Historia de Roma (3 page)

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Authors: Indro Montanelli

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Era gente jovial, que se tomaba la vida por el lado más agradable, y por esto al final perdieron la guerra contra los melancólicos romanos que se la tomaban por el lado más austero. Las escenas reproducidas en sus vasijas y sepulcros nos muestran a hombres bien vestidos con aquella toga que después los romanos copiaron haciendo de ella su traje nacional, de luengos cabellos y barbas ensortijadas, muchas alhajas en el cuello, en los dedos, y siempre dedicados a beber, a comer y a conversar, cuando no practicaban alguno de sus ejercicios deportivos.

Estos consistían sobre todo en el boxeo, el lanzamiento del disco y la jabalina, la lucha y en otras dos manifestaciones que nosotros creemos, erróneamente, exquisitamente modernas y extranjeras: el polo y el toreo. Naturalmente, las reglas de aquellos juegos eran distintas a las que hoy se usan. Mas, sin duda, entonces, el espectáculo de la lucha entre el toro y el hombre en la arena era altamente estimado: hasta el punto de que los que morían querían llevarse a la tumba alguna escena-recuerdo pintada en las vasijas, para continuar divirtiéndose con ellos también en el más allá.

Un gran paso adelante respecto a las arcaicas y patriarcales costumbres romanas y de los demás indígenas, era la condición de la mujer, que en los etruscos gozaba de gran libertad, y que, en efecto, viene representada en compañía de los varones, tomando parte en sus diversiones. Parece ser que eran mujeres muy bellas y de costumbres muy libres. En las pinturas aparecen enjoyadas, llenas de afeites y sin demasiadas preocupaciones de pudor. Comen a más no poder, y beben a gollete, tendidas con sus hombres en amplios sofás. O bien tocan la flauta y danzan. Una de ellas, que luego alcanzó gran importancia en Roma, Tanaquila, era una «intelectual» que sabía mucho de matemáticas y de medicina. Lo que quiere decir que, a diferencia de sus colegas latinas condenadas a la más negra ignorancia, iban a la escuela y estudiaban. Los romanos, que eran grandes moralistas, llamaban «toscanas», o sea etruscas, a todas las mujeres de costumbres fáciles. Y en una comedia de Plauto figura una chica acusada de seguir «costumbres toscanas» porque hace de prostituta.

La religión, que es siempre la proyección de la moral de un pueblo, estaba centrada en un dios llamado Tinia, que ejercía su poder con el rayo y el trueno. No gobernaba directamente a los hombres sino que confiaba sus órdenes a una especie de gabinete ejecutivo, compuesto de doce grandes dioses, tan grandes que era incluso un sacrilegio pronunciar sus nombres. Abstengámonos de ello, pues, nosotros también, para no confundir la cabeza de quien nos lee. Todos juntos formaban el gran tribunal del más allá, donde los «genios», especie de dependientes o de guardias municipales, conducían las almas de los difuntos, en cuanto habían abandonado sus respectivos cuerpos. Y allí comenzaba un proceso en toda regla. Quien no lograba demostrar haber vivido según los preceptos de los jueces, era condenado al infierno, a menos que los parientes y amigos vivos hiciesen por él muchos rezos y sacrificios para obtener su absolución. Y en este caso quedaba absuelto en el paraíso, para continuar gozando en él de los placeres terrenales a base de bebida, comilonas, sopapos y cancióncillas, cuyas escenas se había hecho esculpir en el sepulcro.

Pero del paraíso parece ser que los etruscos hablaban poco y raramente, dejándolo más bien en lo vago. Tal vez iban muy pocos para saber algo preciso de él. De lo que estaban informadísimos era sobre el infierno, del que conocían, uno por uno, todos los tormentos que en él se padecían. Evidentemente, sus sacerdotes creían que, para tener sujeta a la gente, valían más las amenazas de la condenación que las esperanzas de la absolución. Y este modo de ver las cosas se ha perpetuado hasta los tiempos más recientes, hasta los de Dante, que, nacido en Etruria también, manifestó el mismo parecer y se prodigó más acerca del infierno que sobre el paraíso.

Con eso no debemos creer que los etruscos fuesen florecillas de gentileza. Mataban con relativa facilidad, aunque fuese con la buena intención de ofrendar en sacrificio la víctima por la salvación de algún amigo o pariente. Sobre todo, los prisioneros de guerra, eran destinados a ese cometido. Trescientos romanos, capturados en una de las muchas batallas que se libraron entre los dos ejércitos, fueron muertos por lapidación en Tarquinia. Y sobre sus hígados todavía palpitantes de vida trataron a la mañana siguiente de determinar los futuros eventos de la guerra. Evidentemente, no lo lograron, que, de lo contrario, la hubiesen interrumpido en seguida. Pero la costumbre era frecuente, aunque en general se servían de visceras de algún animal, oveja o toro, lo que los romanos copiaron.

Políticamente, sus dispersas ciudades no consiguieron unirse jamás, y desgraciadamente no hubo ninguna lo bastante poderosa para tener en un puño a las otras, como hizo Roma con las rivales latinas y sabinas. Hubo una federación llamada de Tarquinia, mas no acabó con las tendencias separatistas. Los doce pequeños Estados que formaban parte de ellas, en vez de unirse contra el enemigo común, se dejaron derrotar y anexionarse por Roma uno tras otro. Su diplomacia era como la de ciertas naciones europeas que prefieren morir solas que vivir juntas.

Todo ello ha sido reconstruido, a copia de deducciones, con los restos del arte etrusco que se han conservado y que constituyen la sola herencia dejada por aquel pueblo. Se trata especialmente de cerámica y bronces. Entre la cerámica, la hay bellísima, como el
Apolo de Veyes
, llamado también
Apolo caminante
, de terracota policroma, que denota en los alfareros etruscos una gran pericia y un gusto refinado. Son casi siempre de imitación griega y, salvo algún raro ejemplar como el «búcaro negro», no nos parecen gran cosa.

Pero por muy escasos que sean estos restos, bastan para hacernos comprender cómo los romanos, una vez hubieron oprimido a los etruscos, tras haber seguido un poco su escuela y haber soportado su superioridad sobre todo en el campo técnico y de organización, no sólo destruyeron a este pueblo, sino que procuraron borrar toda huella de su civilización. La consideraban enferma y corruptora. Copiaron todo lo que les acomodó. Mandaron a las escuelas de Veyes y de Tarquinia a sus jóvenes para instruirles sobre todo en medicina e ingeniería. Imitaron la toga. Adoptaron el uso de la moneda. Y tal vez tomaron prestada también la organización política, que, sin embargo, los etruscos tuvieron en común con todos los demás pueblos de la antigüedad y que pasó, también en su caso, de un régimen monárquico a otro republicano, regido por un
lucumón
, magistrado electivo, y, por fin, a una forma de democracia dominada por las clases ricas. Pero las propias costumbres, basadas en el sacrificio y la disciplina social, Roma quiso preservarlas de la molicie etrusca. Comprendió instintivamente que no bastaba vencer en la guerra al enemigo y ocupar sus tierras, si después se le daba la oportunidad de contaminar la casa del amo, asimilándolo en calidad de esclavo o de preceptor, como solía hacerse en aquellos tiempos con los vencidos. No sólo destruyó al pueblo etrusco, sino que empeñóse en sepultar todos sus documentos y monumentos.

Esto sucedió, empero, mucho tiempo después de que se hubiese establecido contacto entre los dos pueblos, que precisamente ya se habían encontrado en Roma cuando vinieron los albalonganos y hallaron, al parecer, instalada ya una pequeña colonia etrusca, que había dado al sitio un nombre de su país. Parece, en efecto, que «Roma» proviene de «Rumón», que en etrusco quiere decir «río». Y si esto es verdad, hay que deducir que la primera población de la Urbe la integraban no solamente latinos y sabinos, pueblos de la misma sangre y del mismo tronco como haría creer la historia del famoso «rapto», sino también etruscos gente de raza, lengua y religión muy diferentes. Es más: según ciertos historiadores, el propio Rómulo había sido etrusco. De todos modos, etrusco fue ciertamente el rito según el cual se fundó la ciudad, al trazar un surco con un arado arrastrado por un buey y una yegua blancos, después que doce pájaros de buen agüero hubieron revoloteado sobre sus cabezas.

Sin querer ponernos a competir con los entendidos que hace siglos vienen discutiendo sobre esos problemas sin lograr ponerse de acuerdo, diremos aquella que nos parece más probable de las dos versiones.

Cuando latinos y sabinos llegaron a orillas del Tíber, los etruscos, que tenían la pasión del turismo y del comercio, habían fundado ya en ellas un pequeño poblado, el cual debía servir de estación de maniobras y de abastecimiento para sus líneas de navegación hacia el sur. Aquí, y especialmente en Campania, habían establecido ya ricas colonias; Capua, Ñola, Pompeya y Herculano, donde las poblaciones locales que se llamaban sannitas y que eran de origen villanovés a su vez, iban a cambiar sus productos agrícolas con los industriales que llegaban de la Toscana. Era difícil, desde Arezzo o desde Tarquinia, llegar hasta allí por vía terrestre. No había caminos y la región estaba infestada de animales salvajes y de bandidos. Mucho más fácil, visto que eran los únicos que poseían una flota, era para los etruscos ir por mar. Pero el viaje era largo y requería semanas enteras. Las naves, grandes como cascarones de nuez, no podían embarcar muchos víveres para los hombres, y necesitaban de puertos, a lo largo de la ruta, donde proveerse de agua y harina para el resto del trayecto. La desembocadura del Tíber, a mitad del camino, constituía una cómoda bahía para llenar las bodegas vacías, y además, navegable como era en aquellos tiempos, ofrecía asimismo un cómodo medio para remontar hasta el interior y llevar a cabo algún negociejo con los latinos y los sabinos que lo habitaban. La región estaba salpicada no se sabe si de una treintena o una setentena de burgos, cada uno de los cuales constituía un pequeño mercado de intercambio. No es que pudieran hacerse grandes negocios porque el Lacio, en aquellos tiempos, no era rico más que en madera, debido (¿quién lo diría, hoy?) a sus maravillosos bosques. Por lo demás, no producía ni siquiera trigo, sino solamente farro, y un poco de vino y de aceitunas. Mas los etruscos, con tal de hacer dinero, se contentaban con poco, y el vicio les ha quedado.

Por esto fundaron Roma, llamándola así o con otros nombres, pero sin dar demasiada importancia a la cosa. ¡A saber cuántas Romas había escalonadas a la. largo de la costa tirrena entre Liorna y Nápoles! Y pusieron en ellas, para cuidarlas, una guarnición de marineros y de mercaderes que tal vez consideraban aquel traslado como un castigo. Debían mantener en orden sobre todo el astillero para la reparación de las naves deterioradas por las tempestades, y los almacenes para abastecerlas.

Después, un buen día, empezaron a llegar por grupos los latinos y los sabinos, un poco tal vez porque comenzaban a sentirse estrechos en sus casas, y un poco porque también ellos tenían ganas de comerciar con los etruscos, de cuyos productos estaban necesitados. Que entonces tuviesen ya un plan estratégico o de conquista, primero de Italia y después del Mundo, y que por esto considerasen indispensable la posición de Roma, son fantasías de los historiadores contemporáneos. Aquellos latinos y sabinos eran unos rusticotes de pasta labriega, para los cuales la Geografía se resumía en el huerto doméstico.

Es probable que estos nuevos venidos hayan llegado a las manos entre ellos. Mas es también probable que después, en vez de destruirse recíprocamente, se hayan aliado, para hacer frente a los etruscos que debían mirarles un poco como los ingleses miran a los indígenas, en sus colonias. Ante aquella gente forastera que les trataba de arriba abajo y que hablaba un idioma incomprensible para ellos debieron darse cuenta de ser hermanos, familiarizados por la misma sangre, la misma lengua e idéntica miseria. Por esto pusieron en común lo poco que tenían: las mujeres. El famoso rapto no es probablemente más que el signo de este acuerdo, del cual es natural que los etruscos hayan quedado excluidos, pero por propia voluntad. Se sentían superiores y no querían mezclarse con aquella chusma.

La división racial continuó lo menos cien años, durante los cuales latinos y sabinos, fusionados ya en el tipo romano, debieron de tragar mucha saliva. Cuando, después de Tarquino
el Soberbio
, que fue el último rey, pudieron tomar la ventaja, la venganza no conoció cuartel. Y tal vez el ensañamiento que pusieron en destruir la Etruria no sólo como Estado, sino también como civilización, les fue inspirado precisamente por las humillaciones que los etruscos les habían hecho sufrir incluso en su patria. Y quisieron depurarlo todo de ellos, hasta la historia, dando un certificado de nacimiento latino también a Rómulo, que acaso lo tuviera etrusco, y haciendo remontar a la unión con los sabinos, el origen de la ciudad.

CAPÍTULO III

LOS REYES AGRARIOS

Cuando Rómulo murió, muchos años después de haber enterrado a Tito Tacio, los romanos dijeron que el dios Marte le había raptado para conducirle al cielo y transformarle en dios, el dios Quirino.

Y como a tal le veneraron a partir de entonces, como hacen hoy los napolitanos con san Genaro.

Le sucedió, como segundo rey, Numa Pompilio, al que la tradición nos describe como mitad filósofo y mitad santo, como lo fue, varios siglos después Marco Aurelio. Lo que más le interesaba eran las cuestiones religiosas. Y dado que en esta materia debía de existir una gran anarquía porque cada uno de los tres pueblos veneraba a sus propios dioses, entre los cuales no se alcanzaba a comprender cuál era el más importante, Numa decidió poner orden. Y para imponer este orden a sus rencillosos súbditos, hizo cundir la noticia de que cada noche, mientras dormía, la ninfa Egeria iba a visitarle en sueños desde el Olimpo, para transmitirle directamente las instrucciones para ello. Quien hubiese desobedecido, no era el rey, hombre entre los hombres, que habría tenido que habérselas, sino con el padre eterno en persona.

La estratagema puede parecer infantil, mas también hoy sigue arraigando, de vez en cuando. En pleno siglo XX, Hitler, para hacerse obedecer por los alemanes, no supo escoger otra mejor. Y de vez en cuando descendía de la montaña de Berchstegaden con alguna nueva orden del buen Dios en el bolsillo: la de exterminar a los hebreos, por ejemplo, o la de destruir Polonia. Y lo bueno es que, al parecer, también él se lo creía. En estos asuntos, la Humanidad no ha progresado mucho desde los tiempos de Numa.

Sin embargo, también en esta leyenda acaso hay un fondo de verdad, o, al menos, una indicación que nos permite reconstruirla. Hayan sido los que fueren sus nombres y sus orígenes, los de la antiquísima Roma, más que verdaderos reyes debieron de ser papas, como por lo demás lo era el «arconte Basileo» en Atenas.

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