Historia de O (21 page)

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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

—Si Jacqueline estuviera aquí y se dejara, la acariciarías.

—Claro que sí —dijo O, riendo—. ¿Lo ves…?

¿Cómo hacerle comprender, aunque, ¿valía realmente la pena?, que no, que O no estaba enamorada de Jacqueline, como tampoco lo estaba de Natalie, ni de ninguna muchacha en particular, sino de las muchachas en general y de la misma forma en que puede uno estar enamorado de su propia imagen, aunque siempre le parecían las otras más hermosas y conmovedoras que ella? El placer que le producía ver a una muchacha jadear bajo sus caricias, cerrársele los ojos y erguirse la punta de sus senos bajo sus labios y sus dientes, introducirle la mano en el vientre y en el dorso —y sentirla contraerse en torno a sus dedos y oírla gemir— era algo que le daba vértigo y era tan fuerte aquel placer porque le hacía presente el placer que ella proporcionaba a su vez cuando se contraía en torno al que la poseía, y gemía, con la diferencia de que ella no concebía poderse entregar a una mujer, sino sólo a un hombre. Le parecía, además, que las muchachas que ella acariciaba pertenecían por derecho al hombre al que pertenecía ella y que si ella estaba allí era para representarlo a él. Si Sir Stephen hubiera entrado en su habitación mientras ella acariciaba a Jacqueline, aquellos días en que Jacqueline se reunía con ella a la hora de la siesta, sin el menor remordimiento, al contrario, con un placer total, hubiera separado con sus propias manos los muslos de Jacqueline si él hubiera querido poseerla, en lugar de limitarse a mirar a través del tabique calado. Podían lanzarla a la caza, era un ave de presa con dotes naturales que abatiría y traería la pieza. Y precisamente… Mientras, con el corazón palpitante, recordaba los labios rosas y delicados de Jacqueline bajo el pelaje rubio de su vientre, en el anillo más delicado y rosa todavía entre sus nalgas que no se había atrevido a forzar más que tres veces, oyó moverse a Sir Stephen en su habitación. Sabía que él podía verla aunque ella no lo viera y, una vez más, se sintió dichosa de aquella exposición constante, de estar encerrada en aquella cárcel de su mirada. Natalie estaba sentada en la alfombra blanca, en el centro de la habitación, como una mosca en la leche; pero O, de pie frente a la tripuda cómoda que le servía de tocador sobre la cual se veía reflejada hasta medio cuerpo en un espejo antiguo, un poco verdosa y desdibujada, como en un estanque, recordaba uno de aquellos grabados de finales del otro siglo en que las mujeres andaban desnudas en la penumbra de las casas, en pleno verano. Cuando Sir Stephen empujó la puerta, ella se volvió tan aprisa, apoyando la espalda en la cómoda, que los hierros que colgaban entre sus piernas chocaron con uno de los tiradores de bronce y tintinearon.

—Natalie —dijo Sir Stephen—, trae la caja blanca que quedó abajo, en la segunda sala.

Al volver, Natalie dejó la caja sobre la cama, la abrió y uno a uno fue sacando y desenvolviendo de su papel de seda, los objetos que contenía y fue entregándolos a Sir Stephen. Eran máscaras. Eran a la vez máscaras y tocados hechos para cubrir toda la cabeza y no dejaban al descubierto, además de los ojos, por unas pequeñas ranuras, la boca y el mentón. Gavilán, halcón, lechuza, zorro, león, toro… eran sólo máscaras de animales de tamaño humano, pero hechas con la piel o las plumas del verdadero animal, con la órbita del ojo sombreada por pestañas cuando el animal tenía pestañas (como el león), y lo bastante largas para cubrir los hombros de quien las llevara. Bastaba ceñir una cincha bastante ancha, disimulada bajo aquella especie de capa que caía por la espalda, para que la máscara se amoldara estrechamente al labio superior (tenía un orificio para cada fosa nasal) y a las mejillas. Un armazón de cartón moldeado y endurecido, colocado entre el revestimiento exterior y el forro de piel, mantenía rígida la forma. Delante del espejo grande, en el que se reflejaba de cuerpo entero, O se probó todas las máscaras. La más singular y también la que más la transformaba y más natural le parecía era una de las de lechuza (había dos), seguramente porque era de plumas leonadas y beige, color que se confundía con el de su piel tostada. La capa de plumas le ocultaba casi por completo los hombros, caía hasta media espalda y, por delante, hasta el nacimiento de los senos. Sir Stephen le hizo quitarse la pintura de los labios y, cuando se hubo despojado de la máscara, le dijo:

—Está bien, vas a ser la lechuza para
el Comandante
. Pero O, quiero pedirte perdón, te llevarán sujeta a una cadena. Natalie, trae del primer cajón de mi escritorio una cadena y unas pinzas.

Natalie le llevó la cadena y las pinzas con las que Sir Stephen abrió el primer eslabón que enganchó en la segunda anilla que O llevaba al vientre y volvió a cerrarlo. La cadena, parecida a las que se utilizan para pasear a los perros —y para eso había servido— tenía una longitud de un metro y medio y terminaba en un mosquetón. Cuando O volvió a ponerse la máscara, Sir Stephen dijo a Natalie que tomara el extremo de la cadena y que diera unas vueltas por la habitación, delante de O. Natalie dio tres vueltas, llevando a O, desnuda y con la máscara, sujeta a la cadena por el vientre.

—Está bien —dijo Sir Stephen—.
El Comandante
tenía razón. También habrá que hacerte depilar por completo. Eso lo dejaremos para mañana. Por el momento, conserva puesta la cadena.

La misma noche, y por primera vez en compañía de Jacqueline y de Natalie, de René y de Sir Stephen, O cenó desnuda, con la cadena pasada entre las piernas hacia atrás y atada a la cintura. Servía Nora sola y O procuraba rehuir su mirada: dos horas antes, Sir Stephen la había mandado llamar.

Fueron las laceraciones, frescas todavía, más que los hierros y que la marca de las nalgas lo que consternó a la muchacha del instituto de belleza en el que O fue a hacerse depilar al día siguiente. Por más que O le dijo que aquella depilación a la cera, en la que se arranca el pelo de raíz, no era menos dolorosa que un latigazo y trató incluso de explicarle, si no cuál era su vida, por lo menos, que era feliz, no hubo manera de calmar su espanto. Lo único que O consiguió con sus palabras fue que, en lugar de mirarla con compasión, como al principio, la mirase con horror. Por muy amablemente que diera las gracias, al terminar el servicio, cuando iba a salir de la cabina en la que había estado abierta como para el amor, por mucho dinero que dejase, le daba la impresión de que, en lugar de despedirla, la echaban. ¿Qué importaba? Era evidente que el contraste entre el vello de su vientre y las plumas de la máscara resultaba poco estético, como evidente era que aquel aspecto de estatua de Egipto que le daba la máscara y que sus hombros anchos, sus caderas finas y sus piernas largas acentuaban, exigía que su piel estuviera totalmente lisa. Pero únicamente las efigies de las diosas salvajes tienen alta y visible la ranura del vientre, entre cuyos labios aparecía la arista de labios más finos. ¿Se ha visto alguna que estuviera taladrada por aros? O se acordó de la muchacha pelirroja y llenita que estaba en casa de Anne-Marie y que decía que su dueño no utilizaba la anilla de su vientre más que para atarla a la cama y también que quería que estuviera depilada porque sólo así estaba desnuda del todo. O temía desagradar a Sir Stephen, a quien tanto le gustaba atraerla hacia sí tirando del vello de su vientre, pero se equivocaba: Sir Stephen la encontró más conmovedora y cuando ella se puso la máscara y se limpió la pintura de los labios, la acarició casi tímidamente como a un animal al que se quiere domesticar. No le había dicho nada acerca del lugar al que deseaba llevarla, ni sobre la hora en que debían partir, ni quiénes serían los invitados del
Comandante
. Pero durmió con ella el resto de la tarde y por la noche ordenó que les sirvieran a los dos la cena en su habitación. Salieron a las once. O iba envuelta en una gran capa de montaña color castaño y calzaba zuecos de madera. Natalie, con jersey y pantalón negro, la llevaba sujeta por la cadena cuyo mosquetón estaba enganchado al brazalete que llevaba en la muñeca derecha. Conducía Sir Stephen. La luna, casi llena, estaba alta e iluminaba con manchas como de nieve la carretera, los árboles y las casas de los pueblos, dejando todo lo demás en una negrura de tinta china. Todavía se veían grupos de personas en las puertas y, al paso de aquel coche cerrado (Sir Stephen no había bajado la capota), se percibía cierto revuelo de curiosidad. Ladraban los perros. Donde daba la luz, los olivos parecían nubes de plata flotando a dos metros del suelo y los cipreses, plumas negras. En aquel paisaje, que la noche hacía fantástico, nada parecía real más que el olor de la salvia y el espliego. La carretera subía continuamente y, sin embargo, el mismo aire caliente envolvía la tierra. O se quitó la capa. Allí no la veían; ya no había nadie. Diez minutos después, pasado un bosque de robles verdes, en lo alto de una cuesta, Sir Stephen aminoró la marcha ante una tapia en la que había una puerta cochera que se abrió al acercarse el automóvil. Paró en un antepatio, mientras alguien cerraba la puerta de la tapia. Bajó del coche e hizo bajar a Natalie y a O quien por orden suya dejó en el coche la capa y los zuecos. La puerta que él empujó se abría a un claustro porticado Renacimiento del que sólo quedaban tres lados y, por el cuarto, el patio embaldosado comunicaba con una terraza embaldosada también. Una decena de parejas bailaban en la terraza y el patio y, en mesitas iluminadas por velas, había mujeres muy escotadas y hombres con chaquetilla blanca. El tocadiscos estaba bajo la galería de la izquierda y un buffet, en la de la derecha. Pero la luna iluminaba tanto como las velas y cuando dio de lleno en O, a la que conducía Natalie, que era como una pequeña sombra negra, los que la vieron dejaron de bailar y los hombres que estaban sentados se pusieron de pie. El camarero que se ocupaba del tocadiscos, al notar que ocurría algo, dio media vuelta y estupefacto, paró el disco. O dejó de avanzar. Sir Stephen, inmóvil dos pasos detrás de ella, esperaba también.
El Comandante
apartó a los que se habían agrupado en torno a O y empezaban ya a llevar antorchas para verla mejor.

—¿Quién es? —preguntaban—. ¿A quién perteneces?

—A ustedes, si la quieren —respondió.

Y se llevó a Natalie y a O a un rincón de la terraza en el que había un banco de piedra recubierto por una colchoneta y adosado a un muro bajo. Cuando O estuvo sentada, con la espalda apoyada en el muro y las manos descansando en las rodillas y Natalie, en el suelo, a la izquierda, a sus pies, todavía con la cadena enganchada a la pulsera, él se alejó. O lo buscó con la mirada y, al principio, no alcanzaba a verle. Después lo adivinó, tendido en una tumbona en el otro extremo de la terraza. Podía verla y ella se sintió más tranquila. Volvía a sonar la música y las parejas bailaban de nuevo. Algunas se acercaban a ella como por casualidad, sin dejar de bailar. Luego, una lo hizo sin disimulo y era la mujer la que arrastraba al hombre. O los miraba fijamente con los ojos muy abiertos bajo su plumaje, como los ojos del ave nocturna que figuraba. Era tan fantástico su aspecto que lo que parecía más natural, que la gente le hiciera preguntas, no se le ocurrió a nadie, como si hubiera sido una lechuza de verdad, sorda al lenguaje humano, y muda. Desde la medianoche hasta que, hacia las cinco, el día empezó a blanquear el cielo por el Este, a medida que la luna se debilitaba mientras caía por el Oeste, se acercaron a ella varias veces, la tocaron, varias veces la rodearon, varias veces le abrieron las rodillas, le levantaron la cadena, acercaron uno de aquellos candelabros de dos brazos de cerámica provenzal —y ella sentía que la llama de las velas le calentaba el interior de los muslos—, para ver cómo estaba sujeta la cadena. Hubo incluso un americano borracho que la asió riendo, pero cuando se dio cuenta de que tenía en la mano la carne y el hierro que la atravesaba, se serenó bruscamente y O vio asomar a su rostro el horror y el desprecio que había visto también en el de la muchacha que la había depilado. Una jovencita, vestida de blanco, con traje de primer baile, los hombros al aire, una gargantilla de perlas, dos rosas de té en la cintura y sandalias doradas en los pies, a instancias del muchacho que la acompañaba, se sentó al lado de O, a la derecha. Luego, él le tomó la mano y le obligó a acariciar los senos de O, que se estremeció al contacto de aquella mano fresca y suave, a tocar el vientre de O, y las anillas, y el orificio por el que pasaba el hierro. La joven obedecía en silencio y cuando el muchacho le dijo que él le haría otro tanto, no esbozó siquiera un movimiento de retroceso. Pero ni aun utilizándola de este modo y tomándola como modelo u objeto de demostración, nadie le dirigió la palabra ni una sola vez. ¿Era acaso de piedra o de cera, o una criatura de otro mundo, o creían que sería inútil hablarle, o tal vez no se atrevían? Cuando se hizo de día y se fueron todos los invitados, Sir Stephen y
el Comandante
, después de despertar a Natalie que se había quedado dormida a los pies de O, hicieron levantarse a O, la llevaron al centro del patio, le quitaron la cadena y la máscara y, tendiéndola sobre una mesa, la poseyeron uno tras otro.

— FIN —

En un último capítulo que ha sido suprimido, O volvía a Roissy, donde Sir Stephen la abandonaba
.

Existe otro final de la historia de O. Y es que, al darse cuenta de que Sir Stephen va a dejarla, ella prefiere la muerte. Y él accede
.

DOMINIQUE AURY, tímida intelectual y escritora francesa cuyo nombre real era Anne Desclos, autora de Histoire d'O (
Historia de O
) bajo el seudónimo de Pauline Réage, la novela erótica prohibida durante años que marcó la década de los 60. Falleció a los 90 años el 30 de abril de 1998.

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