Historia de Roma

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Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historico

 

Historia de Roma
de Indro Montanelli es la novela idónea para aquel lector que deseé aproximarse, sin ambages, al periodo más apasionante detoda la historia de ese valeroso pueblo. Y lo hace a través de pinceladas de humor y de un sentido positivo y divertido en ocasiones. Como periodista que fue, advierte en el prólogo a los lectores que no va a descubrir nada ni va a aportar nuevas revelaciones, sólo acercar Roma de forma sencilla y cordial, con estilo llano y fácilmente aceptable por la gran masa de lectores a través de una serie de retratos que iluminan a los protagonistas con una luz más veraz, despojándolos de paramentos ocultos.

Y del dicho al hecho. Montanelli consigue enganchar al lector por diferentes motivos. Los títulos son atractivos, los capítulos son cortos, el estilo es directo y llega fácil (no olvidemos que él fue periodista) y la información está justamente tratada con ese punto a veces picante, a veces tendencioso, pero siempre sincero y llano.

Realmente, más que una novela, lo que tenemos entre manos es un libro de historia, pero no uno cualquiera, pues Montanelli huye de arquetipos. Nada de datos y referencias cansinas y nada de relatos anodinos. El autor cuenta cómo vivieron, cómo fueron educados, en qué creían y cómo prosperaron sus antepasados romanos. Explica con amenidad y sin formalismos la leyenda de su fundación, ahondando con sabiduría en los personajes principales que marcaron una época.

Un libro sin más pretensiones que las señaladas, pero muy a tono para aprender y conocer –a grandes rasgos- el mundo romano de la Antigüedad de forma somera, práctica, cómoda y siempre acompañado de una sonrisa.

Indro Montanelli

Historia de Roma

ePUB v1.0

Mezki
04.06.12

Título original:
Storia di Roma

Indro Montanelli, 2003.

Traducción: Domingo Pruna Moravia

Editor original: Mezki

ePub base v2.0

A Susina Moizzi

A LOS LECTORES

A medida que esta Historia de Roma salía por capítulos en Domenica del Corriere, comencé a recibir cartas cada vez más indignadas. Se me acusaba de ligereza, de despotismo, y, por algunos, francamente de impiedad por mi modo de tratar un tema considerado sagrado.

No me sorprendí, porque, en efecto, hasta ahora, para hablar de Roma, en italiano, no se ha usado más estilo que el áulico y apologético. Mas estoy persuadido de que precisamente por esto bien poco ha quedado en la cabeza del lector y que, terminado el bachillerato, entre nosotros casi ninguno siente la tentación de refrescarse el recuerdo de ella. No hay nada más fatigoso que seguir una historia poblada tan sólo de monumentos. Y yo mismo debí luchar no poco contra los bostezos cuando, cayendo en la cuenta de haber olvidado años ha todo o casi todo, quise volverla a estudiar desde el principio. Hasta que topé con Suetonio y con Dión Casio que, habiendo sido contemporáneos de aquellos monumentos, o por lo menos coevos, no alimentaban para con ellos un respeto tan reverente y timorato.

Siguiendo sus huellas, acabé hojeando también todos los demás historiadores y cronistas romanos.

Y fue como dar vida a la piedra. De golpe, aquellos protagonistas que en la escuela nos presentaron momificados en una actitud, siempre la misma, no de hombres, sino de símbolos abstractos, perdieron su mineral inmovilización, se animaron, se colorearon de sangre, de vicios, de flaquezas, de tics y de pequeñas o grandes manías; tornáronse, en suma, vivientes y verdaderos.

¿Por qué habríamos de tener más respeto a esos personajes que el que les tuvieron los propios romanos? ¿Y se les hace un gran favor dejándoles sobre el pedestal en una fría sala de museo, que sólo tos escolares, por motivo de exámenes, son conducidos a visitar obligados por el maestro? Conozco a jesuítas que, sin faltar a la ortodoxia, han escrito hagiografías libres de prejuicios, donde los santos aparecen como eran, hombres entre hombres, con sus terquedades y rarezas. El hecho de que muchos de ellos hayan cometido errores y que todos indistintamente hubiesen estado tentados de cometerlos, no quita nada a su santidad. Al contrario. Jesucristo hizo un apóstol de san Pedro, que habla renegado de Él.

Lo que hace grande la Historia de Roma no es que haya sido hecha por hombres diferentes a nosotros, sino que haya sido hecha por hombres como nosotros. Ellos no tenían nada de sobrenatural, pues si lo hubiesen tenido nos faltarían razones para admirarles. Entre Cicerón y Carnelutti hay muchos puntos en común. César fue de joven un gran canalla, mujeriego toda su vida y peinaba bisoñé porque se avergonzaba de su calvicie. Esto no contradice su grandeza de general y de hombre de Estado. Augusto no pasó todo su tiempo, como una máquina, organizando el Imperio, sino también combatiendo la colitis y los reumatismos, y por poco no perdió su primera batalla, contra Casio y Bruto, a causa de un ataque de diarrea.

Creo que el daño más grande que pueda hacérseles es el de silenciar su humana verdad, como si se temiese verles disminuidos por ella. Roma fue Roma, no porque los héroes de su historia no hubiesen cometido delitos y patochadas, sino porque ni siquiera sus delitos y patochadas, aun cuando grandes y a veces inmensos, pudieron mellar su derecho a la preeminencia.

Con este libro no he descubierto nada. No pretende aportar nuevas «revelaciones», ni siquiera dar una interpretación original de la historia de la Urbe. Todo lo que aquí cuento ha sido contado ya. Yo sólo espero haberlo hecho de una manera más sencilla y cordial, en un estilo más llano y fácilmente aceptable por la gran masa de lectores, a través de una serie de retratos que iluminan a los protagonistas con una luz más veraz, despojándolos de los paramentos que los ocultaban.

A algunos les puede parecer una ambición modesta. A mí, no. La considero, al contrario, orgulloso. Si logro aficionar a la historia de Roma a algunos miles de italianos, hasta ahora desinteresados, debido a la enjundia de quien se la ha contado antes que yo, me consideraré un autor útil, afortunado y plenamente logrado, en buena paz con quien me acusa de ligereza, de desenfado, de derrotismo o, también, de irreverencia.

INDRO MONTANELLI

Milán, noviembre de 1957.

CAPÍTULO PRIMERO

AB URBE CONDITA

No sabemos con precisión cuándo fueron instituidas en Roma las primeras escuelas regulares, o sea «estatales». Plutarco dice que nacieron hacia 250 antes de Jesucristo, esto es, casi quinientos años después de la fundación de la ciudad. Hasta aquel momento los muchachos romanos habían sido educados en casa, los más pobres por sus padres y los más ricos, por
magistri
, o sea maestros o institutores, elegidos habitual» mente en la categoría de los
libertos
, los esclavos liberados, que, a su vez, eran elegidos entre los prisioneros de guerra, preferentemente entre los de origen griego, que eran los más cultos.

Sabemos, empero, con certeza, que tenían que fatigarse menos que los de hoy. El latín lo sabían ya. Si hubiesen tenido que estudiarlo, decía el poeta alemán Heme, no habrían encontrado jamás tiempo para conquistar el mundo. Y en cuanto a la historia de su patria, se la contaban más o menos así:

Cuando los griegos de Menelao, Ulises y Aquiles conquistaron Troya, en el Asia Menor, y la pasaron a sangre y fuego, uno de los pocos defensores que se salvó fue Eneas, fuertemente «recomendado» (ciertas cosas se usaban ya en aquellos tiempos) por su madre, que era nada menos que la diosa Venus —Afrodita—. Con una maleta a los hombros, llena de imágenes de sus celestes protectores, entre los cuales, naturalmente, el puesto de honor correspondía a su buena mamá, pero sin una lira en el bolsillo el pobrecito se dio a recorrer mundo, al azar. Y después de no se sabe cuántos años de aventuras y desventuras, desembarcó, siempre con la maleta a cuestas, en Italia; se puso a remontarla hacia el Norte, llegó al Lacio, donde casó con la hija del rey Latino, que se llamaba Lavinia, fundó una ciudad a la que dio el nombre de la esposa, y al lado de ésta vivió feliz y contento el resto de sus días.

Su hijo Ascanio fundó Alba Longa, convirtiéndola en nueva capital. Y tras ocho generaciones, es decir, unos doscientos años después del arribo de Eneas, dos de sus descendientes, Numitor y Amulio, estaban aún en el trono del Lacio. Desgraciadamente, dos en un trono están muy apretados. Y así, un día, Amulio echó al hermano para reinar solo, y le mató todos los hijos, menos una: Rea Silvia. Mas, para que no pudiese poner al mundo algún hijo a quien, de mayor, se le pudiese antojar vengar al abuelo, la obligó a hacerse sacerdotisa de la diosa Vesta, o sea monja.

Un día, Rea, que probablemente tenía muchas ganas de marido y se resignaba mal a la idea de no poder casarse, tomaba el fresco a orillas del río porque era un verano tremendamente caluroso, y se quedó dormida. Por casualidad pasaba por aquellos parajes el dios Marte, que bajaba a menudo a la Tierra, un poco para organizar una guerrita que otra, que era su oficio habitual, y otro poco en busca de chicas, que era su pasión favorita. Vio a Rea Silvia. Se enamoró de ella. Y sin despertarla siquiera, la dejó encinta.

Amulio se encolerizó muchísimo cuando lo supo. Mas no la mató. Aguardó a que pariese, no uno, sino dos chiquillos gemelos. Después, ordenó meterlos en una pequeñísima almadía que confió al río para que se los llevase, al filo de la corriente, hasta el mar, y allí se ahogasen. Mas no había contado con el viento, que aquel día soplaba con bastante fuerza, y que condujo la frágil embarcación no lejos de allí, encallando en la arena de la orilla, en pleno campo. Ahí, los dos desamparados, que lloraban ruidosamente, llamaron la atención de una loba que acudió para amamantarlos. Y por eso este animal se ha convertido en el símbolo de Roma, que fue fundada después por los dos gemelos.

Los maliciosos dicen que aquella loba no era en modo alguno una bestia, sino una mujer de verdad, Acca Laurentia, llamada
Loba
a causa de su carácter selvático y por las muchas infidelidades que le hacía a su marido, un pobre pastor, yéndose a hacer el amor en el bosque con todos los jovenzuelos de los contornos. Mas acaso todo eso no son más que chismorreos.

Los dos gemelos mamaron la leche, luego pasaron a las papillas, después echaron los primeros dientes, recibieron uno el nombre de Rómulo, el otro, el de Remo, crecieron, y al final supieron su historia. Entonces, volvieron a Alba Longa, organizaron una revolución, mataron a Amulio y repusieron en el trote a Numitor. Después, impacientes, como todos los jóvenes, por hacer algo importante, en vez de esperar un buen reino edificado por el abuelo, que sin duda se lo hubiera dejado, se fueron a construir otro nuevo un poco más. lejos. Y eligieron el sitio donde su almadía había encallado, en medio de las colinas entre las que discurre el Tíber, cuando está a puntó de desembocar en el mar. En aquel lugar, como a menudo sucede entre hermanos, litigaron sobre el nombre que dar a la ciudad. Luego decidieron que ganaría el que hubiese visto más pájaros. Remo vio seis sobre el Aventino. Rómulo, sobre el Palatino, vio doce: la ciudad se llamaría, pues, Roma. Uncieron dos blancos bueyes, excavaron un surco y construyeron las murallas jurando matar a quienquiera las cruzase. Remo, malhumorado por la derrota, dijo que eran frágiles y rompió un trozo de un puntapié. Y Rómulo, fiel al juramento, le mató de un badilazo.

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