Holocausto

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

 

Holocausto es una de las mejores novelas que se han escrito sobre la persecución y exterminio de los judíos por parte de los nazis. Lo que si puede asegurarse es que supera a todas las demás por su originalidad y enfoque del tema. No es una obra más sobre la inconcebible hecatombe humana. Es la historia conmovedora de dos familias en Europa entre los años 1935 y 1945. Una, cuya cabeza es un médico judío y cuyos miembros sufren, sin excepción, los horrores del régimen nazi. El padre de la otra familia es un abogado alemán, joven y ambicioso, quien espoleado por su esposa, se incorpora a la SS y acaba por convertirse en ayudante del principal organizador del aniquilamiento proyectado contra los judíos. A través de las vida de ambas familias, «Holocausto» narra los emotivos acontecimientos de una década arrolladora que ha dejado un terrible manchón en la historia de la Humanidad. En abril de 1978, la NBC-TV rodó una serie dramática especial de cuatro episodios, basada en esta impresionante novela.

Gerald Green

Holocausto

ePUB v1.0

Oiligriv
09.11.12

Título original:
Holocaust

Gerald Green, 25 de agosto, 1978.

Traducción: Rosalía Vazquez.

Ilustraciones: Domingo Alvarez.

Editor original: Oiligriv v1.0

ePub base v2.0

PROLOGO

Kibbutz Agam, Israel.

Noviembre de 1952.

Más allá de nuestra pequeña casa, en el campo del equipo de fútbol, mis hijos, Ari y Hanan, dan puntapiés a un balón. No lo hacen mal, en especial Hanan, que ya ha cumplido cinco años. Ari tiene uno menos, y es más delgado y tímido. Tampoco parece gustarle tanto el ejercicio corporal.

Habré de trabajar fuerte con ellos. Enseñarles los movimientos, cómo pasar, regatear, cómo «dirigir» la pelota.

Mientras les miro, acude a mi memoria el recuerdo de mi hermano. Karl y yo solíamos jugar en el pequeño parque frente a nuestra casa en Berlín. Mi padre tenía también instalado en casa su consultorio médico. En ocasiones, los pacientes de mi padre se detenían a la sombra de los árboles y nos miraban.

Aún puedo oír sus voces —en especial la del señor Lewy, a quien recuerdo como paciente suyo desde que tuve uso de razón— hablando de nosotros. Son los hijos del doctor Weiss. ¿Veis a ese hombrecillo? ¿Rudi Weiss? Algún día será profesional.

Karl tenía tres años más que yo. Era delgado, tranquilo, jamás fue un atleta. Solía cansarse. O, a veces, terminar un dibujo o leer. Supongo que los dos decepcionamos a nuestro padre, el doctor Josef Weiss. Pero era un hombre cariñoso y considerado. Y nos quería demasiado para permitir que nos diésemos cuenta.

Todo acabó. Todo desapareció. Karl, mis padres y toda mi familia murieron en lo que hoy se llama el Holocausto. Extraño nombre para el genocidio. Yo sobreviví, Y hoy, sentado en esta pequeña casa de cemento que domina el río Galilea —puedo ver allá en la lejanía, al otro lado de los campos y huertos de melocotoneros, sus aguas de un azul oscuro— termino esta crónica de la familia Weiss. En cierto modo, es una crónica de lo que les ocurrió a millones de judíos en Europa… los seis millones de víctimas, el puñado de supervivientes y quienes lucharon por ello.

Mi mujer, Tamar, una sabrá nacida en Israel, me ayudó a preparar este documento. Es más culta que yo, que a duras penas acabé la secundaria en Berlín, pues estaba demasiado ocupado jugando al fútbol, al tenis o vagabundeando con mis amigos por las calles.

Tamar estudió en la Universidad de Michigan, en Estados Unidos. Es psicóloga infantil, y habla con soltura cinco idiomas. Yo aún tengo dificultades con el hebreo. Pero ahora no soy ya europeo. Israel es mi patria. En 1947, luché por su libertad, y volveré a luchar una y otra vez, y siempre que me lo pidan. En mi época de guerrillero en Ucrania, aprendí que es preferible morir con un arma en la mano que rendirse al asesino. Así se lo he enseñado a Ari y Hanan y a pesar de su corta edad, lo han comprendido. ¿Y por qué no habrían de entenderlo? Varias veces por semana, la artillería siria, desde la otra orilla del Jordán, dispara contra Kibbutz Agam, o contra algunos de nuestros vecinos. A cincuenta metros de nuestra pequeña casa hay un refugio subterráneo, completo, con camas, agua, comida, retretes. Por lo menos una vez al mes, el cañoneo es suficientemente intenso para obligarnos a pasar la noche en el refugio.

Mis hijos, Tamar y yo observamos a veces a nuestros soldados trasladar sus cañones a través de las polvorientas carreteras allá abajo, para pagar a los sirios con la misma moneda. Más de una vez han requerido a mi unidad para ayudar a la «neutralización» de la artillería enemiga. No encuentro satisfacción en esas tareas, pero siempre estoy dispuesto a llevarlas a cabo. Tampoco me colma de gozo la necesidad de enseñar a los niños pequeños, casi lactantes, la urgente necesidad de luchar por su propia vida. Pero he aprendido mucho sobre supervivencia y no sería un buen padre, si no les transmitiera lo más pronto posible ese conocimiento. Al menos, ya saben que jamás deberán someterse ni bajar la cabeza.

La información recopilada para esta narración sobre mi familia procede de muy diversas fuentes. Durante mis vacaciones estivales visité dos veces Europa (trabajo, en calidad de director de atletismo, en la escuela secundaria local y al igual que todos los miembros de la comunidad Agam, estoy obligado a entregar mi sueldo completo al kibbutz; sin embargo, a veces se conceden fondos especiales, y los padres de Tamar me ayudaron). Mantuve correspondencia con mucha gente que conoció a mis padres, a mi hermano Karl y a mi tío Moses. Aquí en Israel trabé amistad con infinidad de supervivientes de los campos y con personas que estuvieron en el ghetto de Varsovia. Tamar me ayudó a traducir la mayor parte del material y también mucho a escribirlo.

La fuente de información más importante sobre mi hermano Karl procedió de su viuda, una católica llamada Inga Helms Weiss, quien en la actualidad vive en Inglaterra.

Hará aproximadamente un año, al enterarse de mis indagaciones para esclarecer la historia de mi familia, me escribió un hombre llamado Kurt Dorf. Era ingeniero civil, agregado al Ejército alemán, y fue importante testigo de cargo en los procesos de Nuremberg. Había localizado el Diario de su sobrino, un oficial de la SS; llamado Erik Dorf. Kurt Dorf tuvo la amabilidad de enviarme una copia del largo y detallado relato de su sobrino. El mencionado Diario había sido escrito de forma fragmentada y deshilvanada. Con frecuencia, Erik Dorf ni siquiera ponía la fecha en sus anotaciones, pero afortunadamente mencionaba suficientes lugares y fechas en su divagante relato que fui capaz de establecer, al menos, el mes de cada anotación. Existe un vacío entre los años 1935 y 1938. AI parecer, el material correspondiente a dicho período se extravió o fue destruido.

He intercalado partes de dicho Diario con el relato de la destrucción de mi familia. Me parece, y lo mismo opina Tamar, que los motivos de los asesinos tienen la misma importancia para nosotros que la suerte de las víctimas.

Jamás conocí al comandante Erik Dorf, pero, por una de esas disparatadas coincidencias tan frecuentes en aquellos terribles años, él y su mujer fueron, en cierta ocasión, pacientes de mi padre en Berlín. Tres años después de que mi padre le asistiera a él y a su familia, ese mismo Erik Dorf firmaba órdenes y establecía procedimientos que habrían de conducir al asesinato de Karl, de mis padres, de mi tío Moses, así como de seis millones de otros seres inocentes.

Parece increíble que sólo hayan, transcurrido siete años desde que aquella pesadilla terminara, desde que fuéramos liberados del sombrío infierno de la Europa nazi. Tamar dice que, en realidad, jamás nos liberaremos de esa tragedia. Hay que referírsela a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. Y también a todos los niños del mundo, En cierta ocasión, Ben-Gurion dijo: Perdonad, pero jamás olvidéis. Aún no estoy preparado para el perdón. Y acaso nunca llegue a estarlo.

I

LA FAMILIA WEISS

El 8 de agosto de 1935 se casó mi hermano mayor, Karl, con una joven católica llamada Inga Helms. Los dos tenían veintiún años.

Recuerdo con toda claridad el ardiente sol estival que caía sobre Berlín. Ni un soplo de aire agitaba las hojas de los álamos y los robles en el hermoso jardín del restaurante «Golden Hart». Este restaurante era famoso por sus instalaciones para comer al aire libre. Blancos enrejados cubiertos de parras, estatuas, fuentes y un denso césped. El banquete de bodas lo celebramos en una zona privada que nos había sido reservada, rodeada de altos setos de un verde oscuro.

Por entonces, yo tenía diecisiete años y mi hermana Anna trece, la benjamina de la casa. La recuerdo vagamente burlándose de mí y yo persiguiéndola, empujándola casi dentro de la fuente. Regresamos junto a la larga mesa cubierta con un mantel de hilo, con sus fruteros, el champaña y los helados, y presidida por la gran tarta nupcial. Nuestra madre nos reprendió cariñosamente.

—Un poco más de formalidad, niños —nos dijo—. ¿Y tu corbata, Rudi? ¿Qué has hecho de ella?

—Hace demasiado calor, mamá.

—Haz el favor de ponértela. Es una ocasión en que hay que respetar las conveniencias.

Aunque reacio, ni qué decir tiene que me la puse. Mi madre sabía imponerse. Siempre conseguía que la obedeciéramos. Cuando éramos pequeños, a veces nos daba unos azotes. Por el contrario, mi padre, el doctor Josef Weiss, era tan cariñoso, tan condescendiente, y se mostraba siempre tan preocupado con sus pacientes que, por lo que puedo recordar, jamás nos censuró o gritó y mucho menos llegó a pegarnos.

Actuaba un acordeonista y recuerdo que tocaba valses de Strauss, alegres canciones del Caballero de la rosa y El murciélago. Pero nadie bailaba y yo sabía por qué.

Eramos judíos, gente ya marcada. Millares de judíos habían abandonado ya Alemania, y los nazis se habían apoderado de sus propiedades. Se habían producido tumultos en las calles, humillaciones y manifestaciones.

Pero nosotros habíamos permanecido allí. Mi madre siempre insistía en que Hitler era «un político más», un advenedizo a quien pronto pondrían en su sitio. Estaba segura de que las cosas mejorarían. Hacía siglos que su familia vivía en el país y se sentía más alemana que cualquiera de aquellos matones que enarbolaban banderas por las calles.

Sin embargo, la incomodidad en el banquete de boda se debía a algo más que a nuestra calidad de judíos. En realidad, las dos familias, los Helms y los Weiss, no se conocían. Los Helms eran más bien gente llana. El padre de Inga era maquinista, un hombre tímido de rostro achatado. Supongo que era una buena persona. Su esposa, una mujer modesta, más bien bonita, del mismo tipo que Inga, de rostro alargado, rubia y ojos azul claro. Inga tenía un hermano más joven, de mi edad aproximadamente. Se llamaba Hans Helms, y le conocía de los partidos de fútbol. Era uno de esos atletas que se crecen fanfarronamente cuando ganan, pero que, en cuanto pierden, se derrumban. En algunas ocasiones habíamos jugado en campos contrarios y siempre le había superado. Al mencionarle los partidos, aseguró que no se acordaba. Era soldado en el Ejército alemán, y aquel día vestía de uniforme.

De repente, Inga besó a mi hermano en la boca, quizás para romper el tenso silencio que reinaba alrededor de la mesa. Mi hermano parecía violento. Karl era un joven moreno, alto y delgado, de mirada pensativa. Había conocido a Inga en la Academia de Arte Comercial, donde trabajaba como secretaria del director. Karl era uno de los estudiantes más destacados.

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