Historia de dos ciudades (20 page)

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Authors: Charles Dickens

Aquella noche, mientras cenaban, el doctor estuvo bastante alegre. A la mesa eran tres: él, su hija y la señorita Pross. El doctor lamentó que Carlos no estuviese con ellos, pero bebió cordialmente a su salud.

Llegó la hora de dar las buenas noches a Lucía y se separaron, pero en el silencio de las tres de la madrugada la joven, sintiendo ciertos temores, descendió nuevamente la escalera y entró en la habitación de su padre. Pero todo estaba en su sitio y el doctor dormía tranquilo; la joven observó unos instantes aquel hermoso rostro surcado por las arrugas de los sufrimientos y rogó fervientemente que le fuera concedido ser tan fiel a su padre como deseaba. Luego lo besó en los labios y salió de la estancia.

Capítulo XVIII.— Nueve días

Brillaba esplendoroso el día de la boda, y todos estaban aguardando en la parte exterior de la estancia en que se había encerrado el doctor para hablar con Carlos Darnay. Estaban preparados para ir a la iglesia, la hermosa novia, el señor Lorry y la señorita Pross, la cual no podía dejar de pensar que el novio no debía de haber sido Carlos Darnay, sino su hermano Salomón.

—¿Para esto —exclamó el señor Lorry después de dar vueltas en torno de la hermosa novia para verla por todos lados,— para esto os traje a través del Canal? ¡Dios mío! ¡Cuán poco pude adivinar lo que estaba haciendo! ¡Y qué poco valor daba al favor que hacía a mi amigo Carlos Darnay!

—¿Cómo podíais figurároslo?— exclamó la señorita Pross.— No digáis tonterías.

—¿De veras? Bueno, no lloréis —contestó el cariñoso señor Lorry.

—No lloro —contestó la señorita Pross.— Vos sí que lloráis.

—¿Yo?

—Hace poco que estabais llorando, no lo neguéis —contestó la señorita Pross.—

Además, el regalo de un servicio de plata como el que habéis hecho, es capaz de hacer llorar a cualquiera. No hay una sola cuchara o tenedor en la colección sobre los que yo no haya derramado lágrimas.

—Lo agradezco mucho —contestó el señor Lorry— aunque nunca tuve la intención de que nadie se conmoviera a tal extremo al ver ese regalo modesto. Y esta ocasión me hace pensar en lo que he perdido. ¡Dios mío! ¡Cuando pienso en que hace cincuenta años, por lo menos, que podría haber una señora Lorry!

—De ninguna manera —contestó la señorita Pross.

—¿Por qué?

—¡Bah!, Cuando estabais en la cuna ya erais un solterón.

—Es muy probable —contestó el señor Lorry arreglándose y ajustándose la peluca.

—Y ya fuisteis cortado en el patrón de los solterones.

—Es verdad, aunque tendrían que haberme consultado antes. Pero no hablemos más de eso. Ahora, mi querida Lucía —dijo rodeando el talle de la joven con su brazo,— oigo movimiento en la estancia vecina, y tanto la señorita Pross como yo, que somos personas de negocio, queremos deciros algo que conviene que sepáis. Dejáis a vuestro padre en manos tan cariñosas como las vuestras propias. Se le cuidará extremadamente; durante la próxima quincena, mientras estaréis en vuestro viaje de boda, hasta el mismo Banco Tellson será olvidado, si es preciso, para que nada falte a vuestro padre. Y cuando éste vaya a reunirse con vos y con vuestro marido, para viajar durante otra quincena por el País de Gales, veréis que llega a vuestro lado en perfecto estado Y feliz. Dejadme, querida, que os bese y que os dé la bendición de un solterón, antes de que alguien venga a reclamar lo suyo.

Por un momento miró el lindo rostro y luego aproximó la dorada cabeza a su peluca con tal delicadeza y cariño, que si estas cosas eran pasadas de moda, por lo menos eran tan antiguas del tiempo de Adán.

Se abrió la puerta de la vecina estancia y salieron el doctor y Carlos Darnay. El primero estaba mortalmente pálido, al revés de cuando entró en la estancia, pero la expresión de su rostro no parecía haber sufrido alteración alguna. Dio el brazo a su hija y con ella bajó la escalera para subir al carruaje que alquilara el señor Lorry en honor de la fiesta. Los demás siguieron en otro vehículo, y en breve, en una iglesia del barrio, sin ojos extraños que los miraran, Carlos Darnay y Lucía Manette quedaron unidos en matrimonio.

Además de las lágrimas que brillaban en los ojos de algunos de los circunstantes, en la mano de la novia resplandecían algunos brillantes magníficos que salieron de la obscuridad de los bolsillos del señor Lorry. Todos los concurrentes a la boda volvieron a la casa para almorzar y la fiesta transcurrió apacible. También, a su debido tiempo, el cabello dorado que se confundiera con los blancos mechones en la buhardilla de París, se confundieron nuevamente con ellos en el umbral de la puerta y en el momento de la despedida.

Fue muy triste, aunque no larga. Pero el padre dio ánimos a su hija, y desprendiéndose de sus brazos dijo al novio:

—Llévatela, Carlos. Es tuya.

Y su temblorosa mano hizo un ademán de despedida a los novios que se alejaron en una silla de posta.

Solos se quedaron el doctor, la señorita Pross y el señor Lorry, y entonces fue cuando éste observó un gran cambio en el rostro del primero. Como se comprende, el pobre hombre se había contenido mucho, y ahora exteriorizaba la emoción que experimentara aquel día; pero lo que alarmó al señor Lorry fue advertir en su amigo la antigua mirada que animó sus ojos en la buhardilla de París, cuando estaba ocupado en hacer zapatos.

—Lo mejor será que no le digamos nada —observó el señor Lorry a la señorita Pross.— Yo he de marcharme ahora al Banco; en cuanto vuelva lo sacaremos a dar un paseo para que se distraiga y luego cenaremos juntos.

El señor Lorry tuvo que pasar dos horas en el Banco, y cuando regresó a la casa del doctor le sorprendió un ruido extraño que oyó en la habitación de su amigo.

—¡Dios mío! —exclamó alarmado.— ¿Qué es eso?

—¡Estamos perdidos! —le contestó la señorita Pross— ¿Cómo lo diremos a mi niña? El pobre no me conoce y está haciendo zapatos.

El señor Lorry trató de tranquilizarla y entró en la estancia del doctor, el cual trabajaba con el mayor entusiasmo en su labor de zapatero.

—¡Doctor Manette! ¡Mi querido doctor Manette.

El doctor lo miró un momento, extrañado y con mal humor por haber sido molestado, y luego se volvió a su trabajo.

Se había despojado de su levita y del chaleco y llevaba la camisa entreabierta.

Trabajaba aprisa, con el mayor entusiasmo y disgustado, al parecer, por haber sido interrumpido. El señor Lorry observó que el zapato que tenía en a mano era del mismo tamaño y forma que otras veces. El banquero tomó otro que estaba en el suelo, y preguntó para quién era.

—Es un zapato de paseo para una señorita —murmuró el doctor sin levantar los ojos.— Ya hace mucho tiempo que debería estar listo.

—Pero, doctor Manette, miradme.

El desgraciado obedeció sumiso, pero sin interrumpir su trabajo.

—¿Me conocéis, querido amigo? Pensadlo bien. Esta no es vuestra ocupación, la ocupación que os es propia. ¡Pensad un poco, querido amigo!

Pero nada lo sacó de su mutismo ni lo apartó de su trabajo. Siguió silencioso, dedicado a su labor, sin hacer caso de nada que le dijeran. El único rayo de esperanza que atisbó el señor Lorry fue que el doctor miraba a veces sin que nadie se lo rogara.

Era una mirada perpleja, como si quisiera aclarar algunas dudas.

Desde luego el señor Lorry comprendió que debía ocultarse la desgracia a Lucía y también a todas las personas que conocían al doctor. Y así, de acuerdo con la señorita Pross, tomó las necesarias precauciones para dar a entender que el doctor no estaba bien del todo y que necesitaba unos días de completo descanso. Y para tranquilizar a la hija, la señorita Pross le escribiría diciéndole que habían llamado al doctor para asuntos profesionales, y haría alusión a una carta imaginaria que su padre le escribía apresuradamente por el mismo correo.

Estas medidas eran, desde luego, elementales; pero en caso de que el doctor recobrara en breve su inteligencia, el señor Lorry se disponía a tomar otra y era la de averiguar cuál era el verdadero estado del ánimo de su amigo.

Con el deseo y la esperanza de que el doctor recobrara su verdadera personalidad, el señor Lorry resolvió observarlo con la mayor atención, aunque sin darlo a entender.

Arregló lo necesario para poder estar ausente del Banco y ocupó su puesto junto a la ventana de la habitación del doctor. No tardó en darse cuenta de que era tan inútil como perjudicial hablarle, pues cuando lo hacía le excitaba aún más. Durante el primer día desistió, pues, de ello y resolvió limitarse a estar a su lado como protesta viviente y silenciosa del estado en que se hallaba su amigo. Se quedó junto a la ventana, leyendo o escribiendo y tratando de dar a entender al doctor, de cuantos modos pudo, que aquel era un lugar perfectamente libre y no un calabozo.

El doctor Manette tomó lo que le dieron para comer y para beber y siguió trabajando aquel primer día mientras se lo permitió la luz natural, aunque continuó en su labor por espacio de media hora después que el señor Lorry ya no fue capaz de leer una sola línea.

Cuando dejó a un lado la banqueta y las herramientas, el señor Lorry lo interpeló diciendo:

—¿Queréis salir?

El doctor miró al suelo, y después de unos momentos repitió en voz baja:

—¿Salir?

—Sí, a dar un paseo conmigo. ¿Por qué no?

El doctor no contestó, pero el señor Lorry pudo advertir que al sentarse con la cabeza entre las manos y los codos sobre las rodillas, parecía preocupado.

El y la señorita Pross estuvieron velándolo durante toda la noche. El doctor estuvo paseando algún tiempo antes de acostarse, mas, finalmente, se durmió. Por la mañana, no bien se hubo levantado, se dirigió a la banqueta y reanudó su trabajo.

El señor Lorry lo saludó alegremente y le habló de asuntos que el doctor conocía muy bien. No contestó, pero era evidente que escuchaba y que todo lo que oía lo dejaba muy preocupado. Luego, en presencia de la señorita Pross, habló de Lucía y de los asuntos corrientes de la familia, como si nada hubiese ocurrido, pero el doctor no tomó parte en la conversación.

Cuando obscureció de nuevo, el señor Lorry le preguntó como el día anterior: —¿Queréis salir conmigo, querido doctor?

—¿Salir? —repitió el pobre hombre.

—Sí, a dar un paseo conmigo. ¿Por qué no?

En vista de que no lograba arrancarle una respuesta, el señor Lorry fingió ausentarse y volvió al cabo de una hora, Mientras tanto el doctor había trasladado su sillón junto a la ventana y se quedó allí mirando al plátano, pero en cuanto volvió el señor Lorry se dirigió nuevamente a su banqueta.

El tiempo transcurría lentamente y desaparecía la esperanza del señor Lorry. Día tras día estaba más triste. Después del tercero pasó el cuarto y luego el quinto. Y siguieron los días, unos tras otros, hasta que llegó el noveno.

Menos esperanzado cada día, el señor Lorry se sentía muy triste y apesadumbrado.

El secreto estaba bien guardado y Lucía era feliz, sin sospechar el estado de su padre, pero el banquero no dejó de observar que el doctor, que había reanudado su trabajo con torpe mano, era cada día más diestro y que nunca, como en el noveno día, había trabajado con tanto entusiasmo.

Capítulo XIX.— Una opinión

Derrengado por su vigilancia llena de ansiedad, el señor Lorry se quedó dormido en su puesto de observación, y a la décima mañana se sintió despertado por un rayo de sol que entraba en la estancia.

Se restregó los ojos y se puso en pie, pero creyó que aun dormía, porque al mirar a la habitación del doctor vio que la banqueta y las herramientas estaban en un rincón. El doctor leía atentamente junto a la ventana, vestido como de costumbre, y a excepción de que su rostro estaba muy pálido, nadie hubiese advertido ninguna cosa extraña en él.

Pero las dudas que sintiera el buen señor Lorry quedaron disipadas por la presencia de la señorita Pross, la cual le dirigió algunas palabras en voz baja referentes al cambio que había experimentado el doctor. Y así convinieron en que no le dirían una palabra hasta que llegase la hora de la comida y que entonces el banquero se presentaría al doctor como si nada hubiera ocurrido.

En efecto, el señor Lorry se presentó a la hora de comer; llamaron al doctor como de costumbre y éste acudió al comedor.

El señor Lorry, deseoso de no alarmar a su amigo, dio a entender en la conversación que el matrimonio de Lucía había tenido lugar el día anterior, pero luego hizo una ligera alusión al día en que se hallaban de la semana, y eso pareció intranquilizar al doctor.

Pero, por lo demás, estuvo tan sereno y apacible como de costumbre y el señor Lorry resolvió llevar a cabo el plan que se había trazado.

Una vez se quedaron solos, el banquero dijo a su amigo:

—Mi querido Manette, deseo conocer vuestra opinión confidencial acerca de un caso muy curioso que me interesa sobremanera.

El doctor miró sus manos, manchadas por su reciente trabajo, y pareció dispuesto a escuchar con la mayor atención.

—Se trata de un querido amigo mío, doctor Manette— continuó el señor Lorry.— Por eso busco vuestro consejo en beneficio de él y de su hija... pues tiene una hija, querido doctor.

—Si no me equivoco —dijo el doctor en voz baja — se trata de algún choque mental...

—Precisamente.

—Haced el favor de darme toda clase de detalles.

El señor Lorry observó que su amigo le entendía perfectamente y continuó diciendo:

—En efecto, mi querido Manette, mi amigo sufrió un choque mental hace ya mucho tiempo, choque que afectó su mente. No sé cuánto tiempo estuvo sufriendo su desgracia; porque mi amigo lo ignora por completo. El caso es que se repuso, aunque mi amigo ignora cómo, pero ha llegado a ser un hombre normal, inteligente, capaz, de dedicarse a trabajos intelectuales y de aumentar sus conocimientos, que ya eran notables. Pero, por desgracia, ha habido... una ligera recaída.

—¿De qué duración? —preguntó el doctor en voz baja.

—De nueve días con sus noches.

—¿Qué hizo vuestro amigo en ese tiempo? Si no me equivoco haría lo mismo que cuando había perdido su inteligencia.

—Precisamente.

—¿Lo visteis, antiguamente, dedicado a la misma ocupación?

—Una vez tan sólo.

—¿Observasteis si hacía lo mismo en su recaída?

—Creo que obraba exactamente de la misma manera.

—Me habéis hablado de su hija. ¿Está enterada de la recaída?

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