Holocausto (52 page)

Read Holocausto Online

Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Eva recuerda a las madres acurrucadas con sus hijos. Ahora ya la gente lloraba. Un anciano empezó a orar.

Anelevitz se puso en pie.

—Todo ha terminado —declaró con calma.

Zalman se colocó junto a él.

—¿Las cápsulas?

—No hay bastante para todos.

—Acaso algunos quieran huir, probar suerte en el exterior.

Anelevitz asintió.

—Son libres de hacerlo.

La gente tosía. Además, la artillería cañoneaba los espesos muros encima del fortín. Se estremeció la larga y angosta habitación. El fin estaba próximo.

El tío Moses se dirigió a un grupo de gente.

—A quienes quieran irse… yo les conduciré.

—Y yo a los demás —ofreció Eva Lubin.

Aarón y algunos otros decidieron seguir a Moses por una de las salidas secretas. Eva tomaría otro subterráneo que conducía a una alcantarilla vieja, en desuso, que conducía más allá de las murallas.

Moses abrazó a Zalman y Anelevitz.

—Adiós, amigos míos.

Zalman estrechó la mano de mi tío.

—Adiós, Weiss. En realidad, no hemos podido llegar a conocernos demasiado bien…

—La próxima vez, Zalman.

—Naturalmente.

Alguien empezó a entonar canciones del ghetto. Luego, todos cantaron Hatikvah, el himno sionista.

Detrás de Moses se formó una columna y otra siguió a Eva.

—Mi nombre es el adecuado —declaró mi tío—, pero me temo que no podré conduciros a la tierra prometida. Permaneced alineados. Tú, Aarón, cierra la fila. Actuemos con dignidad y valor.

Se puso en marcha. Eva lo hizo en otra dirección.

Los hombres de la SS les estaban esperando. Quizás hayan visto aquella conocida fotografía: los judíos desarmados, macilentos, emergiendo de un agujero entre los escombros, mientras aquellos soldados sonrientes les vigilaban apuntándoles con sus fusiles.

Abajo, en el fortín, Anelevitz y muchos otros decidieron quitarse la vida como los héroes de Masada.

—No se os hará ningún daño —les tranquilizó un teniente alemán—. Se trata sólo de un registro. Todos de cara a la pared, con las manos en alto.

Se volvieron. Moses, Aarón, todos sus amigos de la Resistencia.

—Vamos, hijos míos —aconsejó el tío Moses—, cójamonos las manos y oremos. ¿Quiere empezar alguno de vosotros, por favor? Yo estoy algo enmohecido.

Cogió con una mano la de Aarón y con la otra la de una anciana. El anciano de la barba que veinte días antes presidiera el seder, empezó el Shema.

Shema Israel Adonai Elohenu, Adonai Ehud… Continuaron orando, reafirmando su fe hasta que los soldados abrieron fuego. Todos murieron.

El grupo de Eva Lubin tuvo más suerte. Durante treinta horas vagó por las alcantarillas de Varsovia. Una mañana escucharon sobre sus cabezas una explosión, vieron la luz del día y emergieron en las afueras de la ciudad.

Habían establecido contacto con un grupo de guerrilleros judíos. Un camión estaba esperando. El puñado de personas que sobrevivió al levantamiento del ghetto de Varsovia fueron conducidas al bosque. En la ciudad propiamente dicha, la resistencia había llegado a su fin.

DIARIO DE ERIK DORF.

Auschwitz Agosto de 1943.

Cada día que pasa me encuentro más alejado de Berlín.

Jamás he visto a nuestros funcionarios, en especial a Kaltenbrunner y Eichmann, más decididos a que el trabajo se lleve a buen término. Y me pregunto por qué. Es tan sólo cuestión de tiempo el que perdamos la guerra. El otro día fue detenido Mussolini. Han invadido Sicilia. Nuestra última ofensiva en Rusia ha fracasado. Incluso existe un estremecedor informe estableciendo que fuerzas guerrilleras del Ejército Rojo, bastante numerosas, han penetrado por el frente cárpato, unos ochocientos kilómetros por detrás de nuestras propias líneas.

Hoy me encuentro en Auschwitz, comprobando con Hoess si son suficientes las existencias de Zyklon B, si las expediciones de Eichmann llegan a tiempo.

La carga sobre Auschwitz y los demás campos de exterminio —resulta extraño cómo he logrado endurecerme hasta el punto de utilizar semejante palabra— se va a hacer más dura. Ahora que Varsovia ha sido liquidada, Himmler ha ordenado la inmediata destrucción de todos los ghettos polacos. Eso significa una cosa; más trabajo para nosotros.

Debo anotar el hecho de que algunos europeos no están de acuerdo con nuestros planes. Por ejemplo, los búlgaros, un pueblo eslavo por el que no siento el menor respeto, nos han desafiado, dispersando y ocultando a sus judíos. Y los italianos siguen mostrándose difíciles, negándose a cooperar, enviando a los judíos a conventos y monasterios, y tambien escondiéndolos en el campo.

Lo que me inquieta es que cada vez que nuestras unidades se ven así desafiadas, se muestran más o menos complacientes y dedican su atención a otros asuntos.

De cualquier forma, aquella calurosa tarde acababa de cenar en el comedor de oficiales en Auschwitz.

Eichmann y Hocss se encontraban presentes. Se mostraban como siempre fríos, dedicados a su tarea, desbordantes de nuevos planes. El río empezaba ya a rebosar de cenizas. Ahora, el producto de los hornos se arrojaba ya a un terreno situado a cierta distancia del campo.

Mirando de reojo, vi a mi tío Kurt entrar en el comedor. Rehuyó mi mirada, eligió un lugar apartado y se sentó en silencio, fumando su pipa. Desde aquella escena en su oficina, en que se atrevió a ponerme encima las manos con violencia, no hemos cambiado ni una palabra.

Estaba a mitad de la lectura de una carta de Marta cuando me sobresalté.

—¿Algo va mal? —preguntó Eichmann.

—¡Dios mío! —exclamé—. Han bombardeado nuestra calle.

Eichmann comentó que los ingleses y los norteamericanos eran unos auténticos bárbaros, sin el menor respeto por la vida humana, la cultura de las ciudades. Hoess añadió que Churchill era un salvaje al descargar los explosivos de sus bombarderos sobre civiles inocentes.

En su carta, Marta me aseguraba que tanto ella como los niños estaban bien y a salvo en el refugio, durante la incursión aérea. El apartamento había sufrido algunos daños. Nuestro hermoso piano quedó rayado al caerle encima algunos escombros.

Aún había otra noticia en la carta de Marta. El padre Lichtenberg, el molesto sacerdote que se negara a aceptar mi consejo con referencia a sus sermones sobre los judíos, había muerto en Dachau. Se desconocían las circunstancias. Sentí lástima por él. Sencillamente, fue incapaz de comprender la necesidad de nadar en favor de la corriente, de aceptar lo inevitable. Mencioné la muerte de Lichtenberg a Eichmann y Hoess. No demostraron el menor interés. Y ¿por qué habían de tenerlo? ¿Qué significa un muerto más, sacerdote o laico, alemán o polaco? Lo realmente importante es librar a Europa de judíos. Todos lo sabemos. Todos comprendemos la urgencia de nuestra misión. El Führer nos ha enseñado que esta campaña de exterminio es central y vital frente a cualquier otra cosa. Es el fulcro, la palanca, el núcleo de nuestro movimiento. No se trata meramente de un medio o un fin sino, de manera simultánea, los medios y el fin para una Europa racialmente pura, gobernada por aristócratas nórdicos.

Eichmann arrojó el tenedor y el cuchillo. Se negó a terminar su chuleta.

—El hedor de esas chimeneas es realmente repugnante, Hoess. Cada día que pasa es peor. ¿Cómo es posible que un hombre disfrute de su comida en este lugar?

El apetito de Hoess no se vio afectado en modo alguno. Apuró su cerveza checa y se metió entre pecho y espalda su schnitzel.

—No puede evitarse, Eichmann. Todavía seguimos sometiendo a transformación doce mil al día, la producción máxima en cualquier campo. He oído que Theresienstadt también está en proceso de liquidación.

Pronto Rumania y Hungría nos enviarán también a sus judíos. No son suficientes los cuarenta y seis hornos.

—Todos tenemos nuestros problemas, Hoess, Aún sigo discutiendo con el Ejército para conseguir trenes. Los malditos insisten en que los necesitan todos para sus tropas en Rusia. ¿Qué es lo primero?, les pregunté…

¿Rusia o librarse de los judíos? No supieron contestarme. Conocen las órdenes del jefe.

Al ir subiendo de tono las voces de Eichmann y Hoess, se me ocurrió que mi tío Kurt lo estaba escuchando todo. No había comido nada, se limitaba a fumar bebiendo entretanto su café, con el rostro sombrío, tomando nota de toda la conversación.

De repente se levantó, dejó con fuerza algunos marcos sobre la mesa y pasó junto a nosotros. Al hacerlo, me dirigió una mirada cargada de una repugnancia y un odio de los que nunca le creí capaz. Luego salió, De nuevo vi en los ojos de tío Kurt el mismo reproche, la misma ira que en los de mi padre cuando yo era niño.

¿Se dan cuenta los adultos del daño que infligen a los niños con su desaprobación?

Sentí la necesidad de dar a mi tío una lección, de apabullar esa superioridad moral de que hacía alarde ante mí, esa consciencia con la que él mismo se había investido. Pregunté a Hoess cuál era la política a seguir con la utilización de judíos como trabajadores. Me contestó que la misma de siempre, pero más «urgente». O sea, que no sólo habían de agotarse trabajando hasta quedar preparados para «el trato especial», sino que, siempre que fuera posible, había que sustituirlos por polacos y rusos, incluso cuando demostraban encontrarse lo bastante fuertes para realizar el trabajo.

—Me han dicho que aún quedan varios centenares de judíos trabajando en las carreteras —declaré—, y he visto montones de cristianos disponibles para sustituirlos.

—Entonces han de se remplazados. No puedo ocuparme de todo, Dorf.

Insistió. Ahora, todo judío que se encuentre en Auschwitz y todo aquel que vaya llegando estaba marcado para tratamiento especial. Ya no contaba la habilidad, ni la fortaleza, ni los privilegios.

Tomé nota mentalmente de enviar a Hoess un informe por escrito sobre los judíos del tío Kurt.

RELATO DE RUDI WEISS.

En algún momento de agosto de 1943, el golpe sé descargó sobre mí padre. No me ha sido posible concretar la fecha, A mediados de dicho mes, un día él y su amigo Max Lowy, que había permanecido a su lado en Berlín y Varsovia y durante todo su calvario, fueron conducidos de manera sumada desde su trabajo a las cámaras de gas.

Papá, Lowy y un tercer hombre, que sobrevivió y me contó lo ocurrido, se encontraban trabajando con una máquina niveladora del terreno. El tercer hombre se había enterado de las noticias por un recién llegado… el ghetto de Varsovia se había sublevado. Muchos alemanes habían muerto. Tuvieron que recurrir a tanques, aviones y artillería para someter a los combatientes judíos. Los dos le preguntaron si estaba implicado alguno de nuestros amigos; pero el recién llegado sabía muy poco. Habían sofocado la resistencia, pero, para hacerlo, los alemanes necesitaron siete mil hombres.

Mientras hablaban, observaron que un sargento de la SS se acercaba a Kurt Dorf y le entregaba una hoja de órdenes. Siguió una discusión. Pero Dorf, al ser un civil, poseía tan sólo una autoridad limitada. Escucharon con claridad las palabras del sargento.

—El equipo ha de ser sustituido, Entonces aparecieron media docena de hombres de la SS.

Se ordenó a los judíos que trabajaban para Kurt Dorf que formaran en columna de a dos. Y se les dijo que iban a ser sometidos a despiojamiento, a fumigación. Se temía un nuevo brote de tifus.

Hubo una pausa. Luego los hombres fueron reuniéndose. Algunos comenzaron a gemir. Uno de ellos cayó de rodillas, abrazándose a las botas del sargento de la SS.

—No debería hacerlo —comentó mi padre—. AI menos, conservemos nuestra dignidad y orgullo.

Lowy tragó con dificultad.

—Supongo que todo ha terminado, doc.

—Sí, Tú y yo hemos recorrido juntos un largo camino.

—No se ha tratado precisamente de vacaciones, doc.

Les hicieron ponerse en marcha en dirección al edificio de cemento, a las lejanas chimeneas.

—Has sido un buen amigo, Lowy —declaró mi padre—. Y debo añadir que un paciente excelente. Siempre pagaste tus facturas a su debido tiempo y nunca te quejaste.

Lowy trató de contener las lágrimas. Miró a los guardias.

—¿Por qué no les atacamos… doc? Vamos a morir de todas formas. Llevémonos a algunos por delante. ¿Qué mal hay en ello?

—«Durante toda nuestra vida se nos ha enseñado a no hacerlo».

Atravesaron el pavimento caliente y polvoriento de la carretera que habían ayudado a construir. Se volvieron una sola vez. El ingeniero permanecía allí en pie, con los brazos cruzados, observándoles.

—Dame la mano, Lowy —pidió papá.

—Me siento como un chiquillo durante su primer día de escuela.

Mi padre trató de bromear para calmar el terror.

—¿Hiciste que te examinaran alguna vez la vesícula, Lowy? Te lo he estado advirtiendo durante años, desde el primer día que acudiste a mi consultorio en Groningstrasse.

—Tal vez lo hubiese hecho en el otoño.

Siguieron andando. Los hombres tropezaban. Estaban enterados.

—Una manera infernal de morir para un hombre —musitó Lowy.

Alguien dijo a sus espaldas.

—Tal vez sea como ellos dicen… sólo para despiojamiento.

Lowy asintió.

—Sí, despiojamiento. —Luego se miró las nudosas manos, las manos de un impresor—. Maldición, aún tengo las uñas negras, doc Bueno, es posible que los panfletos sirvieran de ayuda.

—Puedes estar seguro —respondió papá.

Algunas horas después, murieron en las cámaras de gas junto a otros dos mil.

En setiembre llegó a oídos del tío Sasha que se esperaba el paso de un tren cargado de pilotos de la Luftwaffe por una vía férrea enclavada no lejos de nuestro más reciente campamento. Decidió intentar volar las vías y tenderles una emboscada.

Para entonces, ya habíamos realizado una docena de incursiones contra la milicia ucraniana y los alemanes, y teníamos la impresión de que aquélla sería nuestra hazaña más importante. Habíamos perdido hombres, pero el campamento familiar había permanecido intacto bajo su firme liderato. Teníamos más armas que nunca, más comida. Era asombroso la forma en que los granjeros locales habían aprendido a respetarnos al vernos armados y desafiantes.

Helena insistía en acompañarnos. Había tomado parte en varias incursiones, contra mi voluntad, pero me sentía especialmente preocupado por su presencia en esta última, Era demasiado peligrosa. Los trenes siempre iban fuertemente armados, con ametralladoras delante y detrás.

Other books

Scraps of Heaven by Arnold Zable
Hit and Run by Doug Johnstone
The Seduction Game by Maltezos, Anastasia
Date With the Devil by Don Lasseter
Moroccan Traffic by Dorothy Dunnett
The First Dragoneer by M. R. Mathias
The Revival by Chris Weitz