Holocausto (16 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Aun llevando una vida amarga y solitaria, averigüé que el reto diario de la supervivencia, el ineludible juego del ingenio, me proporcionaba energía para seguir adelante. Fue como un partido de fútbol: esos momentos tensos cuando todo depende del movimiento justo en el instante oportuno…, una finta, un pase, regateando al adversario o eludiendo sus pies.

Al pasar por una calle en el antiguo barrio judío de Praga, me detuve ante un portal para observar a los judíos de la ciudad. Me recordaron a nuestros vecinos berlineses…, clase media educada, tímidos e inquietos, sin presentir siquiera los martillazos que se descargarían pronto sobre ellos.

Dos policías checos estaban colocando bandos en la puerta de una sinagoga. Por su actitud se diría que estaban disculpándose…, o así me lo pareció. Los checos no habían sido jamás unos antisemitas violentos, por lo menos en Praga. Según decía mi padre eran un pueblo acomodadizo y genial.

Pero esos bandos, impuestos por los nazis, no eran acomodadizos ni geniales. Representaban una vez más a Alemania.

Un anciano se destacó de la multitud y, ante el desagrado general, leyó los bandos.

—«No se imprimirán más vales de ropa para los judíos» —leyó en voz alta—. «Todo judío no inscrito en el Consejo Judío deberá hacerlo con la mayor prontitud so pena de recibir un severo castigo. Se prohíbe la venta de baúles, mochilas y maletas a los judíos». El anciano se volvió hacia la gente.

—¡Ja! ¡Equipaje! ¿A dónde vamos? ¿Quizás a América? Otro reanudó la lectura:

—«Ningún judío podrá llevar maletas, baúles o mochilas sin autorización previa de la Policía, más el correspondiente permiso especial». Y así sucesivamente. Los preliminares habituales. Precediendo a arrestos, detenciones provisionales y Dios sabía cuántas cosas más.

Los policías dieron media vuelta. Yo fui algo lento al retroceder en el portal. Uno de ellos me vio la mochila.

Empecé a caminar con aire despreocupado y ambos me siguieron.

—¡Eh! —me gritó uno—. ¿No ha oído las órdenes? ¿Qué hace con esa mochila?

Yo balbuceé fingiendo no saber nada de las órdenes. Sería muy arriesgado mostrarles mi documentación falsificada. ¿Qué pintaba un jornalero alemán en Praga?

Intenté parecer estúpido y gesticulé con ambas manos. Me empujaron hacia un pequeño establecimiento. Era una tienda de maletas y objetos de cuero bastante deslucida y sórdida. Mientras uno sacaba un bloc, el otro me observó con ojos entornados.

—Denos esa mochila.

Vacilé. Quizás hubiese cometido un error al venir a una ciudad extraña. Hasta entonces había sobrevivido sin grandes dificultades ocultándome en la campiña, fundiéndome literalmente con árboles y florestas, prados y establos.

Una joven apareció tras la puerta acristalada del establecimiento. Me miró, se percató de mi apuro y salió.

—No, él no les entregará esa mochila —dijo—. Me la dará a mí.

—¿A usted, señorita Slomova? —inquirió estupefacto un policía.

—Sí, yo se la vendí, y estoy esperando todavía el pago. ¡Vamos, démela! Si ustedes se la quitan o le arrestan, no veré jamás mi dinero.

Era una muchacha muy bonita de pequeña estatura, facciones delicadas y pelo endrino. Y los ojos castaños más oscuros que jamás había visto. Además, la chica mintió muy bien, lo cual era una cualidad muy provechosa, como me sería posible comprobar.

—¿Le vendió usted esta porquería? —preguntó un guardia.

—Era nueva cuando se la vendí. Estoy furiosa con él. —Me lanzó una mirada iracunda—. No intente escabullirse. Usted sabe muy bien que eso es mío y que me lo adeuda. ¡Cómo si las cosas no estuvieran ya bastante mal aquí!

Los guardias checos cambiaron una mirada. Evidentemente, eran policías locales y conocían a aquella preciosidad… —¿Qué opinas? —preguntó uno de ellos a su compañero.

—Es demasiado bonita para enzarzarnos en discusiones. Si ella lo dice, la creo. —Y apuntándome con un dedo me agregó—: Pero usted espabílese. Si los alemanes le sorprenden violando sus reglas no durará mucho por estos contornos.

La muchacha abrió la puerta y yo entré. Verdaderamente, me impresionó su descaro, su aplomo, lo cual había servido, por añadidura, para salvarme el cuello. Se mantuvo vigilante hasta que los policías se alejaron lo suficiente calle abajo, y entonces me envió prácticamente a empellones hacia el interior. Allí había una chica digna de admiración, capaz de conquistar mi corazón. Me sentí profundamente agradecido a aquella joven tan valiente y serena.

—¡Aprisa! —dijo—. ¡A la trastienda!

Escudriñó por segunda vez aquella calle fría y tenebrosa. Más personas se iban aglomerando alrededor del edicto. Todo eran murmullos y algunas mujeres lloraban.

En la trastienda, detrás de una cortina, había una mesa, varias sillas vetustas y un fogón de gas donde hervía té. Aspiré con deleite aquel olor. Mi dieta de zanahorias casi podridas y pan rancio me había debilitado. Y soy propenso a los mareos.

—Siéntese —me ordenó la joven.

—¿Por qué hizo eso? —pregunté.

—Usted estaba en apuros. Además no es checo. No estoy segura de saber lo que es.

—Soy alemán —hice una pausa. ¡Qué diablos! Eso había quedado atrás—. Soy judío.

—¿En Praga?

—Estoy huyendo. Desde hace mucho tiempo.

Miré a la pared. Allí había un viejo calendario con la fotografía de un paisaje marino, una playa arenosa.

—Palestina —dijo ella—… ¡Cuánto me gustaría estar allí!

—¿También es usted judía?

La muchacha asintió.

—¿Y quién no lo es aquí? Éste es el famoso ghetto de Praga. Lo que queda de él. Los ricos se han marchado y los pobres se han desvanecido.

Mi cabeza empezó a desvariar, temí desmayarme de hambre y debilidad. Ella se arrodilló ante mí y me cogió las manos.

—Me llamo Helena Slomova. Estoy sola. Mis padres fueron detenidos hace dos meses. Ellos dijeron que papá era un agente sionista. No sé dónde están ahora.

—Yo soy Rudi Weiss. —Era la primera vez en un año que me atrevía a pronunciar mi verdadero nombre.

—¡Qué pálido está usted. Dios mío! Tome un poco de té.

Me ofreció un tazón caliente disculpándose por la falta de azúcar y leche. Dejé que su calor se extendiera por mis manos y brazos mientras la joven me miraba fijamente con sus ojos oscuros y luminosos. Me pregunté cómo podría haber gente capaz de atormentar a una chica semejante, de causarle tanto dolor y sufrimiento.

Luego ella cogió la taza y me frotó las manos.

—Hace mucho tiempo que no toco las manos de una mujer —dije—. He estado demasiado ocupado escondiéndome y corriendo.

—¿Qué hará usted ahora?

Sacudí la cabeza con gesto dubitativo. Me sentía exhausto. Quizá no hubiera ya escondite alguno, quizá se hubiera sellado ya el destino de los judíos, rechazados por doquier, inseguros en todas partes.

De repente, al contemplar aquel rostro menudo y perfecto, me incline y la besé. Ella abrió la boca; nuestros labios permanecieron unidos durante largo rato, Luego me acarició la frente. —Lo siento —murmuré—. No debiera haberlo hecho. Pero ¡eres una chica tan maravillosa, tan bonita y valiente!

—No tiene importancia. Me ha gustado. Yo me siento también sola. Lloro cada noche preguntándome qué será de mi madre y de mi padre.

—Tal vez se encuentren bien. Según he oído decir, están enviando judíos a Polonia para que establezcan allí sus propias ciudades. Mi padre está allí…, es médico en Varsovia.

Ella me enseñó fotografías de sus padres…, unos sencillos tenderos, si bien la madre tenía el mismo rostro delicado y los mismos ojos oscuros de Helena.

—Se proponían ir a Palestina, a buscar pasaje. Pero esperaron demasiado tiempo.

Nos sentamos y charlamos. No pude evitar que mis brazos la acariciaran con ternura…, brazos y cara. Apenas nos conocíamos. Pero ella no se opuso. Aun siendo casi una niña, tenía tenacidad, asombrosa fortaleza. Y además era bella…, incluso con su bata blanca de vendedora.

Le conté algunas cosas sobre mi familia, le expliqué algo sobre mi huida y vagabundeo. Supongo que incluso me jacté un poco de mis facultades atléticas. Luego, intuyendo su receptividad, viéndola satisfecha por haberme salvado, la atraje hacia mí. Ella se me sentó en las rodillas…, tan ágil y minúscula que casi pareció ingrávida. Pero la suavidad de sus brazos, sus caderas me enardecieron. Fue una pasión que disimulé a duras penas.

—Me das demasiada confianza —dije—. He aprendido a no confiar en nadie.

—Pareces honrado, Rudi. He creído todo cuanto me contaste.

—No me refiero a eso. Yo podría…, tal vez intentara… Ella me puso un dedo en los labios.

¿Qué me estaba ocurriendo? Respiraba como si hubiese acabado de correr los 200 metros lisos. ¡Hacía tanto tiempo que no se me acercaba así una mujer! Lo cierto era que me faltaba bastante experiencia al respecto.

Ella se mostraba más desenvuelta que yo.

Mientras me acariciaba la nuca y frotaba su mejilla contra la mía, me refirió el sueño de sus padres, un hogar en Palestina, me habló del hombre que lo organizaba todo, un tal Herzl, promotor de la lenta migración judía hacia aquella tierra reseca en los confines de Asia. Todo ello se me antojó tan extraño y exótico que quizás hiciera un gesto dubitativo o se me escapara una sonrisa condescendiente.

—¿Qué tiene eso de gracioso? —preguntó Helena.

—No lo sé exactamente. Cuando pienso en sionistas, me imagino esos vejestorios barbudos… o unos pilluelos pidiendo algunos centavos en las esquinas. No chicas tan bonitas como tú.

—¡Ah, eres alemán! Muy alemán.

—Ya no.

Nos besamos otra vez y estuvimos abrazados durante un momento. Entonces sonó el timbre de la puerta.

Helena se levantó y atravesó la cortina.

Oí una voz masculina. Otro tendero le avisaba que bajara el cierre, pues la Gestapo, descontenta con la desidia de los policías municipales, había emprendido su propia investigación para asegurarse de que se cumplían las nuevas ordenanzas.

Oí cómo echaba el cerrojo de la entrada y apagaba las luces. En la trastienda me cogió la mano.

—Vendrás a casa conmigo —dijo.

Le referí más cosas sobre mi familia, personas que ahora me parecían casi extraños. Una vez había escrito a mi madre, pero sin tener el atrevimiento de darle una dirección. Le hablé de mi niñez, de mi fatigado padre, un hombre quien, pese al excesivo trabajo, nunca perdía la paciencia ni la serenidad. Mencioné a Karl e Inga.

Y Anna. Y mi madre, tan bella, tan inteligente y con tanta potestad sobre nuestro hogar. Le describí incluso el piano «Bechstein». Y aseguré que sólo regresaría si pudiera salvarlos, que había tomado la determinación de oponer resistencia y seguir huyendo.

Hablamos, comimos un poco y luego hicimos el amor con tanta naturalidad como si nos conociéramos desde muchos años atrás.

Tenía experiencias anteriores, algo desmañadas…, trato sexual presuroso e insensato. Y Helena era virgen.

Sólo tenía diecinueve años. Pero nuestros cuerpos se fundieron aquella noche como si estuviésemos predestinados a ser marido y mujer, como si Dios hubiese dispuesto nuestra unión. Ella se recostó en la curvatura de mi brazo, una chiquilla dulce, de piel muy blanca y pelo castaño oscuro. Por el contrario, mis músculos se habían endurecido, y el trabajo había dado aspereza a mis manos.

—Rudi, abrázame…, no apartes ni un instante tus brazos.

—Te arañaré con estas malditas manos…

—No me importa.

—Y todo por culpa de esa endiablada mochila —dije—. Jamás me libraré de ella.

Ella se sentó en la cama y me sonrió.

—Tampoco te librarás jamás de mí.

Le pregunté si tenía novio o algún pariente que pudiera descubrirnos.

Helena sacudió la cabeza negativamente: nadie.

—Aunque los hubiera no me importaría —declaró—. Yo era antes una pequeña colegiala muy pulcra. Blusa y falda plisada, lecciones… Ahora intento vivir al día.

Le besé el pelo, la frente, los ojos.

—Helena Slomova. Mi salvadora en una tienda de maletas.

—Tuvimos suerte de que esos policías checos se mostraran tan abúlicos —replicó Helena—. Y coqueteé un poco con ellos. Ambos me conocen y saben quién es mi familia.

Me levanté inquieto de la cama. ¿A dónde ir? ¿Qué hacer ahora? Sabía que las cosas empeorarían, había visto desvanecerse comunidades judías enteras en varias ciudades alemanas. Y algún día los germanos empezarían a vaciar Checoslovaquia; todo era cuestión de tiempo.

—¿Qué piensas hacer ahora? —pregunté.

—No lo sé. Estoy asustada. En este momento no tanto, porque estás conmigo. Pero…

—Helena, yo seguiré a tu lado. Aunque no aquí.

Ella se incorporó cubriéndose con sábana y manta hasta el cuello, pues el pequeño dormitorio era un verdadero congelador.

—Aún quedan medios para salir de aquí —proseguí—. A través de Hungría y Yugoslavia. También hay barcos que pueden llevarte a Palestina si tienes dinero para pagarlo.

Ambos nos reímos… porque éramos indigentes y no teníamos la menor esperanza de adquirir pasajes.

Además, había fronteras que cruzar, guardias que eludir, por no mencionar los miembros de la SS y los fascistas locales dedicados a la búsqueda de personas como nosotros.

—Vendrás conmigo —decidí.

—¿Sin dinero? ¿Sin documentación?

—Yo he llegado así hasta aquí.

—Pero tú viajas solo. Yo únicamente seré un impedimento para ti.

La abracé otra vez.

—Una dieta de nabos crudos te devolverá la salud. —Luego hundí la cabeza entre sus senos y la besé hasta saciarme—. Lo peor del mundo es estar solo. Yo intento hacerme el fuerte, pero estoy también asustado. He perdido mi familia. Tengo el presentimiento de que no los veré nunca más. Necesito a alguien cerca de mí, en la noche. Un cuerpo cálido, femenino, que me abrace cuando lo toque. Cuando todo sea oscuridad y frío.

—¡Oh, Rudi! Yo necesito también a alguien.

—Dormirás en heniles. Robarás a los granjeros.

Ella sonrió.

—No será una auténtica luna de miel.

Mucho peor será el permanecer aquí y dejarles que nos apresen. Ellos no dan lugar a la esperanza. Sólo saben mentir. No tienen caridad ni misericordia. Quieren librarse de todos nosotros… como sea.

Nuevamente nos abrazamos, luego hicimos otra vez el amor y fuimos felices.

—¿Conoces la historia de Ruth en la Biblia? —preguntó ella.

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