Durante bastante tiempo había manifestado a todo el mundo que me proponía abandonar el POUM. De acuerdo con mis preferencias puramente personales, me hubiera gustado unirme a los anarquistas. Si uno se convertía en miembro de la CNT, era posible ingresar en la milicia de la FAI, pero me dijeron que, en ese caso, probablemente, me enviarían a Teruel y no a Madrid. Si deseaba ir a Madrid, debía ingresar en la Columna Internacional, lo cual implicaba la necesidad de obtener una recomendación del Partido Comunista. Me encontré con un amigo comunista, agregado a la Ayuda Médica Española, y le expliqué mi situación. Pareció muy deseoso de reclutarme y me pidió que convenciera a algunos de los ingleses del ILP de que siguieran mis pasos. De haber sido mejor mi salud, probablemente hubiera aceptado en ese momento. Resulta difícil imaginar ahora qué efectos hubiera tenido más tarde tal decisión Probablemente me habrían enviado a Albacete antes de que comenzaran los enfrentamientos en Barcelona, en cuyo caso, al no haberla presenciado, podría haber aceptado como verídica la versión oficial. Por otro lado, si hubiera estado bajo órdenes comunistas durante la lucha de Barcelona, mi lealtad personal hacia los camaradas del POUM me habría colocado en una situación insostenible. Pero me quedaba otra semana de permiso y estaba impaciente por recuperar mi salud antes de regresar al frente. Asimismo —y éste es el tipo de circunstancia que siempre decide el propio destino—, tuve que esperar hasta que el zapatero me hiciera un nuevo par de botas. (Todo el ejército español no había logrado proporcionarme unas botas que fueran lo bastante grandes y cómodas para mí.) Le dije a mi amigo comunista que tomaría mi decisión final más adelante. Mientras tanto quería descansar. Incluso tenía la idea de irme con mi esposa a la costa por dos o tres días. ¡Vaya una idea! La atmósfera política tendría que haberme advertido de que eso era precisamente lo que no se podía hacer esos días.
Por debajo del lujo y de la creciente pobreza, de la aparente alegría de las calles con puestos de flores, banderas multicolores, carteles de propaganda y abigarradas multitudes, la ciudad respiraba el clima inconfundible de la rivalidad y el odio políticos. Personas de todas las opiniones posibles decían en tono premonitorio: «Pronto tendremos dificultades». El peligro era muy simple y comprensible. Se trataba del antagonismo entre quienes querían que la revolución siguiera adelante y los que deseaban frenarla o impedirla, es decir; entre anarquistas y comunistas. Desde el punto de vista político, en Cataluña no existía otro poder que el PSUC y sus aliados liberales. Pero a él se oponía la fuerza incierta de la CNT, no tan bien armada y menos segura en cuanto a sus metas, pero poderosa a causa del número y de su predominio en varias industrias claves. Dada esta relación de fuerzas, el choque era inevitable. Desde el punto de vista de la Generalitat, controlada por el PSUC, el primer paso necesario para asegurar su posición consistía en despojar de sus armas a la CNT. Como ya señalé antes
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, la disolución de las milicias partidistas era, en el fondo, una maniobra tendente a este fin. Al mismo tiempo, las fuerzas policiales anteriores a la guerra, la Guardia Civil y otras, habían sido reimplantadas y eran reforzadas y armadas intensamente. Eso sólo podía significar una cosa. Los guardias civiles, en especial, constituían una gendarmería del tipo corriente, y durante casi un siglo, habían actuado como guardianes de las clases pudientes. Entretanto, se publicó un decreto según el cual todos los particulares que poseían armas debían entregarlas. Naturalmente, fue desobedecido. Resultaba claro que las armas de los anarquistas sólo podrían obtenerse por la fuerza. Durante este período hubo rumores, siempre vagos y contradictorios debido a la censura periodística, sobre choques que se producían en toda Cataluña. En diversos lugares, las fuerzas policiales armadas atacaron baluartes anarquistas. En Puigcerdá, junto a la frontera francesa, un grupo de carabineros intentó apoderarse de la aduana, controlada por los anarquistas, y Antonio Martín, un conocido anarquista, resultó muerto
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. Incidentes similares ocurrieron en Figueras y, según creo, en Tarragona. En los suburbios obreros de Barcelona se produjeron toda una serie de choques más o menos espontáneos. Miembros de la CNT y de la UGT venían matándose unos a otros desde hacía algún tiempo; en ciertas ocasiones, los crímenes se vieron seguidos por gigantescos funerales provocativos, cuya finalidad deliberada era despertar odios políticos. Poco tiempo antes, un miembro de la CNT había sido asesinado, y ésta había movilizado a centenares de miles de sus afiliados en el cortejo fúnebre. Hacia finales de abril, cuando yo acababa de llegar a Barcelona, Roldán Cortada, miembro prominente de la UGT, fue asesinado, según se cree, por alguien de la CNT. El gobierno ordenó que todos los comercios cerraran y organizó una enorme procesión fúnebre, constituida en su mayor parte por tropas del Ejército Popular y tan larga que se necesitaron dos horas para que pasara por un punto dado. Desde la ventana del hotel la observé sin mayor entusiasmo; era evidente que ese supuesto funeral era un mero despliegue de fuerzas. Si los hechos se agudizaban un poco más se llegaría al derramamiento de sangre. Esa misma noche mi esposa y yo nos despertamos debido a una serie de disparos procedentes de la Plaza de Cataluña, situada a unos cien o doscientos metros. Al día siguiente supimos que habían matado a un miembro de la CNT y que el asesino probablemente pertenecía a la UGT. Desde luego, era muy posible que todos esos crímenes fueran cometidos por agentes provocadores. Puede medirse la actitud de la prensa capitalista extranjera hacia el conflicto comunista-anarquista señalando que el asesinato de Roldán fue objeto de amplia publicidad, mientras que fue ocultado cuidadosamente el que constituyó su respuesta.
Se acercaba el 1º de Mayo, y se hablaba de una manifestación gigantesca en la que tomarían parte tanto la CNT como la UGT. Los líderes de la CNT, más moderados que muchos de sus miembros, trabajaban desde hacia tiempo por una reconciliación con la UGT; y, en efecto, la esencia de su política era intentar la integración de los dos bloques en una gran coalición. La idea era que la CNT y la UGT desfilaran unidas y demostraran su solidaridad. Pero, en el último momento, se suspendió la manifestación, pues resultaba evidente que sólo originaria disturbios. Nada ocurrió el 1º de Mayo. La situación era bien extraña. Barcelona, la llamada ciudad revolucionaria, fue quizá la única en la Europa no fascista que no celebró ese día. Pero admito que me sentí aliviado. Se esperaba que el contingente del ILP marchara en la manifestación con la sección del POUM y todo el mundo preveía incidentes. Lo último que yo deseaba era verme mezclado en alguna tonta lucha callejera. Marchar por la calle detrás de banderas rojas, con ampulosos eslóganes escritos, para luego morir de un balazo disparado con una metralleta desde alguna ventana por un desconocido no respondía a mi idea de lo que es una forma útil de morir.
En torno al mediodía del 3 de mayo, un amigo que cruzaba el vestíbulo del hotel anunció como de pasada: «He oído que ha habido jaleo en la Central Telefónica». Por algún motivo, no le presté mayor atención en ese momento.
Por la tarde, entre las tres y las cuatro, me encontraba a media altura de las Ramblas cuando oí a mis espaldas varios tiros. Me di la vuelta y vi a algunos jóvenes que, con fusiles en la mano y los pañuelos rojinegros de los anarquistas al cuello, desaparecían por una bocacalle en dirección norte. Evidentemente, disparaban contra alguien situado en una elevada torre octogonal —una iglesia, según creo— que se alzaba sobre esa calle. De inmediato pensé: «¡Ya ha comenzado!». Pero lo pensé sin mayor sentimiento de sorpresa, pues desde hacia varios días todos esperábamos que «aquello» comenzara en cualquier momento.
Quise regresar al hotel enseguida para saber cómo estaba mi esposa, pero el grupo de anarquistas, a la entrada de la bocacalle, hacía retroceder a la gente, gritando para que nadie cruzara la línea de fuego. Se oyeron más disparos. Las balas procedentes de la torre atravesaron la calle, y una multitud aterrorizada se abalanzó Ramblas abajo, alejándose del fuego; a lo largo de la calle podía oírse el tableteo de las persianas metálicas que bajaban los tenderos para proteger sus escaparates. Vi dos oficiales del Ejército Popular retirándose prudentemente de árbol en árbol con las manos en las pistolas. Delante de mí, la gente se precipitaba por las escaleras de la estación de metro que hay en medio de las Ramblas en busca de protección. Opté por no seguirlos, pues no quería quedarme atrapado bajo tierra durante horas.
En ese momento, un médico norteamericano que había estado con nosotros en el frente se acercó corriendo y me tomó del brazo. Estaba muy excitado.
—Vamos, debemos llegar hasta el hotel Falcón. (El hotel Falcón era una especie de casa de huéspedes regida por el POUM y utilizada principalmente por los milicianos de permiso.) Los muchachos del POUM se reunirán allí. Ya comenzaron los líos. Debemos permanecer unidos.
—Pero ¿qué demonios está pasando? —pregunté yo.
El médico me tiraba del brazo y la nerviosidad le impedía darme una explicación clara. Según parecía, había estado en la Plaza de Cataluña cuando varios camiones llenos de guardias civiles
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armados se detuvieron frente a la Central Telefónica, en manos de trabajadores de la CNT, y lanzaron un súbito ataque contra ella. Luego llegaron algunos anarquistas y se originó una refriega general. Deduje que los «líos» de las primeras horas del día se habían producido porque el gobierno exigía la entrega de la Telefónica, exigencia que, desde luego, fue rechazada.
Mientras nos dirigíamos calle abajo, un camión repleto de anarquistas armados pasó a toda velocidad en dirección opuesta. En la parte delantera se veía a un jovencito desarrapado, echado sobre una pila de colchones tras una ametralladora ligera. Cuando llegamos al hotel Falcón, al final de las Ramblas, una multitud en ebullición ocupaba el vestíbulo de la entrada. Reinaba gran confusión, nadie parecía saber qué se esperaba de ellos y sólo estaba armado el puñado de tropas de choque que normalmente cuidaba el edificio. Crucé hasta el Comité Local del POUM, situado casi enfrente. Arriba, en la habitación donde los milicianos habitualmente recibían su paga, había otro grupo numeroso presa de la agitación. Un hombre alto, pálido, buen mozo, de unos treinta años, vestido de civil, trataba de restablecer el orden mientras repartía cinturones y cajas de cartuchos apiladas en un rincón. No parecía haber ningún fusil. El médico había desaparecido —creo que ya se habían producido bajas y se había llamado a los médicos—, pero había llegado otro inglés. Luego, de una oficina interna, el hombre alto y algunos otros salieron con los brazos llenos de fusiles y comenzaron a distribuirlos. El otro inglés y yo, en tanto que extranjeros, resultábamos algo sospechosos y, al principio, nadie quería darnos un arma. Entonces llegó un miliciano, compañero en el frente, que me reconoció, después de lo cual nos entregaron, aunque de mala gana, dos fusiles y algunos cargadores.
Continuaban los disparos en la distancia y las calles estaban desiertas. Se afirmaba que era imposible subir por las Ramblas. Los guardias civiles habían ocupado edificios en posiciones dominantes y disparaban contra todos los que pasaban. Yo me hubiera arriesgado a regresar al hotel, pero circulaba el vago rumor de que el Comité Local sería atacado en cualquier momento y convenía quedarse por allí. En todo el edificio, en las escaleras y hasta en la acera, en la calle, pequeños grupos de gente aguardaban de pie hablando con excitación. Nadie parecía tener una idea muy clara de lo que ocurría. Sólo pude deducir que los guardias civiles habían atacado la Central Telefónica, capturado varios puntos estratégicos y que dominaban otros edificios pertenecientes a los obreros. Dominaba la impresión general de que la Guardia Civil andaba «detrás» de la CNT y de la clase trabajadora en general. Era evidente que, hasta ese momento, nadie parecía responsabilizar al gobierno. Las clases más pobres de Barcelona consideraban a la Guardia Civil como algo bastante similar a los
Black and Tans
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, y todos parecían dar por sentado que había lanzado ese ataque por iniciativa propia. Una vez que me enteré de cómo estaban las cosas, me sentí más tranquilo. La situación era bastante clara: de un lado la CNT, del otro, la policía. No experimento ninguna simpatía particular por el «obrero» idealizado, tal como está presente en la mente del comunista burgués, pero cuando veo a un obrero de carne y hueso en conflicto con su enemigo natural, el policía, no tengo necesidad de preguntarme de qué lado estoy.
Pasó mucho tiempo y nada parecía suceder en nuestro lado de la ciudad. No se me ocurrió que podía telefonear al hotel y conversar con mi esposa, pues di por sentado que la Telefónica había suspendido sus actividades. En realidad, sólo estuvo paralizada algunas horas. En los dos edificios parecía haber unas trescientas personas, en su mayoría de la clase más humilde y procedentes de las callejuelas cercanas a los muelles; había muchas mujeres, algunas con un niño en brazos, y una multitud de muchachitos andrajosos. Me imagino que la mayoría no tenía ni idea de lo que ocurría y se había precipitado a los edificios del POUM simplemente en busca de protección. También había algunos milicianos de permiso y un grupito de extranjeros. Según mis cálculos, entre todos apenas reuníamos unos sesenta fusiles. La oficina del primer piso era constantemente asediada por hombres que exigían armas y sólo recibían una negativa. Los milicianos más jóvenes, para quienes el asunto parecía una especie de pic-nic, daban vueltas y trataban de sonsacar o hurtar los fusiles a quienes los poseían. Muy pronto uno de ellos se las ingenió para apoderarse del mío y desaparecer con él. Una vez más estaba desarmado; sólo conservaba mi pequeña pistola automática y un solo cargador.
Empezaba a oscurecer, tenía hambre y al parecer no había comida en el hotel Falcón. Mi amigo y yo nos deslizamos hasta su hotel, no muy distante, para cenar. En las calles, oscuras y silenciosas, no se veía un alma. Las persianas de los escaparates continuaban bajadas, pero nadie levantaba ya barricadas. Tuvimos que armar un buen escándalo para que nos dejaran entrar en el hotel, cerrado a cal y canto. Cuando regresamos, me enteré de que la Central Telefónica funcionaba otra vez y subí al primer piso para llamar a mi esposa. Como era de suponer, no había una sola guía telefónica en el edificio y yo ignoraba el número del hotel Continental. Después de buscar en todas las habitaciones durante una hora, encontré una guía de turismo donde figuraba. No logré comunicarme con mi esposa, pero hablé con John McNair, el representante del ILP en Barcelona. Me aseguró que todo iba bien, que nadie había sido herido y me preguntó cómo nos encontrábamos en el Comité Local. Le respondí que, con cigarrillos, estaríamos mucho mejor. Lo dije en broma, pero media hora más tarde McNair apareció con dos paquetes de Lucky Strike. Había desafiado la oscuridad impenetrable de las calles, recorridas por patrullas anarquistas que, pistola en mano, lo habían parado dos veces para identificarlo. Nunca olvidaré ese pequeño acto de heroísmo. Nos alegró mucho tener cigarrillos.