Read Historia de dos ciudades Online
Authors: Charles Dickens
Siete presos libertados, siete cabezas ensangrentadas, las llaves de la maldita fortaleza, de las ocho fuertes torres, algunas cartas y memoriales de antiguos presos, ya muertos o desaparecidos... y algo más por el estilo, todo eso iba con los sonoros pasos de la escolta de San Antonio a través de las calles de París, a mediados de julio de mil setecientos ochenta y nueve. ¡Quiera el Cielo alejar de la vida de Lucía Darnay el eco de aquellos pies! Porque son pies alocados y peligrosos; y como en los años tan lejanos ya, cuando se rompió un barril de vino ante la taberna de Defarge, no se limpiaban fácilmente cuando una vez se habían teñido de rojo.
Solamente durante una semana de triunfo pudo el terrible San Antonio ablandar el pan duro y amargo que se comía, en la medida que le fue posible, con la alegría de abrazos fraternales y de felicitaciones, cuando ya la señora Defarge estaba sentada como de costumbre junto a su mostrador, presidiendo la reunión de los parroquianos. La señora Defarge no llevaba ya rosa alguna en el peinado, porque en una semana la gran hermandad de los espías se había vuelto muy circunspecta y no se atrevía a confiarse a la merced del santo. Los faroles que colgaban a través de las calles tenían para ellos un balanceo siniestro.
La señora Defarge, cruzada de brazos, estaba sentada, vigilando la taberna y la calle. En ambas había algunos grupos de holgazanes, escuálidos y miserables, pero en su miseria se advertía la expresión del poderío que habían conquistado. Todas las débiles manos, que hasta entonces carecieran de trabajo, tenían ya ocupación constante en herir y matar. Los dedos de las mujeres que se dedicaran a hacer calceta, estaban ya aficionados a otra cosa, desde que sabían que podían desgarrar, Hubo un gran cambio en el aspecto de San Antonio, que permaneció invariable durante muchos siglos, pero últimamente había alterado por completo su expresión.
Todo lo observaba la señora Defarge con la complacencia propia del jefe de las mujeres de San Antonio. Una de ellas, que formaba parte de la hermandad, hacía calceta a su lado. Era gruesa y rechoncha, esposa de un tendero medio muerto de hambre y madre de dos hijos, y se había constituido en teniente de la tabernera, conquistando el halagüeño nombre de “La Venganza”.
—¡Escuchad! —dijo La Venganza.— ¿Quién llega?
Como reguero de pólvora llegaron los rumores a la taberna.
—¡Es Defarge! —dijo su mujer.— ¡Silencio, patriotas!
Llegó Defarge jadeando, se quitó el gorro encarnado que llevaba y miró a su alrededor, en tanto que su mujer exclamaba:
—¡Escuchad, todos! ¡Habla, marido! ¿Qué ocurre?
—Hay noticias del otro mundo.
—¡El otro mundo! —exclamó la mujer con acento burlón.
—¿Se acuerda alguno del viejo Foulon, que dijo al pueblo hambriento que comiera hierba y que luego se murió y fue al infierno?
—Sí, lo recordamos.
—Pues hay noticias de él. Está entre nosotros.
—¿Entre nosotros? ¿Muerto?
—No está muerto. Nos temía tanto... y con razón..., que se hizo pasar por muerto y se celebró su entierro y su funeral. Pero lo han encontrado vivo, escondido en el campo, y lo han traído. Acabo de verlo en el
Hôtel de Vílle.
Está preso. Tengo razón al decir que nos temía. Decid,
¿tenía
razón?
Habríase muerto de terror aquel desgraciado pecador, de más de setenta años si hubiese podido oír el grito general que contestó a las palabras del tabernero.
Hubo un momento de silencio. Se miraron marido y mujer, La Venganza se inclinó y se oyó el redoblar de un tambor.
—¿Estamos listos, patriotas? —exclamó el tabernero.
Instantáneamente apareció el cuchillo de la señora Defarge; el tambor redoblaba por las calles como si él y quien lo tocaba hubiesen aparecido por arte de magia; y La Venganza, profiriendo espantosos gritos y levantando los brazos, semejante, no a una, sino a cuarenta Furias, iba de casa en casa para excitar a las mujeres.
Terribles eran los hombres que, animados por la cólera, asomaban sus rostros por las ventanas asiendo las armas que estaban a su alcance, salían a la calle; pero el aspecto de las mujeres bastaba para helar la sangre del más valiente. Iban con el cabello suelto, excitándose unas a otras, hasta que enloquecían profiriendo salvajes gritos y se agitaban con descompuestos ademanes.
—¡Muera el villano Foulon que me robó a mi hermana!
—¡Maldito sea, que me robó a mi madre!
—¡A mí me quitó a una hija!
—¡El asesino que dijo al pueblo que comiera hierba!
Y, gritando y pidiendo a los hombres que les dieran la sangre del malvado Foulon, se ponían frenéticas, y después de aullar como fieras y de arañar a sus mismos amigos, rodaban por el suelo presa de convulsiones y desmayos, costando no poco a los suyos salvarlas de ser pisoteadas.
Mas no se perdió un sólo instante. Foulon estaba en el
Hôtel de Ville
y capaces eran de dejarlo en libertad, pero eso no sería si San Antonio podía impedirlo y vengar sus sufrimientos, insultos e injusticias. Hombres y mujeres armados salieron tan aprisa del barrio que, al cabo de un cuarto de hora, no había nadie en San Antonio, excepción hecha de los viejos y de los llorosos niños.
Pronto llegaron a la sala del
Hôtel de Ville
en que se hallaba aquel viejo, feo y malvado. Los Defarge, marido y mujer, La Venganza y Jaime Tres estaban en primera fila y a poca distancia del objeto de sus iras.
—Mirad —dijo la tabernera señalando al viejo con la punta de su cuchillo.— Mirad al viejo villano atado con cuerdas. Lo mejor sería atarle a la espalda un haz de hierba. ¡Ja, ja! ¡Que se la coma ahora!
Estas palabras corrieron de boca en boca y fueron del gusto general, porque todos aplaudieron. Casi inmediatamente Defarge saltó la barrera que lo separaba del viejo y lo estrechó en mortal abrazo, en tanto que su mujer, que lo había seguido, agarró una de las cuerdas que sujetaban al preso.
Enseguida se oyeron gritos de: “¡Sacadlo! ¡Colgadlo de un farol!” El desgraciado fue arrastrado hasta la calle. A veces se veía obligado a seguir de cabeza y otras se arrastraba sobre las rodillas. Numerosas manos lo golpeaban y le llenaban la boca de hierba y de paja; y así arrastrado, desgarrado, herido, jadeante y ensangrentado, aunque siempre pidiendo misericordia, fue izado al farol más cercano.
Rompióse la cuerda y cayó al suelo; por segunda vez lo izaron y nuevamente se rompió la cuerda. Lo recogieron gemebundo y la tercera vez la cuerda fue compasiva y resistió su peso; poco tardó su cabeza en ser clavada a una pica, con suficiente hierba en la boca para que San Antonio pudiera bailar de contento.
Pero la tarea del día no acabó aquí, porque tanto bailó y gritó San Antonio, que empezó a hervir su sangre, y al oír que un yerno del muerto, otro enemigo del pueblo, estaba a punto de entrar en París, escoltado por quinientos jinetes armados, fue a su encuentro, se apoderó de él, clavó su corazón y su cabeza en otras tantas picas y, llevando los tres trofeos de la jornada, organizó una alegre procesión por las calles.
Poco antes de cerrar la noche hombres y mujeres volvieron al lado de sus hijos llorosos y privados de pan. Entonces las tiendas de los panaderos se vieron sitiada por largas filas de gente que esperaba pacientemente turno para comprar pan; y mientras esperaban con los estómagos débiles y vacíos, engañaban el tiempo abrazándose unos a otros para celebrar las victorias del día y sin cesar de hablar. Gradualmente se acortaron las filas y se disiparon; entonces empezaron a brillar pobres luces en las altas ventanas y en la calle se encendieron míseras hogueras en las que los vecinos guisaban en común, para ir después a cenar ante sus puertas respectivas.
Pobres e insuficientes eran aquellas cenas, limpias de carne y de salsas que pudieran acompañar al mísero pan, mas la fraternidad humana había infundido mejor sabor en aquellas pobres viandas y encendió en ellos algunos destellos de alegría. Padres y madres que tomaron parte activa en lo peor de la jornada jugaban cariñosamente con sus desnutridos hijos, y los enamorados, a pesar del mundo que les rodeaba, se amaban y esperaban.
Era ya casi de día cuando se retiraron de la taberna de Defarge los últimos parroquianos, y mientras el señor Defarge cerraba, la puerta, dijo a su mujer:
—¡Por fin llegó, querida!
—Sí... casi —contestó su mujer.
San Antonio dormía, los Defarge dormían y hasta La Venganza dormía al lado de su tendero medio muerto de hambre y el tambor callaba. La de éste era la única voz en San Antonio que no cambiara a pesar de la sangre y de la violencia.
Algún cambio hubo en la aldea de la fuente, de la que salía todos los días el peón caminero para sacar de las piedras de la carretera los pedazos de pan que le servían para mantener su pobre vida. La prisión del tajo ya no era tan temible como antes; la guardaban soldados, aunque no muchos y algunos oficiales tenían la misión de guardar a los soldados, pero ninguno de ellos sabía lo que harían éstos..., a excepción de que no obedecerían lo que se les ordenase.
La comarca estaba arruinada por completo. Todo era miserable, desde las cosechas hasta la gente. Monseñor, a veces dignísimo como persona, era una bendición nacional y daba un tono caballeresco a las cosas, pero como clase social era la causa de aquel estado de ruina, y no encontrando ya nada que morder, Monseñor se alejaba de un fenómeno tan desagradable como inexplicable.
Pero éste no era el cambio ocurrido en aquel pueblecillo y en otros muchos que se le parecían. Durante muchos años Monseñor apenas se dignaba favorecer a sus vasallos con su presencia, excepto cuando iba a cazar... animales u hombres. El cambio consistía en la aparición de rostros de baja estofa, más que en la desaparición de los de casta distinguida.
El peón caminero mientras trabajaba solo en el arreglo de los caminos preocupado con lo poco que tenía para cenar y en lo mucho que comería si lo tuviese, levantaba a veces los ojos de su trabajo, y veía acercarse a pie a un hombre de rudo aspecto, cosa antes desusada, pero entonces muy corriente. Al aproximarse, el peón caminero advertía que se trataba de un individuo de bárbara expresión, de revuelto cabello, alto, calzado con zuecos, de siniestra mirada, ennegrecido por el sol y lleno de polvo y barro de pies a cabeza.
Un día del mes de julio se le presentó un hombre de éstos mientras él estaba sentado en un montón de grava junto a un talud, abrigándose lo mejor que podía de una granizada que estaba cayendo.
El hombre lo miró, miró al pueblo en la hondonada, al molino y a la prisión del tajo.
Cuando hubo mirado todo eso dijo en un dialecto casi ininteligible:
—¿Cómo va, Jaime?
—Bien, Jaime.
—¡Chócala, pues!
Se estrecharon las manos y el hombre se sentó en el montón de grava.
—¿Hay comida?
—Nada más que cena —contestó el peón caminero con cara de hambre.
—Es la moda —contestó el hombre.— No puedo encontrar comida en ninguna parte.
Sacó una pipa ennegrecida, la llenó, la encendió con el eslabón y empezó a chupar; luego, de pronto la separó de sí y echó algo en la brasa, que ardió produciendo una pequeña columna de humo.
—¡Chócala! —exclamó al verlo el peón caminero. Y se dieron nuevamente la mano. —¿Esta noche? —preguntó.
—Esta noche —contestó el otro llevándose la pipa a la boca.
—¿Dónde?
—¡Aquí!
Se quedaron silenciosos, mirándose hasta que el cielo empezó a aclarar por encima del pueblo.
—Dame detalles —dijo el desconocido mirando hacia la colina.
—Mira —contestó el peón caminero extendiendo el dedo. Bajas por ahí, pasas a lo largo de la calle y de la fuente...
—¡Llévese el diablo la calle y la fuente! —exclamó el otro. — No quiero pasar junto a fuentes ni entrar en ninguna calle.
—Pues a cosa de dos leguas más allá de la loma que se alza sobre el pueblo...
—¡Perfectamente! ¿Cuándo acabas el trabajo?
—A la puesta del sol.
—¿Quieres despertarme antes de marcharte? Hace dos días con sus noches que voy andando sin descansar. Voy a terminar la pipa y luego me dormiré como un leño. ¿Me despertarás?
—Sin duda.
El caminante acabó de fumar la pipa, la guardó en el pecho, se quitó los zuecos y se echó sobre el montón de grava. Inmediatamente se durmió.
El peón caminero, cuyo gorro era ahora rojo en vez de azul, como en otro tiempo, parecía fascinado por la figura del desconocido. Iba, como ya se ha dicho, cubierto de un traje destrozado y, a juzgar por el estado lastimoso de sus pies debía de haber andado mucho. Era evidente que, para hombres de aquel temple, nada valían las ciudades fortificadas, con sus barreras, cuerpos de guardia, puertas, trincheras y puentes levadizos.
El hombre dormía indiferente al granizo, a la luz del sol y a las sombras. Cuando llegó la hora de la puesta del sol el peón caminero lo despertó, después de haber recogido sus herramientas.
—Bien —dijo el desconocido levantándose.— ¿Dices que dos leguas más allá de esa colina?
—Más a menos.
—Está bien.
El peón caminero regresó a su casa y pronto se halló ante la fuente, abriéndose paso entre las flacas reses que habían sido llevadas a beber y murmuró algo a los aldeanos.
Cuando éstos hubieron comido su pobre cena, no se marcharon a la cama como de costumbre, sino que salieron a las puertas de sus casas y se quedaron allí. Todos hablaban en voz baja y todos miraban ansiosos en la misma dirección. El señor Gabelle, el primer funcionario de la localidad, sintió cierta inquietud; se subió él solo al tejado y miró en la misma dirección que los demás. Luego bajó los ojos para contemplar los sombríos rostros de los aldeanos y mandó aviso al sacristán, que guardaba las llaves de la iglesia, acerca de la posibilidad de que aquella noche fuese necesario tocar a rebato.
Cerró la noche. Los árboles que rodeaban el viejo castillo se balanceaban a impulsos del viento, como si amenazaran a la maciza construcción. Batía la lluvia las dos escalinatas que conducían a la terraza y algunas ráfagas de viento penetraban en el castillo, fingiendo quejumbrosos gritos y moviendo las cortinas de la habitación en que durmiera el marqués.
De los cuatro puntos cardinales avanzaban cuatro desgreñadas figuras hollando la hierba y haciendo crujir las ramitas, en dirección al patio del castillo. Brillaron luego cuatro luces, se movieron en direcciones diferentes y todo quedó nuevamente obscuro.