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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

Historia de O (6 page)

—Te quiero. Una noche, después de que te haya entregado también a los criados, te haré azotar hasta que sangres.

El sol había disipado la niebla y entraba en la habitación. Pero no se despertaron hasta que sonó la señal para el almuerzo.

O no sabía qué hacer. Su amante estaba a su lado, tan cerca; tan amorosamente abandonado como en la cama de la habitación de techo bajo en la que dormía con ella, casi todas las noches, desde que vivían juntos. Era una cama grande, con columnas, a la inglesa, de caoba, pero sin dosel y con las columnas de la cabecera más altas que las de los Pies. Él dormía siempre a su izquierda y cuando se despertaba, aunque fuera en plena noche, siempre alargaba la mano hacia las piernas de ella. Por eso ella dormía siempre con camisón y, si alguna vez usaba pijama, no se ponía el pantalón. El hizo lo mismo. Ella tomó aquella mano y la besó, sin atreverse a preguntarle nada. Pero él habló. Le dijo, sujetándola por el collar, pasando los dedos entre la piel y la tira de cuero, que en lo sucesivo se proponía compartirla con todos los afiliados a la sociedad del castillo, como había hecho la víspera. Que dependía de él y sólo de él, aunque recibiera órdenes de otros y aunque él no estuviera presente, pues, por principio, él participaba en todo aquello que se le exigiera o se le infligiera y que era él quien la poseía y la gozaba a través de aquellos a cuyas manos era entregada, por haber sido él quien la había entregado. Ella debía someterse a ellos y acogerlos con el mismo respeto con que le acogía a él como otras tantas imágenes suyas. Así, él la poseería como un dios posee a sus criaturas cuando se apodera de ellas bajo la máscara de un monstruo, de un ave, del espíritu invisible o del éxtasis. Él no quería separarse de ella. Y cuanto más la entregaba, más suya la sentía. El hecho de que la entregara era para él una prueba, como debía serlo también para ella, de que ella le pertenecía; nadie puede dar lo que no le pertenece. Y él la daba para recobrarla enriquecida a sus ojos, como un objeto de uso corriente que hubiera servido para un culto divino que lo hubiera consagrado. Hacía tiempo que deseaba prostituirla y ahora comprobaba con satisfacción que el placer que ello le procuraba era más grande de lo que suponía y lo ligaba a ella todavía más, como había de ligarla a él cuanto más humillada y mortificada se viera. Y, amándolo como lo amaba, ella no podía sino amar todo aquello que viniese de él. O lo escuchaba temblando de felicidad y, puesto que él la amaba, consentía en todo. Él debió adivinarlo, porque entonces dijo:

—Porque te es fácil consentir quiero de ti algo que te será imposible, por más que tú lo aceptes, por más que ahora digas que sí y por muy capaz que te sientas de someterte. No podrás dejar de rebelarte. Obtendremos tu sumisión a pesar tuyo, no sólo por el incomparable placer que yo o los otros encontremos en ello, sino también para que tú te des cuenta de lo que hemos hecho de ti.

O iba a responder que era su esclava y que llevaba su esclavitud con alegría, pero él la atajó:

—Ayer te dijeron que, mientras estuvieras en este castillo, no deberías mirar a la cara a los hombres ni hablarles. Tampoco a mí podrás mirarme. Y tendrás que callar y obedecer. Te quiero. Levántate. No volverás a abrir la boca en presencia de un hombre más que para gritar o acariciar.

O se levantó. René permaneció echado en la cama. Ella se bañó y se peinó, el agua tibia la hizo estremecerse cuando sumergió su carne tumefacta y se secó sin frotar, para no avivar la quemazón. Se pintó los labios, los ojos no, se empolvó y, todavía desnuda pero con los ojos bajos, volvió a la celda. René miraba a Jeanne, que había entrado y estaba de pie junto a la cabecera de la cama, también ella con los ojos bajos, y muda. Le ordenó que vistiera a O. Jeanne cogió el corsé del sostén verde, la enagua blanca, el vestido, las sandalias y, después de abrochar el delantero del corsé, empezó a tirar de los cordones para ceñirlo. El corsé era largo y rígido, como en los tiempos del talle de avispa y estaba provisto de unas bolsas en las que descansaban los senos. A medida que se ceñía el corsé, los senos subían y ofrecían la punta. Al mismo tiempo, el talle se estrechaba, lo cual hacía salir el vientre y arquear las caderas. Lo curioso es que aquella armadura era muy cómoda y, en cierta medida, descansada. Permitía mantenerse erguida, pero, sin saber por qué, como no fuera por el contraste, acentuaba la libertad de movimientos o, mejor dicho, la disponibilidad, de las partes que no comprimía. La ancha falda y el corpiño, con escote en forma de trapecio, desde la nuca hasta la punta de los senos y a todo lo ancho de éstos, daban la sensación a quien tos llevaba de ser menos una protección que un medio de provocación, de presentación. Cuando Jeanne anudó los cordones, O extendió sobre la cama el vestido que era de una sola pieza, con la enagua cosida a la falda y el corpiño cruzado en el delantero y anudado a la espalda, de manera que podía adaptarse a la cintura por muy ceñido que estuviera el corsé. Jeanne lo había apretado mucho y O, por la puerta abierta, se veía en el espejo del baño, esbelta y perdida entre los pliegues del vestido que se hinchaba sobre sus caderas como si llevara miriñaque. Las dos mujeres estaban de pie una al lado de la otra. Jeanne alargó el brazo para arreglar un pliegue de la manga del vestido verde y sus senos se movieron bajo el encaje que ribeteaba el escote, unos senos de pezón largo y oscura aureola. Llevaba un vestido de faya amarilla. René, acercándose a las dos mujeres, dijo a O:

—Mira. —Y a Jeanne—: Levanta esa falda.

Con las dos manos, ella levantó la seda crujiente y el lino de la enagua y descubrió un vientre dorado, suaves muslos y rodillas y un cerrado triángulo negro. René extendió una mano y se puso a palparlo lentamente, mientras con la otra hacía salir la punta de un seno.

—Es para que veas —dijo a O.

O lo veía. Veía su rostro irónico pero atento, sus ojos que aspiraban la boca entreabierta de Jeanne y la garganta ceñida por la banda de cuero. ¿Qué placer podía brindarle ella que no le diera también aquella mujer u otra cualquiera?

—¿No se te había ocurrido? —le preguntó él.

No; no se le había ocurrido. O estaba apoyada en la pared, entre las dos puertas, rígida y con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. No hacía falta ordenarle que callara. ¿Cómo iba a decir algo? Tal vez su desesperación le conmovió. Él dejó a Jeanne y la tomó entre sus brazos y le dijo que era su amor y su vida y que la quería. La mano con la que le acariciaba la garganta estaba húmeda y olía a Jeanne. ¿Y después? La desesperación que sentía se desvaneció: él la quería, sí, la quería. Era muy dueño de solazarse con Jeanne o con cualquier otra; la quería.

—Te quiero —le decía ella al oído—, te quiero —tan bajo que apenas la oía—. Te quiero.

Él no la dejó hasta verla tranquila y con la mirada transparente, feliz.

Jeanne tomó a O de la mano y la condujo hacia el pasillo. Sus sandalias volvieron a resonar sobre las baldosas y, sentado en la banqueta situada entre las dos puertas, volvieron a encontrar a un criado. Vestía como Pierre, pero no era él. Era un hombre alto, enjuto, de pelo negro. Echó a andar delante de ellas y las llevó a una antecámara en la que delante de una puerta de hierro forjado que se recortaba sobre unos cortinajes verdes, esperaban otros dos criados con unos perros blancos con manchas rojizas tendidos a sus pies.

—La clausura —murmuró Jeanne.

El criado que iba delante la oyó y volvió la cabeza. O vio con estupor que Jeanne palidecía, soltaba su mano, soltaba también la falda que levantaba ligeramente con la otra mano y caía de rodillas sobre las losas negras, porque la antecámara estaba pavimentada con losas de mármol negro. Los dos criados que estaban cerca de la verja se echaron a reír. Uno de ellos se adelantó hacia O, le rogó que lo siguiera, abrió una puerta situada frente a la que acababan de cruzar y se fue. Ella oyó risas, unos pasos y cerrarse la puerta a su espalda. Nunca se enteró de lo que había sucedido, si Jeanne fue castigada por hablar, ni cómo, o si se limitó a ceder a un capricho del criado o si, al arrodillarse, obedecía a una regla o si quiso moverle a la benevolencia y lo logró. Sólo comprobó, durante su primera estancia en el castillo, que duró dos semanas, que, si bien la regla del silencio era absoluta, solía ser quebrantada tanto durante las idas y venidas como durante las comidas, especialmente de día, cuando estaban solas con los criados, como si el traje les diera una seguridad que por la noche la desnudez, las cadenas y la presencia de los amos les arrebataban. Advirtió también que, si el menor gesto que pudiera parecer una insinuación hacia uno de los amos era inconcebible, con los criados era distinto. Éstos nunca daban una orden, pero la cortesía de sus ruegos era tan implacable como una conminación. Aparentemente, estaban obligados a castigar las infracciones a la regla de inmediato, cuando eran ellos sus únicos testigos. En tres ocasiones, una vez en el corredor que conducía al ala roja y las otras dos, en el refectorio donde acababan de hacerla entrar, O vio cómo eran arrojadas al suelo y azotadas unas muchachas a las que habían sorprendido hablando. De manera que también podían azotarlas durante el día, a pesar de lo que le dijeron la primera noche, como si lo que ocurriera con los criados no contara y pudiera dejarse a la discreción de éstos. La luz del día daba al atuendo de los criados un aspecto extraño y amenazador. Algunos llevaban medias negras y, en lugar de librea roja y gorguera blanca, una fina camisa de seda roja de mangas anchas recogidas en los puños. Fue uno de éstos el que al octavo día, a mediodía, látigo en mano, hizo levantar de su taburete a una opulenta Magdalena rubia, blanca y sonrosada, que estaba junto a O y que le había dicho sonriendo unas palabras, tan aprisa que O no las comprendió. Antes de que el hombre pudiera tocarla, ella se había arrodillado y sus blancas manos rozaron el pene bajo la seda negra, lo extrajeron y se lo llevó a los labios entreabiertos. Aquella vez no fue azotada. Y como en aquel instante él era el único guardián que había en el refectorio y aceptaba la caricia con los ojos cerrados, las demás se pusieron a hablar. De manera que se podía sobornar a los criados. Pero, ¿para qué? La regla que más difícil le resultaba a O obedecer y que, en realidad, nunca llegó a acatar, era la de no mirar a los hombres a la cara, puesto que había que observarla también frente a los criados. O se sentía en constante peligro, pues la devoraba la curiosidad por los rostros, y fue azotada por unos y otros, aunque no todas las veces que ellos la sorprendieron (pues se tomaban ciertas libertades con la consigna y quizá les gustaba ejercer aquella fascinación y no querían privarse, por un rigor excesivo, de aquellas miradas que no se apartaban de sus ojos y de su boca más que para posarse en su miembro viril, sus manos, el látigo y vuelta a empezar), sino sólo cuando deseaban humillarla. Aunque, por muy cruelmente que la trataran cuando se decidían a ello, O nunca tuvo el valor, o la cobardía, de echarse a sus pies y, si algunas veces los toleró, nunca los solicitó. La regla del silencio, por el contrario, salvo con su amante, le resultaba tan fácil que no la quebrantó ni una sola vez y si alguna de las demás, aprovechando algún descuido de sus guardianes, le dirigía la palabra, ella contestaba por señas. Generalmente, era durante las comidas, que eran servidas en la sala en la que la habían hecho entrar cuando el criado alto que las acompañaba se volvió hacia Jeanne. Las paredes eran negras, el enlosado negro, la mesa, de grueso cristal y muy larga, negra también y las muchachas se sentaban en taburetes redondos tapizados de cuero negro. Para sentarse, tenían que levantar la falda y así O, al sentir bajo los muslos el cuero frío y liso, recordaba el momento en que su amante la obligó a quitarse las medias y el slip y sentarse sin prendas interiores en el asiento del coche. Y, a la inversa, cuando salió del castillo y, vestida como todo el mundo, pero con las caderas desnudas bajo su traje de chaqueta o su vestido corriente, tenía que levantarse la falda y la combinación cuando se sentaba al lado de su amante o de otro, en un coche o en algún café, le parecía que volvía al castillo, con los senos desnudos sobre el corselete de seda, aquellas manos y bocas a las que todo les estaba permitido y el terrible silencio. Pero nada la ayudaba tanto como el silencio, excepto las cadenas. Las cadenas y el silencio, que hubieran debido atarla al fondo de sí misma, ahogarla, estrangularla, por el contrario, la liberaban. ¿Qué hubiera sido de ella de haber podido hablar, de haber podido elegir cuando su amante la prostituía? Es cierto, hablaba durante el suplicio; pero, ¿se puede llamar palabras a lo que no son sino quejas y gritos? Y muchas veces la hacían callar amordazándola. Bajo las miradas, las manos, los miembros que la ultrajaban, bajo los látigos que la desgarraban, ella se perdía en una delirante ausencia de sí misma que la entregaba al amor y acaso la acercaba a la muerte. Ella era otra persona cualquiera, una de las otras muchachas, abiertas y forzadas como ella y a las que ella veía abrir y forzar, porque lo veía y hasta tenía que ayudar. En su segundo día, no habían transcurrido todavía veinticuatro horas desde su llegada, después del almuerzo fue conducida a la biblioteca, para que sirviera el café y alimentara el fuego. La acompañaba Jeanne a la que había traído el criado de pelo negro y otra muchacha llamada Monique. El criado se quedó en la habitación, de pie, cerca del poste al que O fuera atada la noche anterior. Todavía no había nadie más en la biblioteca. Los ventanales estaban orientados a Poniente y el sol de otoño que declinaba lentamente en un cielo sereno, casi limpio de nubes, iluminaba sobre una cómoda un enorme ramo de crisantemos color de azufre que olían a tierra y a hojas secas.

—¿La marcó Pierre anoche? —preguntó el criado a O.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—En tal caso, debe mostrar las señales —dijo el hombre—. Haga el favor de subirse el vestido.

Esperó a que ella se arrollara la falda por detrás, como le había enseñado Jeanne la víspera y que ésta la ayudara a sujetarla. Después le dijo que encendiera el fuego. El dorso de O hasta la cintura, sus muslos y sus finas piernas quedaron encuadrados entre los pliegues de seda verde y lino blanco. Las cinco marcas eran negras. El fuego estaba preparado en el hogar y O no tuvo más que arrimar una cerilla a la paja amontonada bajo las teas, las cuales se inflamaron. Pronto prendieron las ramas de manzano y, finalmente, los leños de roble que ardían con llamas altas, crepitantes y claras, casi invisibles con la luz del día, pero olorosas. Entró otro criado que, encima de la consola de la que habían quitado la lámpara, dejó una bandeja con las tazas y el café y se fue. O se acercó a la consola y Monique y Jeanne se quedaron de pie una a cada lado de la chimenea. En aquel momento, entraron dos hombres y el primer criado se fue también. O, por la voz, creyó reconocer a uno de los que la habían forzado la víspera, el que había pedido que se hiciera más fácil el acceso de su dorso. Ella lo miraba con disimulo mientras vertía el café en las tacitas negras y doradas que Monique presentaba con el azúcar. Conque era aquel muchacho esbelto, tan joven, rubio que parecía un inglés. El joven volvió a hablar y O ya estuvo segura. El otro también era rubio, pero ancho y fornido. Estaban sentados en las butacas de cuero, con los pies hacia el fuego, fumando tranquilamente y leyendo el periódico sin hacer el menor caso de las mujeres, como si estuvieran solos. De vez en cuando, se oía crujir el papel y caer alguna brasa. De vez en cuando, O echaba un leño al fuego. Estaba sentada en el suelo, sobre un almohadón y, frente a ella también en el suelo, estaban Monique y Jeanne. Sus faldas, extendidas, se entremezclaban. La de Monique era granate. De repente, pero no antes de una hora el joven rubio llamó a Jeanne y a Monique. Les dijo que acercaran el taburete (el mismo sobre el que la víspera pusieran a O boca abajo). Monique no esperó más órdenes, se arrodilló, aplastó el pecho sobre la piel que tapizaba el taburete y se agarró a él con ambas manos. Cuando el joven ordenó a Jeanne que levantara la falda roja, Monique no se movió. Entonces, Jeanne, y así se lo ordenó él en los términos más brutales, tuvo que desabrocharle el traje y tomar con ambas manos aquella espada de carne que tan cruelmente transpasara a O, por lo menos una vez. Se hinchó y se puso rígida en la palma que la oprimía y O vio aquellas mismas manos, las manos pequeñas de Jeanne, abrir los mulos de Monique en cuyo interior, lentamente y a pequeñas sacudidas que la hacían gemir, penetraba el muchacho. El otro hombre, que miraba sin decir palabra, hizo a O una seña para que se acercara y, sin dejar de mirar, la tumbó boca abajo sobre uno de los brazos de su butaca —su falda, levantada hasta la cintura, dejaba al descubierto toda la mitad inferior de su cuerpo— y le introdujo la mano en el vientre. Así la encontró René cuando abrió la puerta un minuto después.

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