Holocausto (2 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Mi madre creía que Karl se casaba por debajo de su nivel social. Y aquel caluroso día de agosto sintió reforzado su punto de vista ante la humilde familia trabajadora que se sentaba frente a nosotros.

Pero Berta Weiss no contaba con la férrea voluntad de Inga (mi madre también tenía un carácter muy fuerte, pese a lo cual no logró doblegar el amor que Karl sentía por Inga), y en verdad, estaban profunda e intensamente enamorados uno de otro. Creo que Karl consideraba a Inga una joven vigorosa, alegre, con voluntad y decisión, el tipo de mujer que él necesitaba, ya que su carácter era pesimista, preocupándose por todo, absolutamente distinto al de Anna y el mío.

—Bésame otra vez —pidió Inga.

—Todavía no estoy acostumbrado a hacerlo… en público —contestó Karl.

Ella le asió, para besarle, a la vez que apartaba su velo de novia. Estaba encantadora con su vestido de seda y encaje y la pequeña corona de margaritas en la cabeza.

Anna y yo empezamos a aplaudir. Lancé un silbido a través de dos dedos. Aquello pareció relajar la tensión de la familia Helms. Sonrieron tímidamente. Hans Helms me guiñó un ojo… de hombre a hombre.

Por nuestra parte, se sentaban a la mesa mis padres, el hermano pequeño de mi padre, Moses, llegado de Varsovia para asistir a la boda, y mis abuelos maternos, los señores Palitz. Mi abuelo era todo un hombre, con el pelo blanco, la espalda erguida, condecorado por el Kaiser por su heroísmo durante la Primera Guerra Mundial. Tenía una librería, y siempre afirmaba que no temía a los nazis porque Alemania también era su patria.

Sin lugar a dudas, mi madre era la persona más elegante de todos los ahí reunidos. Esbelta, con su traje azul claro, guantes blancos, y un gran sombrero del mismo color. Puso la mano sobre el brazo de mi padre.

—Es tradicional que el padre del novio proponga un brindis, Josef —dijo mi madre.

—¡Ah! sí…, claro.

Papá se puso en pie con lentitud. Su mente parecía encontrarse ausente, como si le preocupara la pérdida de peso de un paciente, algún caso en el hospital o aquella mujer que hacía unas semanas muriera de cáncer. Su práctica había quedado reducida a los pacientes pobres, únicamente judíos, aquellos que no habían tenido la prudencia o el dinero para marcharse. A todos ellos les trataba con igual consideración que hubiera mostrado con un Rothschild.

Mi padre alzó su copa de champaña. Todos nos levantamos, Anna me dio con el codo.

—Me voy a emborrachar, Rudi. Por primera vez.

—Primero te sentirás enferma —le contesté.

—Niños —dijo mi madre con suavidad—. Papá va a brindar.

—Sí, sí —asintió mi padre—. Por la feliz pareja. Por mi nueva hija, Inga Helms Weiss, y mi hijo Karl. Que Dios les conceda larga vida y felicidad.

Intenté iniciar un viva, pero la familia Helms no parecía muy regocijada. El acordeonista atacó otra composición. Se sirvió más champaña. Inga obligó a Karl a que la volviera a besar, con los labios entreabiertos y los ojos entornados por la pasión.

Mi padre alzó de nuevo su copa por nuestra nueva familia política. Luego presentó a mis abuelos maternos, citando por su nombre a cada uno de los miembros de la familia Helms y también presentó a mi tío Moses.

—Ya basta de presentaciones, Josef. Sirve más champaña —dijo mi abuelo—. Estás dando la impresión de que se trata de una conferencia médica.

Algunos rieron.

Sentado junto al señor Helms, había un individuo fornido, que no sonrió. Debajo de su solapa, vi prendida una hakenkreuz, lo que los ingleses y americanos llaman una swastika. Su nombre era Heinz Muller, y trabajaba en la fábrica con el señor Helms. Y cuando presentaron a mi tío Moses, un hombre tímido y sencillo, oí al tal Muller susurrar al padre de Inga:

—¿Oíste eso, Helms? Moses.

Simulé que discutía con Anna y mantuve el oído atento a lo que decía aquel tipo. Preguntó a Hans:

—¿Es que nadie ha tratado de disuadir a tu hermana?

—Claro que sí —repuso Hans Helms—. Pero ya la conoces cuando ha tomado una decisión.

El hermano conocía bien a su hermana. Inga había puestos los ojos en Karl y ahora ya era suyo. Había hecho caso omiso de la oposición de su familia y de la mía, así como del ambiente que por entonces imperaba, y se había casado con Karl, un matrimonio civil, con el fin de no ofender la sensibilidad de nadie. Pese a toda su fortaleza, me impulsaba hacia ella un sentimiento de ternura y compasión. Por ejemplo, estaba muy ligada a Anna y a mí, se interesaba por nuestros deberes escolares, por nuestras aficiones. Había empezado a enseñar a bordar a Anna, y a mí iba a verme jugar al fútbol. A mis padres les trataba con el mayor respeto (he de añadir que mi madre la mantenía a distancia, y así siguió haciéndolo durante algunos años).

Ahora le había llegado el turno al señor Helms de brindar. Se puso en pie, un hombre regordete, con un traje deformado, y brindó por todos nosotros, terminando con un tributo a su hijo Hans, al servicio de «la gloriosa Patria».

Aquello intrigó a mi abuelo, el señor Palitz, cuya mirada se iluminó. Sonrió a Hans.

—¿A qué cuerpo perteneces, hijo?

—Infantería.

—Yo también estuve en Infantería. Capitán en el Regimiento de Ametralladoras número 2. Cruz de Hierro de Primera Clase.

Acarició la insignia que siempre llevaba en la solapa. Era como si estuviese diciéndoles a todos ellos:

«Fíjense. Soy judío y también un buen alemán y tan patriota como cualquiera de los que están aquí». Escuché cómo Muller susurraba a Hans:

—Hoy día no se le permitiría siquiera limpiar una letrina del Ejército.

El abuelo no le oyó, pero se produjo un momento de tensión. Inga sugirió que bailásemos el vals de Cuentos de los bosques de Viena. La gente se puso en pie.

Anna me tiró de la manga.

—Vamos a bailar, Rudi.

—No puedo soportar tu perfume.

—No lo uso. Mi aroma es natural.

Sacándome la lengua, se volvió hacia el tío Moses. Me había levantado para estirar las piernas y escuché que mi padre hablaba con su hermano.

—Sé lo que estás pensando, Moses —decía mi padre como excusándose—. Nada de ceremonia religiosa. No se ha roto el vaso. No pienses mal de nosotros. Los muchachos fueron bar-mitzvahd. Berta y yo seguimos asistiendo a la sinagoga los días de fiesta.

—No tienes por qué excusarte conmigo, Josef.

Anna insistía.

—¡Baila conmigo, tío Moses!

Le arrastró hacia el césped bajo la sombra de los árboles. Aún hoy puedo ver los dibujos que el sol y la sombra hacían sobre los bailarines.

—¿Eres feliz? —preguntó mi padre a mi madre.

—Si Karl es feliz, yo lo soy.

—No me has contestado.

—Es la mejor respuesta que puedo darte.

—Son unas excelentes personas —dijo mi padre—. Y Karl la ama profundamente. Será buena con él. Es una mujer fuerte.

—Ya me he dado cuenta, Josef.

Simulé estar algo más alegre de la cuenta y vagué alrededor de la mesa captando retazos de conversación.

Muller estaba de nuevo al ataque, hablando en voz baja con el señor Helms, Hans y algunos de sus parientes.

—Es una lata que no pudierais hacer que Inga, esperara algunos meses —estaba diciendo Muller—. Los jefes del Partido me han dicho que se están elaborando nuevas leyes. Van a prohibir los matrimonios mixtos. Os hubierais evitado muchos dolores de cabeza.

—Bueno, no son como los otros —arguyó el señor. Helms—. Ya sabes… un médico… y el viejo, un héroe de la guerra…

De repente, Hans Helms sufrió un ataque incontenible de tos. Había estado fumando un puro y parecía a punto de ahogarse.

Mi padre, que estaba bailando con mi madre, la dejó y acudió presuroso junto a Hans. Rápidamente le obligó a… beber una taza de té. Y ante el asombro general, Hans dejó de toser.

—Un viejo remedio —dijo mi padre—. El té contrarresta los efectos de la nicotina. Es algo que aprendí cuando aún estudiaba Medicina.

El grupo de los Helms miró con curiosidad a mi padre. Casi podía leer en sus mentes. Judío. Médico. Inteligente. Cortés.

—¿Qué clase de médico es usted exactamente, doctor Weiss? —preguntó con arrogancia Muller.

—Muy bueno —le grité. Y me contuve para no añadir—: y además, ¡maldito lo que le importa a usted!

—¡Rudi! —me amonestó mi madre—. ¿Qué maneras son ésas?

—Practico la medicina general —repuso mi padre—. Tengo una pequeña clínica particular en Groningstrasse.

Hans se había dejado caer en una silla. Le lloraban los ojos y tenía desabrochado el cuello. Su madre le daba palmaditas en la rubia cabeza.

—¡Pobre Hans! Espero que lo traten bien en el Ejército.

Mi padre intentó hacer una ligera broma.

—Si no lo hacen, ya tienen un médico en la familia. También hago visitas nocturnas.

Inga y Karl seguían bailando, en las nubes, felices. Y también algunas otras parejas. Mi abuelo se sentó frente al joven Helms.

—Supongo que habrá cambiado mucho desde mi época —dijo el abuelo Palitz.

—Eso creo —repuso Hans—. ¿Estuvo en combate? —¿En combate? ¿Corno supone que obtuve mi Cruz de Hierro? Verdún, Chemins des Dames, Metz. Estuve en todos los frentes.

La señora Helms parecía inquieta.

—Roguemos a Dios para que no haya otra guerra.

—Brindo por ello, señora —repuso mi abuelo.

Muller se encontraba sentado junto a Hans. Estudiaba la blanca cabeza de mi abuelo, mientras en sus labios bailaba una vaga sonrisa.

—Me ha parecido entender que su hijo político nació en. Varsovia —declaró de repente—. Y que técnicamente, aún es, ciudadano polaco.

—¿Qué quiere decir?

—Teniendo en cuenta la situación internacional, me preguntaba en qué dirección se inclinaría la lealtad de su familia.

—La política me importa un rebano —afirmó rotundamente el abuelo Palitz.

Mi madre, que le había oído mientras bailaba, acudió rápidamente a la mesa. La música se detuvo un momento. También se acercaron Inga, Karl y mi padre.

—Nosotros no discutimos sobre política —declaró con firmeza mi madre—. Mi marido se considera tan alemán como yo. Aquí es donde ha asistido a la Facultad de Medicina y aquí es donde ejerce como médico.

—No era mi intención ofenderla, señora —afirmó Muller.

De nuevo apareció en sus labios aquella insípida y fría sonrisa. Era una sonrisa que, con el paso de los años, iría encontrando en muchos de ellos. Mirad las fotos de los momentos finales en el ghetto de Varsovia, y podréis observar esa misma sonrisa en los rostros de los conquistadores, de los asesinos de mujeres y niños.

Estudiad las fotografías de las mujeres desnudas alineadas ante las cámaras de Auschwitz, y luego mirad las caras de los guardianes armados. Sonriendo. Siempre algún extraño humor les impulsa a sonreír. ¿Por qué?

¿Acaso es una sonrisa de vergüenza? ¿Tratan de disimular su culpa tras la risa? Lo dudó. Tal vez no sea otra cosa que la esencia de la maldad; una destilación de cuanto es vil y destructivo en el hombre.

Tamar, mi mujer, que es psicóloga, se encoge de hombros cuando le hablo de ello.

—Sonríen porque sonríen —declara con un cinismo de sabra—. Les resulta divertido ver a otros sufrir y morir, Mi padre respaldó la actitud reacia de mi madre a discutir sobre política con Muller o cualquiera de los miembros de la familia Helms. Con sus maneras corteses, manifestó que él sólo entendía de cosas como la gripe y la consolidación de fracturas. La política excedía de su campo.

Pero el abuelo Palitz no era hombre a quien le detuviera una insinuación. Inclinándose sobre la mesa, a la que ya habían acudido las avispas y abejas zumbando alrededor de la fruta y de los helados que comenzaban a derretirse, dirigió su pipa hacia Muller y Helms.

—Hindenburg. Ése sí que era un hombre —dijo el abuelo.

—Sí, realmente fue un patriota —corroboró Muller—. Pero estaba anticuado. Se había quedado rezagado.

—¡Bah! —insistió mi abuelo—. Hoy día necesitamos a algunos como él. Algunos generales honrados. El Ejército expulsaría a toda esa cuadrilla.

Muller entornó los ojos hasta casi cerrarlos.

—Ya sabe a quiénes me refiero. Unos cuantos militares excelentes acabarían con ellos en una tarde.

De nuevo se hizo un silencio embarazoso. Mis padres movían la cabeza. Mamá puso la mano sobre el brazo de su padre.

—Hoy no, papá. Por favor.

Inga acudió al rescate. Dijo con su entonación musical:

—¡Aún no puedo creerlo, Karl! ¡Todos los militaristas están entre tu familia!

Los asistentes se echaron a reír. Mi padre gastó una broma sobre el posible reenganche del abuelo. Los señores Helms, así como su hijo, permanecían silenciosos. Muller empezó a musitar algo al oído del señor Helms, pero de súbito calló.

Inga trató de animar la fiesta.

—¿Por que no cantamos todos? ¿Alguien quiere cantar algo especial?

Hizo una indicación al acordeonista para que se uniera a nosotros. Muy pronto. Inga logró que todos se pusieran en pie formando círculo.

Inga tenía esa facultad, esa cualidad de lograr que se hicieran las cosas influyendo sobre la gente, no de forma imperativa ni desempeñando el papel de mujer dominante, sino por lo alegre y vivaz de su personalidad.

Parecía gozar con cada momento de su vida y tenía la cualidad de transmitir esa alegría a los demás. En cierta ocasión nos llevó a Anna y a mí para pasar el día en el zoológico y jamás disfruté tanto con los animales, andando hasta dolerme los pies, pero feliz de estar con ella y con Karl. Y lo extraño era que no se trataba de una joven culta, pues la escuela de comercio constituía el máximo de sus estudios, y tampoco se mostraba efusiva, escandalosa o turbulenta. Sencillamente, estaba despierta, amaba la vida y hacía que uno sintiera lo mismo.

—¿Conoce usted Lorelei? —preguntó mi madre.

El acordeonista bajó la cabeza.

—Lo siento señora. Pero Heine…

—¿Está prohibido Heine? —inquirió mi madre con incredulidad.

—Verá, el departamento de música del Partido dice…

—Por favor —insistió mi madre.

—Adelante —dijo Inga. Besó al músico en la frente—. Debe tocarla en honor de la novia. Me encanta.

El acordeonista empezó a tocar. Karl rodeó con el brazo a Inga, ésta, a su vez, a mi padre, y así sucesivamente. Pero la familia Helms, aun cuando unió sus voces a las nuestras, parecía ligeramente apartada de nosotros. La vieja melodía, el viejo estribillo, vibró en el caluroso aire estival.

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