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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

Hijo de hombre (28 page)

—Alguien tenía que ser.

La enfermera se quedó pensativa. El practicante regresó con el jefe del servicio, que se puso a discutir con el sargento.

Ella se fue como había venido, un poco disimuladamente.

3

En la playa, los cargadores de agua llenaban los tanques instalados sobre las carrocerías de viejos camiones de carga, producto de la requisa general, que el estallido de la guerra había provocado. Se podía adivinar la procedencia de estos vehículos. Algunos conservaban sus letreros del tiempo de paz, nombres y siglas comerciales o frases de propaganda. Otros, simples motes o refranes humorísticos.

Una fila de soldados semidesnudos se pasaban unos a otros las latas de nafta, llenas de agua; el último, trepado sobre el depósito, las iba volcando por el agujero. Había unos diez camiones al borde de la laguna. Los cargadores se movían elásticos y a compás. Sus torsos desnudos y enflaquecidos dejaban ver las costillas. Las siluetas mojadas relucían a contraluz. Mordaces comentarios y risas salían de las filas, sin que el vaivén de las latas se interrumpiera ni vacilara en ningún momento. Subían del agua verde y bajaban de nuevo hasta ella, de mano en mano, irisando al pasar las caras oscurecidas bajo los pringosos sombreritos de tela.

Al final de la ringlera había un Ford pequeño y maltrecho. En la chapa de la patente se leía:
Sapukai
–1931. A horcajadas sobre el tanque, un hombre vaciaba las latas que le alcanzaban. Era flaco y nervudo, de angulosas facciones. Trabajaba en silencio, sin meterse en las bromas de los demás. La espalda cobriza se hallaba surcada de cicatrices.

El sargento apareció bajando la pendiente. La presencia del jefe del grupo acalló el ñemboyarú y las latas circularon más rápido todavía.

—Cabo Jara…, presentarse al Comando.

El hombre ahorquetado sobre el depósito se volvió algo incrédulo hacia el sargento. Éste lo apremió con un gesto. Jara pasó entonces la lata al hombre bajito y rechoncho que lo secundaba, saltó de la plataforma, recogió su chompa y se fue.

El hombrecito retacón trepó al tanque en su lugar y escupiéndose en las manos, tomó la nueva lata que le alcanzaban, vaciándola con esfuerzo.

—¡Neike, Gamarra… neike, Mediometro!… —le gritaron burlones.

—¡Silencio! —tronó el sargento, que se había vuelto a mirar de reojo a Jara, mientras se iba alejando por la cuesta.

El cordón de cargadores prosiguió la rítmica faena en el vaivén de las latas y los torsos brillantes.

4

Miraban los mapas y croquis sobre la mesa. La mano del jefe, armada de un lápiz rojo, plantó una cruz sobre uno de ellos, marcando mucho el trazo.

—Aquí es… —dijo—. Debe ser por aquí. Más allá del camino a Yujra. En esta franja de monte debe estar el cañadón. Cristóbal Jara miraba en silencio el croquis.

—Monte y desierto —agregó el mayor—. Todo el sector dominado por el enemigo, que está pujando por hacer llegar refuerzos a Boquerón.

Hizo una pausa y clavó en el subordinado sus ojillos de perdiz, inquiriendo severo:

—¿Se anima a ir?

—Sí, mi mayor.

—Bueno. Así me gusta —su voz se suavizó en un leve sesgo chacotón—. Por los menos en Transportes nos quedan algunos machos. Vaya a preparar todo. Llevará su camión y otro sanitario, con medicamentos y víveres. En el P. C. de la división, en Isla Samuhú, le darán las últimas instrucciones. Allí recogerá también al hombre de la patrulla que consiguió llegar.

Cristóbal Jara movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Póngase en marcha cuanto antes. Por el Camino Viejo. No pida voluntarios. Es mejor que nadie se entere. Elija usted mismo a sus compañeros. Vaya no más y buena suerte… Ah… y cuídeme los camiones.

Hizo la venia y se retiró. El jefe, algo impresionado, lo miró irse. Se le escapó un gesto imperceptible, como para llamarlo otra vez, pero desistió y volvió a sus papeles.

5

La enfermera depositó en el suelo los dos baldes de agua hervida y apartó el trozo de arpillera que hacía de cortina en la abertura de la «sala» de operaciones. Escudriñó por el hueco. A la declinante luz del atardecer, que entraba por la ventana, el cirujano continuaba operando. Vio el brillo de los instrumentos que le iban alcanzando, los semblantes sudorosos, desencajados por la fatiga. Bajo los guantes enrojecidos palpitaba un vientre abierto en canal, como el de una res carneada viva. A un costado colgaba el relleno de intestinos y entrañas. Los pocos cirujanos operaban sin descanso. Día y noche, desde el comienzo de la ofensiva. El sitio de Boquerón estaba volcando una invasión de heridos sobre el hospital de sangre de la base, desde los atiborrados puestos sanitarios frontales. Eso también era un campo de batalla. No iba a terminar nunca. Lo camilleros venían entrando un nuevo paquete enlodado de tierra y sangre.

Salu’í dejó caer la arpillera y salió. Un instante después estaba en la cocina. Se acercó a otra mujer que se movía entre los fogones, preparando el rancho. Debía de haber sido una hermosa y robusta campesina. Ahora, la costra de fealdad y suciedad también la cubría.

—¿No?… —le preguntó con los ojos ansiosos sobre el oleaje de evacuados.

—No —le respondió Salu’í—. Su nombre no está otra vez en las listas. Hay como doscientos.

—No sé lo que me pasa… —dijo la mujer, entre angustiada y tranquila—. Quiero que Crisanto esté y no esté entre los que vienen de allá. A veces quiero que venga, pero cuando veo cómo llegan, no quiero. Mejor, seguir esperando…

—Yo me voy a ir, Juana Rosa —le dijo después de una pausa, poniéndole una mano sobre el hombro, sin dejar de mirar ella también el terraplén que bajaba a la laguna.

—¿Adónde pikó, che amamí?

—Voy a procurar ir con él. No sé si podré. Pero voy a tratar de ir. Lo mandan lejos. Sé que no va a volver… Voy a presentarme como voluntaria. Te pido que ocupes mi puesto, Juana Rosa. Ya le dije a la doctora.

—Sí, Salu’í.

—Tengo que ir con él…

—¿Le hablaste ya?

—Todavía no… Lo estoy esperando.

—¿Cuándo sale?

—Ahora… Si no nos vemos más, te dejo mi atado de ropa. Adentro hay unas chafalonías y un dinerito. Cómprale ropa a tu hijo cuando vuelvas a tu valle.

Juana Rosa se sacó de entre las ropas un atado de cigarros y se lo tendió, con los ojos húmedos. Salu’í prendió uno en las llamas y le dio algunas chupadas.

—Voy a rogar para que encuentres a tu hombre, Juana Rosa —dijo con la cara llena de humo.

Se despedían como dos hermanas. El cabo ranchero y algunos soldados entraron en el tacho, haciendo mucho ruido. El cabo dirigió algunas bromas picantes a las mujeres, que estaban como ausentes. Salu’í salió sin decir más palabras. Por el terraplén iba pasando Cristóbal Jara.

6

—¡Cristóbal! —dijo ella.

Iba silencioso. Parecía no reparar siquiera en su presencia. Apretó el paso. Salu’í apuró el suyo. Le costaba aparejársele.

—Tengo que hablarte…

—No tengo tiempo.

—Sé que te mandan lejos…

La expresión de Jara se endureció aún más, en un asomo de contrariedad. Pero entonces ella agregó:

—… Y que vas a necesitar camilleros. No hay muchos en el hospital. Quiero ir como voluntaria…

—No necesito voluntarios —dijo él, cortante, mirándola de arriba abajo—. Y menos una… una mujer… —la fugaz vacilación mordió en la frase una grieta hiriente, cuya intención acaso lo rebasó a él mismo.

—Quiero ir contigo, Cristóbal.

—Cada uno en su puesto —dijo él sin volverla a mirar.

—¿Y si te pido que me dejes ir?

—No necesito estorbo.

Así la dejó plantada. Lo miró alejarse con sus largas zancadas elásticas, parándose como aturdida. Cerca ya de la laguna lo vio correr con una urgencia repentina. Pero todos se movían más rápido. Al principio no se dio cuenta de lo que iba a ocurrir. Ella estaba lejos en ese momento, cada vez más lejos, como si el desaire de Cristóbal la hubiera empujado hacia atrás, a un tiempo de humillación y envilecimiento. No sentía la tierra bajo sus pies. Sin embargo su expresión cambió. Una imperceptible sonrisa surgió en la comisura de sus labios. Hasta los ojos estaban menos marchitos que otras veces. Se abrieron grandes y fijos, sin ver los tres zumbadores cometas que cruzaban el cielo de la base.

Ese instante la arrancaba de sí misma como una agüería.

Nadie sabía nada de ella, con alguna certeza. Ni ella misma tal vez. Había olvidado todo lo que estaba detrás. Hasta su antiguo nombre, María Encarnación. Corrían varias versiones de su historia, ya integrada al folklore de la base. Algunas hacían coincidir su venida con la primera de movilización del 28, en la caravana de mujeres que llegaron siguiendo a sus hombres. Pero entonces apenas debían haberle estado brotando los pechitos púberes. Se decía también que la esposa de un oficial la había traído como niñera y que luego la echó porque… Bueno, aquí se entreveraban las cosas, y su fama de aventurera surgió precisamente de su presencia de trasto inútil, arrojado a un costado del campamento, con toda esa belleza también inútil y demasiado infantil para corromperse en una guarnición. Si se le preguntaba cómo estaba allí, sabía decir:

—Vine a ver la farra y me quedé…

Lo cierto era que la guerra al fin le había mudado de piel como el verano a las víboras, justo cuando la luna de sangre se levantaba cachorra sobre el horizonte del Chaco.

Un tiempo antes, cuando se estaba formando el «barrio» bajo cerca de la laguna, supo agenciarse la choza de pindó y adobe. Del otro lado, en la parte alta, estaban las casas de material habitadas por las familias de jefes y oficiales. Las esposas y cuñadas salían en las tardecitas a pasear por la plaza, alrededor del mástil de la bandera. Ella vería desde abajo el mujerío decente y «paquete». Contemplaría las siluetas de las muchachas contra el cielo arenoso y morado, moviéndose en la música de la banda. Les envidiaría tal vez sus zapatos de taco alto, los vestidos de todos colores, ajustados a las estrechas cinturas y aun a los abultados vientres de las señoras preñadas, «echando ombligo». En las noches de luna vería en lo alto las ventanas iluminadas y escucharía la música de las tertulias familiares. Ella no tenía más que su impúdica popularidad, que iba creciendo en el ranchito a oscuras, a orillas del agua. El viento del desierto al enfriarse removía la estera que hacía de puerta y la arañaba con un rumor de dedos secos. Sombras acuclilladas esperaban su turno ante la estera, bajo la luna, ocultándose entre los yuyos, del paso de la ronda. Pero el de la ronda llegaba también, se apeaba del caballo y se ponía a esperar como los otros, o hacía valer su autoridad y ganaba la punta quedando casi pegado al pirí, oyendo del otro lado los sordos ruidos, los arrumacos machunos, las risitas de burla de ella, a veces sus flojas bofetadas que precedían y apresuraban los jadeantes silencios. De tanto en tanto, ella salía a ventilarse semidesnuda, el caballo en desorden, pequeña pero inmensa ante los hombres excitados, el vientre y los senos henchidos de luna bajo la enagua rotosa, pegoteada de sudor. Alguien le ofrecía un cigarrillo. Otros le entregaban por adelantado los «requechos» que rateaban para ella en la intendencia. Galletas, yerba, harina, latas de carne conservada y hasta alguna que otra botella de cerveza. Recogía los óbolos sin agradecer, como si ellos le fuesen debidos. Si no estaba de humor, acababa echando a los donantes y se volvía adentro, bostezando y hablando con voz ronca e ininteligible. A veces le traían serenatas de guitarras y arpas. Era lo que más le gustaba. Se ponía soñadora y distinta. Pero entonces el pirí no se levantaba para nadie. El ranchito sin puertas se volvía inexpugnable como una casamata artillada.

Cuando algunos de los que la frecuentaban comenzaron a enfermarse, la bautizaron entre caña y jarana el apodo más fácil de
Salu’í
, que la representaba mejor. No se enojó por eso. Le gustó el marcante. Le gustó que la gente pudiera cambiar aunque más no fuese de nombre. No se había convertido aún en enfermera. Por entonces sólo era la
enfermadora
, como se quejaban con tardía reprobación los que se consideraban sus víctimas y la rebautizaron irónicamente con el mote de
Pequeñasalud
. Pero ella no mendigaba esos encuentros. Iban los que querían, y no siempre le retribuían en especies sus favores.

Podía olvidar todo eso. Todo lo que había ocurrido hasta el arribo de él a la Isla Po’í, un año atrás. Hasta ese momento, que iba a cambiar su vida, podía sacarse todos los recuerdos de la cabeza como piojos. Quedaba limpia, nueva. Sentía retoñar su muñón de mujer, en una sensación algo parecida a la de los heridos de guerra que continúan por algún tiempo con la ilusión de que el miembro amputado todavía está allí, pegado a las carnes deshechas. En lo más hondo de su degradación habría sentido resucitar su virginidad como una glándula, renacer, purificarse, bajo ese sentimiento nuevo y arrollador, que no nació sin embargo para ella en un deslumbramiento.

La movilización y la requisa de vehículos lo trajeron atornillado al cascajo ladrillero de Sapukai. Los otros monteros, confinados en la guarnición hacía algún tiempo, lo recibieron en triunfo. Lo vio bajar sin inmutarse, saludar apenas con una sonrisa a sus compañeros, alto, flaco, callado y negro, con su tranquila seguridad que el refrán pintado de apuro en el reborde de la temblequeante chambrana, traducía como en sorna para los que quisieran tomarlo en serio.

Al principio, como algunos otros, ella también se rió de Cristóbal Jara. Sólo después se fue fijando cada vez más en el sapukeño de boca dura y delgada y ojos verdosos, como estriados por filamentos de moho. Empezó a perseguirlo. Él no se dio por enterado. Fue el único, entre los camioneros, que no se acuclilló ante el pirí. Lo esperaba en las noches. Lo mandaba llamar con Silvestre Aquino y con los otros. Pero él prefería quedarse a jugar al monte, después de la retreta, en los galpones de la intendencia, o ir a la toldería de la tribu macká donde se pasaba las horas conversando con el cacique Kanaití, en el duro y monosilábico dialecto. Se hacía desear, sin saberlo. Entonces ella se desquitaba con los otros, despechada, vagamente irritada contra sí misma. Pero por poco tiempo más.

No era desprecio. Era algo peor. Desinterés, indiferencia…, a saber qué era. La atormentaba no saberlo, no poder doblegar esa lejanía que le daba la espalda. Que sabía ella de un hombre, si sólo conocía a los hombres en su momento más deshumanizado, a esos hombres atontados, bestializados por la soledad del campamento, por la eterna desolación del desierto. De esos hombres todos iguales, apenas sombras acuclilladas a su puerta, después sombras de peso violento, pero sin caras, arrodilladas sobre su desnudez, que no tomaban de ella sino el instante de su sed, como un jarro de agua de la laguna, el engaño del amor, a lo sumo el contagio venéreo.

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