Historia de dos ciudades (28 page)

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Authors: Charles Dickens

A pesar de que el caso de Darnay estaba en buenas manos, los esfuerzos del doctor por devolverle la libertad no obtenían éxito, a causa de la situación en que estaban las cosas. Empezaba la nueva era; el rey había sido juzgado, condenado y decapitado, la República de Libertad, Igualdad y Fraternidad o Muerte, declaró que obtendría la victoria contra el mundo entero, alzado en armas contra ella, o moriría en su empeño.

Trescientos mil combatientes se levantaron en armas para combatir a los tiranos de la tierra, y en tales condiciones, ¿qué esfuerzo particular podía luchar contra el diluvio del año Uno de la Libertad, diluvio que surgía de la tierra y no caía del cielo cuyas compuertas estaban cerradas?

En la capital había un tribunal revolucionario y en la nación cuarenta y cinco mil comités revolucionarios; una ley de Sospechosos, que hizo desaparecer toda clase de seguridades en que descansan la libertad y la vida y que ponía a las personas inocentes a merced de cualquier malvado; las cárceles estaban repletas de gente que no había cometido delito alguno y que no podían hacer valer su inocencia; todo eso llegó a ser un orden social y antes de muchas semanas pudo parecer un uso ya muy antiguo. Y por encima de todo descollaba una figura horrible, que llegó a ser tan familiar como si fuera cosa corriente desde los primeros tiempos del mundo; la figura de la aguda hembra llamada La Guillotina.

Era el tema popular de toda clase de bromas; era el mejor remedio para el dolor de cabeza, lo que impedía que el cabello encaneciera, y lo que daba al cutis una delicadeza especial. Era la Navaja nacional que afeitaba excelentemente, y el que besaba la Guillotina miraba a través del ventanillo y estornudaba dentro del cesto. Era el signo de la regeneración de la raza humana y substituía a la Cruz. Y muchos eran los que llevaban a guisa de dije modelitos de la Guillotina, en el mismo lugar en que antes llevaran la Cruz, a la que desdeñaban para creer en aquélla.

Tantas eran las cabezas que cortaba, que tanto ella como la tierra que la sustentaba estaban llenas de sangre. En cierta ocasión llegó a segar veintidós cuellos en otros tantos minutos, y el funcionario que la hacía funcionar había recibido el nombre del hombre fuerte del Antiguo Testamento; pero armado como estaba era más fuerte que el héroe bíblico, aunque más ciego, pues cada mañana arrancaba las puertas del Templo de Dios.

El doctor caminaba con firmeza por entre todos estos horrores, confiado en su poder y persuadido de que acabaría por salvar al marido de su hija. Sin embargo, hacía ya quince meses que éste se hallaba en la prisión cuando la Revolución llegó a adquirir tal violencia que los ríos llegaron a estar llenos de los cadáveres de los presos que ahogaban por la noche, sin contar con los que eran arcabuceados en masa. Pero el doctor seguía animoso. Nadie era más conocido que él y tan útiles y humanitarios eran sus servicios con todos, que casi parecía un hombre aparte de todos los demás.

Capítulo V.— El aserrador

Un año y quince meses. Lucía no sintió un momento de tranquilidad durante este tiempo y a cada momento temía que la Guillotina cercenara la cabeza de su marido.

Todos los días pasaban por las calles las carretas llenas de condenados, entre los cuales había lindas jóvenes, hermosas mujeres, cabezas de cabello negro, castaño, y blanco; aristócratas y gente del pueblo, todos proporcionaban vino rojo a la Guillotina y aplacaban su inextinguible sed. Libertad, Igualdad y Fraternidad o Muerte... esto último mucho más fácil de conceder, ¡oh, Guillotina! Si Lucía hubiese permanecido ociosa, no hay duda de que habría ido a parar a la tumba o al manicomio, pero en cuanto estuvieron establecidos en su nueva vivienda y su padre entró de lleno en el ejercicio de su profesión, Lucía se ocupaba en los quehaceres de la casa, exactamente de la misma manera que si su marido viviera con ella. La pequeña Lucía recibía sus acostumbradas lecciones igual que en su casa de Inglaterra y la ilusión que se forjaba la madre de que en breve estarían todos reunidos y las preces ardientes que dirigía al cielo especialmente por su querido preso, eran casi los únicos consuelos de que disfrutaba.

En apariencia no había cambiado gran cosa. El traje negro que ella y su hija llevaban estaban tan cuidados como otros más alegres que llevaran en tiempos felices. Perdió algo su color, pero siguió siendo tan linda y agradable como siempre. A veces cuando por las noches besaba a su padre, dejaba correr las lágrimas que contuviera durante todo el día, pero él le aseguraba que nada podía ocurrir a Carlos sin que lo supiera y que nadie más que él sería capaz de salvarlo.

No habían transcurrido muchas semanas cuando una tarde, al llegar a casa, le dijo su padre:

—Querida mía, hay en la prisión una ventanilla alta, a la que Carlos puede llegar a veces, hacia las tres de la tarde. Cuando tal cosa ocurra, y ello depende de muchas incidencias imposibles de prever, cree que podría verte en la calle, si te situabas en determinado lugar que yo te indicaría. Pero tú no podrás verle, pobre hija mía, y aunque pudieses sería imprudente hacer la menor señal o saludo al preso.

—¡Oh, padre mío, indícame el lugar; quiero ir allí cada día!

Desde aquel día y cualquiera que fuese el tiempo, esperaba allí dos horas. Estaba ya en su sitio, al dar las dos y se volvía resignadamente a las cuatro. Cuando el tiempo lo permitía se llevaba consigo a la niña, pero nunca dejaba de ir a la hora indicada.

El lugar era una callejuela sin salida y la única puerta que tenía pertenecía al taller de un aserrador de madera. Este, al tercer día de ir Lucía, la vio.

—Buenos días, ciudadana.

—Buenos días, ciudadano.

—¿Paseando, ciudadana?

—Ya lo ves, ciudadano.

El aserrador, que había sido peón caminero, miró hacia la prisión, se cubrió el rostro con los dedos, cual si fueran los hierros de una reja y fingió mirar burlonamente.

—De todas maneras no es asunto mío —dijo. Y continuó su labor.

Al día siguiente esperaba ya a Lucía y se le acercó en cuanto apareció.

—¿Otra vez por aquí, ciudadana?

—Sí, ciudadano.

—¿Traes a tu hija?

—Sí, ciudadano.

—Bueno. Es igual. Al cabo no es asunto mío. Lo que me importa es mi trabajo. ¡Mira, mi sierra pequeña! La llamo mi pequeña Guillotina. Y mira, ya cae una cabeza. Me doy el nombre de Sansón de la Guillotina de la leña. Mira, ahora cae otra cabeza. Esta es la de una niña. Ya ves, ya ha caído también. Ya he terminado con toda la familia.

Lucía se estremeció mientras caían los trozos de leña en el cesto, pero como no era posible evitar su presencia, en adelante fue la primera en dirigirle la palabra para congraciarse con él y hasta le daba algunas monedas para beber, que él tomaba con el mayor gusto.

Todos los días, sin faltar uno, Lucía iba al mismo sitio y pasaba allí dos horas y todos los días, antes de marcharse, besaba la pared de la prisión. Sabía por su padre que Carlos la veía, aunque ignoraba con cuanta frecuencia, pero eso ya le bastaba, y para que su querido esposo no perdiera ninguna ocasión acudía allí con la mayor constancia.

En eso llegó diciembre. Una tarde en que había nevado ligeramente llegó al sitio acostumbrado. Aquel día era de regocijo popular y Lucía pudo ver que las casas estaban adornadas con pequeñas picas, cuya punta sostenía un gorro colorado; también vio cintas tricolores y la inscripción, asimismo en letras tricolores (que estaban de moda), de República Una e Indivisible, Libertad, Igualdad y Fraternidad, o Muerte.

La mísera tienda del aserrador era tan pequeña, que apenas ofrecía sitio suficiente para esta inscripción, pero de un modo u otro la había hecho pintar sobre la puerta.

Además, junto a la ventana había colocado su sierra, bajo la cual se leía la inscripción siguiente: “Pequeña y Santa Guillotina.” Por lo demás la tienda estaba cerrada, cosa que contentó a Lucía que así estaba sola.

Pero no por mucho tiempo, porque de pronto oyó gritos de numerosas personas que se acercaban, cosa que la llenó de temor. Un momento después entró en la callejuela un numeroso grupo, en el centro del cual estaba el aserrador dando la mano a La Venganza.

Seguramente no bajarían de quinientos los que allí aparecieron en la callejuela y estaban bailando como otros tantos demonios. No tenían música ni la necesitaban, pues les bastaban sus propias voces. Cantaban el himno popular de la Revolución y bailaban al mismo tiempo de un modo tan desordenado y feroz, que llenaron de pavor a Lucía que había quedado envuelta entre aquella legión de demonios.

Era la Carmañola. Por fin se alejaron dejando a Lucía temblorosa y asustada en el hueco de la puerta del aserrador y la nieve volvió a caer tranquilamente como si nada hubiera ocurrido.

—¡Oh, padre mío! —exclamó al verlo aparecer inopinadamente. ¡Qué espectáculo tan horrible!

—¡Ya lo sé, hija mía, ya lo sé! Lo he presenciado muchas veces. No te asustes. Nadie te hará daño alguno.

—No estoy asustada por mí, padre. Pero cuando pienso que Carlos puede hallarse a merced de esa gente...

—Muy pronto lo libertaremos. Le he dejado cuando se dirigía a la ventanita y he venido a prevenirte. No hay nadie que pueda verte. Puedes mandarle un beso.

—Lo haré, padre, y con él le mandaré mi alma.

—¿No puedes verle, pobrecilla?

—No, padre —dijo Lucía mientras se besaba la mano y lloraba al mismo tiempo.— No puedo.

Se oyó un paso en la nieve y apareció la señora Defarge.

—Salud, ciudadana —dijo el doctor.

—Salud, ciudadano —contestó la tabernera pasando de largo.

—Dame el brazo, hija. En obsequio a él, muestra un semblante alegre. Perfectamente.

Carlos ha de presentarse mañana ante el tribunal.

—¡Mañana!

—No hay tiempo que perder. Estoy preparado, pero hay precauciones que no podía tomar hasta el momento en que Carlos tuviera que ser juzgado. El todavía no lo sabe, pero me consta que lo llamarán mañana y lo llevarán a la Conserjería. Estoy bien informado. ¿No tienes miedo?

—Confío en vos —contestó Lucía.

—Hazlo sin reservas. Ya ha terminado tu ansiedad. Dentro de pocas horas te será devuelto. Lo he rodeado de toda clase de protecciones. Ahora he de ver a Lorry.

Se interrumpió al oír el paso de varias carretas. Ambos conocían perfectamente el significado de aquel ruido. Eran tres carretas que pasaban cargadas de condenados.

—He de ver a Lorry —repitió el doctor volviéndose de espaldas a las carretas.

El anciano caballero seguía desempeñando las mismas funciones. Él y sus libros eran objeto de frecuentes registros, en calidad de bienes confiscados y propiedad de la nación. Él salvó cuanto le fue posible y nadie habría sido capaz de desempeñar mejor el cometido que le confiara Tellson.

Anochecía ya y casi era de noche cuando el padre y la hija llegaron al Banco.

¿Con quién estaría hablando el anciano? ¿Quién sería aquel hombre en traje de viaje y que al parecer no quería dejarse ver? ¿A quién acababa de despedir cuando salió agitado y sorprendido para estrechar en sus brazos a su querida niña? ¿A quién repitió las temblorosas palabras de la joven cuando, levantando la voz y volviendo la cabeza hacia la puerta de la estancia de que acababa de salir, dijo: “Trasladado a la Conserjería y citado para mañana?”

Capítulo VI.— Triunfo

Todos los días actuaba el temible tribunal de los Cinco. Las listas de los acusados que habían de comparecer ante él se formaban a última hora y la misma noche eran leídas por los carceleros a los presos. Y los carceleros, en son de broma, decían a los desgraciados: “Venid a enteraros de las noticias del diario de la noche.”

Carlos Evremonde, llamado Darnay.

Este era el primer nombre de la lista correspondiente a La Force.

Cuando se pronunció este nombre, el llamado se dirigió al lugar reservado para los que habían de comparecer ante el tribunal al día siguiente. Tenía motivos para conocer esta costumbre, pues había presenciado la escena centenares de veces.

Aquella tarde había veintitrés nombres en la lista, pero solamente contestaron veinte a la llamada, porque uno había muerto en la prisión y los otros dos habían sido guillotinados ya y olvidados. La lista se leyó en la misma estancia donde Darnay viera a los presos que le dieron la bienvenida el día de su prisión, pero todos ellos habían sido asesinados ya y los que escaparon a la matanza murieron en la guillotina.

Se oyeron varias despedidas y algunas frases de aliento, y los presos que se quedaban se ocuparon inmediatamente en la organización de algunos festejos que tenían proyectados, de manera que apenas hicieron caso de los que se marchaban, no porque careciesen de sensibilidad, sino porque ya estaban acostumbrados.

Los presos nombrados fueron trasladados a la Conserjería, en donde pasaron una mala noche y al día siguiente comparecieron quince de ellos antes de que Carlos fuese llamado ante sus jueces. Los quince fueron condenados a muerte y en juzgarlos solamente se tardó una hora y media.

—Carlos Evremonde, llamado Darnay.

Sus jueces estaban sentados y sus cabezas se cubrían con sombreros adornados de plumas, pero todos los demás se tocaban con el gorro rojo, en el cual llevaban la escarapela tricolor. Al mirar al tribunal y a los asistentes, se podría haber creído que se había alterado el orden natural de las cosas y que los criminales juzgaban a los hombres honrados. La hez de la ciudad, los individuos más bestiales y crueles eran los que inspiraban las resoluciones del tribunal, haciendo comentarios, aplaudiendo o desaprobando e imponiendo su voluntad. Los hombres estaban armados en su inmensa mayoría y las mujeres, algunas llevaban cuchillos y puñales, y comían y bebían, en tanto que otras hacían calceta. Una de éstas mientras trabajaba, sostenía bajo el brazo una labor ya terminada. Estaba en primera fila, al lado de un hombre en quien Carlos reconoció a Defarge. Observó que una o dos veces ella le habló al oído, pero lo que más le llamó la atención fue que aquella pareja no lo mirasen ni por casualidad. Parecían estar esperando algo, y solamente dirigían miradas hacia el jurado. Debajo del Presidente se sentaba el doctor Manette, vestido como siempre, y a su lado estaba el señor Lorry. Carlos observó que estas eran las dos únicas personas que no se adornaban con los atributos soeces de la Carmañola.

Carlos Evremonde, llamado Darnay, era acusado por el fiscal de emigrado, y su vida pertenecía a la República, según el decreto que desterraba a todos los emigrados bajo pena de muerte. Nada importaba que este decreto llevara una fecha posterior a la llegada de Carlos a Francia. Existía el decreto, fue preso en Francia y por lo tanto pedía su cabeza.

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