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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

Historia de O (7 page)

—No se muevan, por favor —dijo y se sentó junto a la chimenea, en el almohadón que antes ocupara O. La miraba atentamente y sonreía cada vez que aquella mano se movía, hurgando más y más profundamente, a la vez en su vientre y detrás y arrancándole gemidos incontenibles. Monique se había levantado ya hacía un rato y Jeanne atizaba el fuego en lugar de O. Sirvió a René, que le besó la mano, un vaso de whisky que él bebió sin apartar la mirada de O. El que la sujetaba dijo entonces:

—¿Es suya?

—Sí —respondió René.

—Jacques tiene razón —comentó el otro—. Es muy estrecha. Habrá que ensancharla.

—Pero no demasiado —dijo Jacques.

—Como usted disponga —dijo René, levantándose—. Es más entendido que yo. —Y tocó el timbre.

Desde entonces, y durante ocho días, desde el anochecer en que terminaba su servicio en la biblioteca y las ocho o las diez de la noche, en que era conducida de nuevo allí —aunque no a diario— encadenada y desnuda bajo su capa roja, O llevó inserta entre las nalgas una barra de ebonita en forma de pene sujeta por tres cadenitas que pendían de un cinturón de cuero que le rodeaba las caderas, de manera que el movimiento de los músculos interiores no pudiera expulsarla. Una de las cadenas seguía el surco de su dorso y las otras dos, el de las ingles, dejando libre el acceso a su vientre. René había llamado para pedir el cofre en el que se guardaban, en un compartimiento, las cadenitas y los cinturones y, en otro, las barras de ebonita de distinto espesor. Todas se ensanchaban en la base, para impedir que acabaran de penetrar en el cuerpo, lo cual entrañaba el peligro de que volviera a cerrarse el anillo de carne que debían distender. Cada día, Jacques, que la hacía arrodillarse, o mejor prosternarse, para que Jeanne, Monique u otra de las chicas le colocara la barra, la elegía más gruesa. Durante la cena, que las muchachas tomaban juntas en el mismo refectorio, después del baño, desnudas y maquilladas, O la llevaba todavía y, a la vista de las cadenitas y del cinturón, todos podían advertirlo. El encargado de quitársela era Pierre cuando iba a encadenarla a la pared si nadie la solicitaba o a sujetarle las manos a la espalda si tenía que llevarla a la biblioteca. Rara fue la noche en que nadie quiso utilizar aquella vía que tan rápidamente iba haciéndose más accesible, aunque siempre más estrecha que la otra. Al cabo de ocho días, ya no fue necesario el aparato y su amante le dijo a O que estaba muy contento de que estuviera abierta doble-mente y que él cuidaría de que permaneciera así. Al mismo tiempo, le previno de que él se marchaba y que durante los siete últimos días que pasaría en el castillo antes de que él volviera a buscarla para llevarla a París no lo vería.

—Pero te quiero —le dijo—. Te quiero. No me olvides.

¡Ah! ¿Y cómo iba ella a olvidarlo? Él era la mano que le vendaba los ojos, el látigo de Pierre, la cadena de la cabecera de su cama, el desconocido que le mordía el vientre y todas las voces que le daban órdenes eran su voz. ¿Se cansaba? No. A fuerza de ser ultrajada, podía parecer que había de acostumbrarse a los ultrajes; a fuerza de ser acariciada, a las caricias, y a los latigazos, a fuerza de ser azotada. Una horrible saciedad del dolor y de la voluptuosidad hubiera debido empujarla poco a poco hacia las riberas de la insensibilidad, próximas al sueño o al sonambulismo. Todo lo contrario. El corselete que la mantenía erguida, las cadenas que la sometían, el silencio, su refugio, seguramente contribuían a ello, como también el espectáculo constante de muchachas entregadas como ella, e incluso cuando no eran entregadas, de su cuerpo constantemente accesible. El espectáculo también y la conciencia de su propio cuerpo. Todos los días, mancillada por así decirlo ritualmente de saliva y de esperma, de sudor mezclado con su propio sudor, se sentía literalmente receptáculo de las impurezas, la cloaca de la que hablan las Escrituras. Y, no obstante, las partes de su cuerpo más ofendidas, dotadas ahora de mayor sensibilidad, le parecían embellecidas y hasta ennoblecidas: su boca recibiendo miembros anónimos, las puntas de sus senos que manos extrañas rozaban constantemente y, entre sus muslos abiertos, los caminos de su vientre, rutas holladas a placer. Asombra que, al ser prostituida, ganara en dignidad y, sin embargo, así era. Una dignidad que parecía iluminarla desde dentro y en su porte se veía la calma, en su rostro la serenidad y la imperceptible sonrisa interior que se adivina en los ojos de las reclusas.

Cuando René le dijo que la dejaba, era ya de noche. O estaba desnuda en su celda, esperando que fueran a buscarla para llevarla al refectorio. Su amante vestía su traje de ciudad. Cuando la abrazó, el
tweed
de su americana, le rascó la punta de los senos. La besó, la tendió en la cama, se tendió a su lado y, lenta y Suavemente la poseyó, yendo y viniendo en las dos vías que se le ofrecían, para derramarse finalmente en su boca que después volvió a besar.

—Antes de partir, quisiera hacerte azotar. Y esta vez quiero preguntártelo. ¿Aceptas? —Ella aceptó—. Te quiero —repitió él—. Llama a Pierre.

Ella tocó el timbre. Pierre le encadenó las manos sobre la cabeza. Cuando estuvo encadenada, su amante volvió a besarla, de pie encima de la cama, le repitió que la quería, luego bajó de la cama e hizo una seña a Pierre. La miró debatirse en vano, oyó cómo sus gemidos se convertían en gritos. Cuando se le saltaron las lágrimas, despidió a Pierre. Ella aún tuvo fuerzas para decir que lo quería. Entonces él besó su rostro empapado y su boca jadeante, la desató, la acostó y se fue.

Decir que, en el mismo instante en que su amante se fue, O empezó a esperarle es decir poco: desde aquel momento ella no fue más que espera y noche. Durante el día, era como una figura pintada de piel suave y boca dócil que se mantenía constantemente con la vista baja. Fue sólo entonces cuando observó estrictamente la regla. Encendía y alimentaba el fuego, preparaba y servía el café, escanciaba los licores, encendía cigarrillos, arreglaba las flores y doblaba los periódicos como una jovencita bien educada en el salón de sus padres, tan límpida con su gran escote, su gargantilla de cuero, su corselete ceñido y sus pulseras de prisionera que era suficiente que los hombres a los que servía le ordenaran que se quedara a su lado cuando violaban a alguna otra muchacha para querer violarla a ella también. Seguramente por eso la maltrataban más que antes. ¿Había cometido alguna falta o la había dejado allí su amante precisamente para que aquellos a quienes la prestaba dispusieran de ella con mayor libertad? Dos días después de su marcha, al anochecer, cuando después de quitarse la ropa, miraba en el espejo del cuarto de baño las señales de la fusta de Pierre que iban borrándose de sus muslos, entró Pierre. Faltaban aún dos horas para la cena. Le dijo que aquella noche no cenaría en el comedor y le ordenó que se preparara, señalándole el asiento a la turca en el que ella tuvo que ponerse en cuclillas, tal como Jeanne le dijo que debería hacer delante de Pierre. Mientras estuvo en él, el criado no dejó de mirarla. Ella lo veía en el espejo y se veía también a sí misma, sin poder retener el líquido que salía de su cuerpo. El hombre esperó mientras ella se bañaba y maquillaba. Iba a sacar las chinelas y la capa roja cuando él la detuvo con un ademán y, atándole las manos a la espalda, le dijo que no hacía falta y que le esperara un instante. Ella se sentó al borde de la cama. Fuera, había tormenta con viento frío y lluvia y el álamo que crecía junto a la ventana se inclinaba a impulsos de sus ráfagas. De vez en cuando, las hojas pálidas y mojadas azotaban los cristales. Era ya noche cerrada a pesar de que aún no habían dado las siete; pero el otoño estaba ya muy avanzado y los días eran cortos. Pierre volvió a entrar trayendo en la mano la venda con que le taparon los ojos la primera noche. Traía también una cadena que tintineaba, parecida a la de la pared. Le pareció a O que vacilaba, dudando entre qué ponerle primero si la venda o las cadenas. Ella miraba la lluvia, indiferente a lo que quisieran de ella, pensando únicamente que René había dicho que volvería, que tendría que esperar aún cinco días y cinco noches y que no sabía dónde estaba ni si estaba solo y, si no lo estaba, con quién. Pero él volvería, Pierre había dejado la cadena encima de la cama y, sin distraer a O de sus ensueños, le vendó los ojos, La venda era de terciopelo negro, guateada sobre las órbitas y se ajustaba perfectamente a los pómulos: imposible abrir los párpados ni atisbar nada. Bendita noche, parecida a su propia noche; nunca la acogió O con tanta alegría. Benditas cadenas que la liberaban de sí misma. Pierre enganchó la cadena al anillo del collar y le rogó que le acompañara, Ella se levantó, sintió que tiraban de ella hacia delante y empezó a andar. Sus pies descalzos se helaron sobre las baldosas y comprendió que avanzaban por el corredor del ala roja. Después, el suelo se hizo más áspero aunque no menos frío: seguramente, losas de piedra, gres o granito. El criado la mandó pararse dos veces y ella oyó girar una llave en una cerradura que se abría y volvía a cerrarse.

—Cuidado con los escalones —dijo Pierre.

Ella empezó a bajar una escalera, tropezó y Pierre la sostuvo entre sus brazos. Nunca la había tocado más que para encadenarla o azotarla, pero ahora la tendía sobre los fríos escalones a los que ella se asía como podía con las manos atadas para no resbalar, mientras él le tomaba los senos. Su boca iba de uno a otro y ella sentía el peso de su cuerpo que se apoyaba en ella y luego se erguía lentamente, No la levantó del suelo hasta que estuvo satisfecho, Húmeda y temblando de frío, ella acabó de bajar la escalera y oyó que se abría otra puerta por la que entró y entonces sintió bajo los pies una gruesa alfombra. Un tirón en la cadena y las manos de Pierre le soltaron las manos y le quitaron la venda: estaba en una habitación redonda, abovedada, muy pequeña y muy baja. Las paredes y la bóveda eran de piedra sin revestimiento alguno, con las juntas al descubierto. La cadena que llevaba sujeta al cuello estaba enganchada a una anilla clavada en la pared a un metro de altura, frente a la puerta y no le permitía dar más que dos pasos hacia delante. No había cama ni nada que se le pareciera, ni manta, sólo tres o cuatro almohadones estilo marroquí pero estaban fuera de su alcance y era evidente que no estaban destinados a ella. A su alcance, por el contrario, había un hueco en la pared del que salía la escasa luz que iluminaba la pieza y en el que alguien había dispuesto una bandeja de madera con agua, fruta y pan. El calor de los radiadores empotrados en la base de las paredes, a modo de zócalo, no bastaba para disipar el olor a tierra y humedad, olor de las antiguas prisiones y de las mazmorras de los castillos. En aquella cálida penumbra a la que no llegaba ruido alguno, O pronto perdió la noción del tiempo. No había día ni noche y nunca se apagaba la luz. Pierre o cualquier otro criado traían más agua, pan y fruta cuando se terminaba lo que había en la bandeja y la llevaban a que se bañara a un reducto contiguo. Ella nunca vio a los hombres que entraban, porque previamente un criado le vendaba los ojos y no le quitaba la venda hasta que ellos se habían ido. También perdió la cuenta de sus visitantes y ni sus suaves manos ni sus labios que acariciaban a ciegas supieron nunca a quién tocaban. A veces eran varios, pero casi siempre uno sólo. Antes de que se acercaran a ella, tenía que arrodillarse de cara a la pared, la anilla del collar enganchada al mismo pitón que sujetaba la cadena para que la azotara. Apoyaba la palma de las manos en la pared y con el dorso protegía su rostro para que la piedra no la arañara; pero no podía evitar las desolladuras en las rodillas y los senos. También perdió la cuenta de los suplicios y de sus gritos, ahogados por la bóveda. Esperaba. De pronto, el tiempo dejó de estar inmóvil. En su noche de terciopelo, alguien desenganchaba la cadena. Había esperado tres meses, tres días, diez días o diez años. Sintió que la envolvían en una tela gruesa y que alguien la levantaba en brazos. Se encontró en su celda, acostada bajo la manta negra, era poco después de mediodía, tenía los ojos abiertos, las manos libres y René, sentado a su lado, le acariciaba el cabello.

—Tienes que vestirte —le dijo—. Nos vamos.

Ella tomó su último baño y él le cepilló el pelo y le sostuvo la polvera y el lápiz de los labios. Cuando volvió a la celda, encima de la cama encontró su traje de chaqueta, su blusa, su combinación, sus medias, su bolso y sus guantes. Estaba hasta el abrigo que se ponía sobre el traje de chaqueta cuando empezaba a hacer frío y un pañuelo de seda para el cuello; pero ni slip ni liguero. Ella se vistió lentamente, enrollándose las medias encima de las rodillas y no se puso la chaqueta porque en la celda hacía mucho calor. En aquel momento, entró el hombre que la primera noche le explicara lo que allí se le exigiría. Le quitó la gargantilla y las pulseras que desde hacía dos semanas la mantenían cautiva. ¿Se sentía libre? ¿O le parecía que le faltaba algo? No dijo nada, casi sin atreverse a pasarse las manos por las muñecas ni por el cuello. Luego, el hombre le rogó que entre las sortijas, todas parecidas, que le presentaba en una arqueta de madera, eligiera la que mejor se adaptara al dedo anular de su mano izquierda. Eran unas extrañas sortijas de hierro forradas de oro en su interior, con un abultado sello en el que, incrustado en oro, se veía el dibujo de una especie de rueda de tres radios, en forma de espiral, parecida a la rueda solar de los celtas. La segunda que se probó, forzándola un poco, se ajustaba perfectamente. Le pesaba y el oro brillaba veladamente entre el gris mate del hierro pulido. ¿Por qué el hierro, por qué el oro y aquel signo que ella no comprendía? No le era posible hablar en aquella habitación tapizada de rojo, en la que de la pared colgaba todavía la cadena a la cabecera de la cama, en la que estaba todavía la manta negra, arrugada en el suelo, en la que en cualquier momento podía entrar Pierre, el criado, absurdo con su uniforme de opereta, a la luz brumosa de noviembre. Se engañaba; Pierre no entró. René le hizo ponerse la chaqueta y los guantes cuyas manoplas le cubrían las bocamangas. Ella recogió el pañuelo, el bolso y el abrigo que se llevó colgado del brazo. Los tacones de sus zapatos hacían menos ruido en las baldosas que las chinelas. Las puertas estaban cerradas, la antecámara, vacía. O asía la mano de su amante. El desconocido que les acompañaba abrió las verjas de lo que Jeanne dijo era la clausura y que ahora no guardaban criados ni perros. Apartó uno de los cortinajes de terciopelo verde y ellos salieron. La cortina volvió a cerrarse. Oyeron el chasquido de la verja. Estaban solos en otra antecámara que salía al parque. No tenían más que bajar la escalinata ante la que esperaba el coche. Ella se sentó al lado de su amante que empuñó el volante y arrancó. Salieron del parque por la verja abierta de par en par y, después de recorrer unos centenares de metros, él paró para darle un beso. Estaban a la entrada de un pueblo pequeño y apacible que luego cruzaron. O pudo leer el nombre del lugar en un indicador: Roissy.

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