando la interjección con un silbido.

La luz de los faros al chocar contra la maraña, reflejaba una débil claridad sobre el camión escorado en la huella y los dos hombres arrodillados ante el desperfecto. Las hojas dentadas del karaguatá les serruchaban el pecho y la cara al forcejear con la rueda.

12

A media mañana, los camiones llegaban a un nuevo cañadón. Uno de tantos, pero extenso y más achaparrado que los anteriores, un hemiciclo perfecto en la selva. La fragancia del guayacán les salió al encuentro y un áspero olor a lechiguanas.

Parado en el estribo del puntero. Otazú los enumeró hasta once con soñolientos balanceos de cabeza.

—Falta el camión de Jara —dijo.

Salu’í se volvió con cierta presteza para mirar por el óvalo trasero de la cabina.

—Qué le pudo haber pasado —dijo Aquino, algo preocupado, con la vista fija en el campichuelo que se iba estrechando hacia el gollete, perfilado entre una hilera de quebrachillos.

—La entrada a Garganta de Tigre —anunció Otazú, retomando su asiento y echando una mirada de reojo al temido paso—. Menos mal que vamos a pechar la picada a pleno día.

Ahora se escuchaba más cercano el intermitente cañoneo. Un creciente zumbido sobrepasó de pronto el tronido de los obuses y el propio roncar de los motores. La preocupación del jefe del convoy se cambió en alarma. Sin detener la marcha, sacó medio cuerpo afuera gritando a los demás, mientras apretaba a fondo el acelerador y viraba bruscamente hacia la costa del abra.

—¡Avión enemigo! ¡A desviar…, a desviar!

A los pocos instantes un Junker apareció en efecto sobre el bosque, siguiendo la línea del camino. Al descubrir el convoy, picó sobre él con un poderoso rugido ametrallándolo a quemarropa. Los regueros de la ráfaga picotearon la cinta polvorienta en una exhalación. El pánico desbandó la columna. Los camiones se desparramaron tratando de ganar el monte. Un aguatero y el furgón sanitario forcejeaban para desprenderse de las huellas, pero ya el avión volvía en una nueva pasada rasante escupiendo fuego, y lanzando ahora también una bomba, que cayó sin explotar cerca del sanitario. Sus tripulantes saltaron enloquecidos y huyeron hacia el boscaje. El camillero cayó tumbado por la ráfaga. El camión aguador estaba inmóvil en la cuneta. A través del parabrisas hecho añicos, se veía al conductor caído de bruces sobre el volante, la cabeza empapada por la sangre, que también había salpicado las astillas del vidrio. Del tanque surtían innumerables chorritos por los orificios de los impactos. En distintas partes del bosque, los camiones pujaban contra la maraña, en busca de los lugares más seguros, procurando esconderse a los ojos de fuego del gran halcón amarillo, que pasaba y pasaba estremeciendo el cañadón con el tableteo de sus ametralladoras y las explosiones de sus bombas. El camión de Aquino se había internado apenas. Estaba oculto entre unos árboles, casi a la orilla del bosque. Salu’í se afanaba en camuflarlo con cuanta rama encontraba a mano. Desde el volante. Silvestre Aquino controlaba los movimientos de los demás apremiándolos a gritos, para drenar la propia nerviosidad. Sus ojos opacos de rabiosa impotencia se clavaron una y otra vez en el camión aguatero detenido en la cuneta. De repente lo vieron estallar en una explosión de agua, tierra y fuego. El abanico de esquirlas y pedazos del camión barrió el contorno. La tapa del radiador voló proyectada sobre sus cabezas talando las ramas altas. En medio de la compacta atmósfera del cañadón, la hoguera de nafta alumbró un montón de hierros retorcidos alrededor del cráter abierto por la bomba. Cuando aclaró el amasijo de polvo y humo, se vio surgir más atrás la silueta del furgón sanitario, increíblemente intacto.

El avión reapareció y se elevó sobre el bosque haciendo piruetas, sin arrojar más bombas. Parecía ahora querer divertirse tan sólo, intimidando a los camioneros, con sus evoluciones acrobáticas. Para desahogarse, éstos le disparaban los tiros de sus mosquetones, en medio de una gritería un poco forzada.

Aquino tendió de repente su brazo hacia el sanitario.

—¡Miren eso!

Entre las ruedas se veía un bulto oscuro y cilíndrico. Era la bomba que había caído sin estallar.

—¡Puede reventar en cualquier momento! —dijo abriéndose paso entre las ramas hacia los otros camiones.

En un súbito impulso, Salu’í salió disparando hacia el furgón. Su decisión fue tan rápida, que Aquino nada pudo hacer para impedirla. Sólo alcanzó a gritarle.

—¡No vayas! ¡Es peligroso!

Ella siguió corriendo sin hacerle caso y llegó al vehículo, bastante dañado por las ráfagas y las esquirlas. La bomba había arado la tierra al caer y quedó incrustada en la huella acolchada de arena. Salu’í abrió la portezuela y subió. Rebuscó en el interior con apuro pero sin perder el tino. Sacó un botiquín de primeros auxilios, cargó en un brazo medicamentos, paquetes de vendas, todo lo que pudo, y regresó a escape hacia el bosque, en momentos en que el avión hacía una nueva pasada ametrallando el abra. La rápida estela de nubecitas de polvo cruzó mordiendo el camino muy cerca de ella. Apuró el paso y se alejó culebreando entre los destrozos en llamas del aguador y el cadáver del camillero.

Los camioneros estaban asombrados. Aquino le salió al encuentro y le arrancó furioso los paquetes.

—¿Por qué hiciste esto? ¡No era el momento!

—Dijiste que podía reventar… —dijo ella jadeando.

—¡Aquí yo ordeno lo que hay que hacer!

Salu’í se sentó en el estribo, con el botiquín sobre las rodillas. Desde su escondrijo, donde el pánico lo retenía, Otazú la miraba con la cara descompuesta.

El avión continuó evolucionando en círculos muy estrechos sobre el bosque. Después, como aburrido, picó hacia lo alto, hizo un tonel y desapareció.

Esperaron un buen rato, a ver si volvía. Expectantes y callados, los camioneros vigilaban el cielo turbio del cañadón.

—¡Tábano de porquería! —refunfuñó Aquino—. Ahora que nos olió, lo vamos a tener encima todo el día.

Salu’í clasificaba en su regazo los medicamentos que consiguió rescatar del sanitario. Ponía mucha atención en la tarea. De tanto en tanto, furtivamente escudriñaba la boca de la picada.

Silvestre Aquino buscó con los ojos a su ayudante. Lo entrevió tumbado en la maleza. El ancho rostro se crispó de nuevo, yendo hacia él.

—¿Qué hacés aquí, escondido como un apare’a?

—Estoy enfermo… —susurró el otro.

—¡De miedo! Andá a patrullar a Jara.

Otazú se levantó de mala gana.

—¡Rápido, pues, cobarde! —ordenó Silvestre, propinándole un bofetón.

Otazú se alejó chicoteando por el ramaje espinoso, friccionándose la cara y la boca llena de saliva como los borrachos.

13

Los pronósticos del jefe del convoy se cumplieron. Cada tanto, cada vez que los camioneros se disponían a reanudar la marcha, como si realmente les husmeara la intención, la sombra amarilla del pájaro-perro cruzaba sobre ellos, resoplando salvajemente, casi a ras de los árboles, en el aire caliente mixturado de pólvora, tierra y humo. Optaron entonces por permanecer echados a la sombra del precario refugio, que los protegía mal del sol a plomo. Algunos mordisqueaban su ración de fierro, frotando con los dedos los resquicios de los envases y chupándolos luego hasta la última vedijita de carne. Otros dormitaban ya con los mugrientos sombreros sobre las caras. Así no veían la silueta del sanitario parado sobre la bomba, en el centro del cañadón, como una burla.
Panadería Guaraní

Asunción

Especialidad en palitos y galletas con grasa
…, ofrecía el letrero pintado al costado el ex furgón de reparto.

—Andá; traé un poco más de galleta sa’í, Rivas —dijo uno de los que comían, al chofer.

—Ya comiste demasiado —le respondió éste—. Te vas a aventar.

—Andá sí, ra’yto. Total, la panadería de Dubrez nos manda de balde su galleta. Hay que aprovechar… —recogió con la uña una partícula que se le había caído sobre la rodilla, le dio un lengüetazo y también se tumbó, echándose el sombrero sobre la cara.

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