Read Homenaje a Cataluña Online

Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

Homenaje a Cataluña (24 page)

Mi esposa y yo visitamos a Kopp esa tarde. Se permitía visitar a los prisioneros que no estaban incomunicados*, aunque no convenía hacerlo más de una o dos veces. La policía vigilaba a los visitantes, y si alguien iba demasiado seguido, quedaba catalogado como amigo de los «trotskistas» y probablemente terminaba en la cárcel. Esto ya les había ocurrido a muchos.

Kopp no estaba incomunicado* y nos fue fácil obtener el permiso para verlo. Mientras nos conducían hacia el interior de la cárcel, un miliciano español a quien conocí en el frente salía escoltado por dos guardias civiles. Sus ojos se encontraron con los míos e intercambiamos el guiño imperceptible de aquellos días. Dentro vimos a un norteamericano que había partido de regreso a su casa pocos días antes; sus documentos estaban en regla, pero probablemente lo arrestaron en la frontera porque seguía llevando los pantalones de pana que lo identificaban como miliciano. Nos cruzamos como si no nos hubiéramos visto nunca. Fue espantoso. Habíamos estado juntos durante meses, incluso compartido un refugio en la trinchera, había ayudado a transportarme cuando me hirieron; pero era lo único que podíamos hacer. Los guardianes vestidos de azul espiaban en todas partes. Hubiera resultado fatal reconocer a demasiada gente.

La llamada cárcel era, en realidad, la planta baja de una tienda. En dos pequeñas habitaciones estaban amontonadas casi cien personas. El lugar tenía todo el aspecto dieciochesco de una estampa del calendario
Newgate
: con su nauseabunda suciedad, el hacinamiento de cuerpos humanos, la falta de mobiliario —el suelo de piedra pelado, un banco y unas pocas mantas raídas— y una luz lóbrega, puesto que habían sido bajadas las persianas metálicas. En las paredes mugrientas se habían garabateado frases revolucionarias: «¡Visca POUM!»*, «¡Viva la Revolución!»*, y otras por el estilo. El lugar se usaba desde hacía meses como vertedero de prisioneros políticos. El griterío resultaba ensordecedor. Era la hora de las visitas y había tanta gente que casi no podíamos movernos. La mayoría pertenecía a los sectores más pobres de la población obrera. Se veían mujeres deshaciendo lastimosos paquetes que habían traído para sus hombres. Varios de ellos eran heridos del Sanatorio Maurín. Dos tenían una sola pierna; uno de ellos había sido llevado a la cárcel sin sus muletas y saltaba de un lado a otro sobre un pie. También había una criatura de no más de doce años; aparentemente arrestaban hasta a los niños. El lugar tenía ese olor repugnante presente siempre donde hay mucha gente amontonada sin instalaciones sanitarias adecuadas.

Kopp se abrió paso para venir a nuestro encuentro. Su rostro sonrosado y redondo parecía el de siempre y en ese lugar mugriento había conservado su uniforme impecable e incluso había conseguido afeitarse. Entre los prisioneros había otro oficial con el uniforme del Ejército Popular. Él y Kopp se hicieron el saludo militar al pasar uno junto a otro; el gesto, en cierto modo, resultó algo patético. Kopp parecía de excelente humor. «Bueno, supongo que nos van a fusilar a todos», dijo alegremente. La palabra «fusilar» me estremeció. Una bala había atravesado hacía poco tiempo mi cuerpo y la sensación seguía fresca en mi recuerdo; no resultaba agradable pensar que eso pudiera ocurrirle a alguien a quien uno conoce bien. En ese momento, yo daba por sentado que los dirigentes del POUM, Kopp entre ellos,
serían
fusilados. Acababa de filtrarse el primer rumor sobre la muerte de Nin y sabíamos que se acusaba al POUM de traición y espionaje. Todo apuntaba a un gigantesco juicio farsa, seguido de una matanza de «trotskistas» destacados. Es terrible ver a un amigo en la cárcel y saberse impotente para ayudarlo. No podíamos hacer nada; incluso era inútil apelar a las autoridades belgas pues Kopp había violado las leyes de su país al trasladarse a España. Tuve que dejar que mi esposa llevara la conversación; mi vocecita resultaba inaudible en medio de aquel griterío. Kopp nos habló de los amigos que había hecho entre los prisioneros, de los guardianes, algunos de los cuales eran buenos tipos, mientras otros insultaban y golpeaban a los más apocados, de la comida que les daban, «digna de cerdos». Por fortuna, se nos había ocurrido llevar comida y cigarrillos. Luego Kopp comenzó a referirse a los papeles que le habían arrebatado cuando fue arrestado. Entre ellos figuraba la carta del ministro de la Guerra, dirigida al coronel a cargo de las operaciones de ingeniería en el Ejército del Este. La policía la había confiscado y se negaba a devolverla; según parece, se encontraba en ese momento en el despacho del jefe de policía. Su recuperación podía ser de una gran importancia.

De inmediato comprendí que esa carta era decisiva. Una carta oficial de ese tipo, con la recomendación del ministro de la Guerra y del general Pozas, probaría la buena fe de Kopp. Pero la dificultad radicaba en demostrar la existencia de la carta; si la abrían en el despacho del jefe de policía, algún poli acabaría destruyéndola. Sólo una persona podía ayudarnos a recuperarla: el oficial a quien estaba dirigida. Kopp ya había pensado en eso y había escrito una carta que deseaba que yo sacara de la prisión a escondidas y que enviara por correo. Pero, evidentemente, era más rápido y seguro ir en persona. Dejé a mi esposa con Kopp, salí apresuradamente y, tras una larga búsqueda, encontré un taxi. Sabía que tenía el tiempo justo. Eran ya las cinco y media, el coronel probablemente dejaría su despacho a las seis, y al día siguiente Dios sabe dónde estaría la carta, destruida o perdida en el caos de documentos que probablemente se apilaban a medida que se producían los arrestos. El despacho del coronel estaba situado en el Departamento de la Guerra, cerca de los muelles. Me disponía a subir corriendo la escalinata de entrada, cuando el guardia de asalto que custodiaba la puerta me cerró el paso con su larga bayoneta y me pidió la «documentación». Agité frente a sus ojos mi certificado de licencia; evidentemente no sabía leer y me dejó pasar; impresionado por el vago misterio de los «papeles». Por dentro, el lugar era como una enorme y complicada colmena en torno a un patio central con cientos de oficinas en cada piso. Como estábamos en España, nadie tenía la menor idea sobre la ubicación de la oficina que buscaba. Yo repetía sin cesar: «¡El coronel… jefe de ingenieros, Ejército del Este!»*. La gente me sonreía y se encogía de hombros amablemente; todo el que creía saberlo me enviaba en direcciones distintas: arriba, abajo, por pasillos interminables que resultaban ser callejones sin salida. Mientras tanto el tiempo pasaba inexorablemente. Tenía la extraña sensación de vivir una pesadilla: subir y bajar corriendo escaleras, gente misteriosa que iba y venía, los vistazos a través de puertas abiertas que daban a caóticas oficinas con papeles amontonados por todas partes y el tecleteo de las máquinas de escribir, y el tiempo que se acababa y una vida tal vez en juego.

Sea como sea, llegué a tiempo y, con cierta sorpresa por mi parte, se me concedió audiencia. No vi al coronel, pero su secretario, un hombrecillo atildado, de grandes ojos bizcos, me recibió en la antesala. Comencé a hablar: venía de parte de mi oficial superior el comandante Jorge Kopp, quien al dirigirse al frente con una misión urgente había sido arrestado por error. La carta para el coronel era de naturaleza confidencial y se imponía recuperarla sin demora. Yo había servido a las órdenes del comandante Kopp durante meses, era un oficial de plena confianza, su arresto se debía sin duda a una equivocación, la policía lo había confundido con otra persona, etcétera, etcétera, etcétera. Seguí machacando sobre la urgencia de la misión de Kopp en el frente, sabiendo que era el argumento más poderoso. Pero tiene que haber sonado como una historia bien extraña con mi espantoso español, que se convertía en francés en los momentos de crisis. Lo peor fue que de inmediato me quedé casi sin voz, y sólo mediante un violento esfuerzo logré emitir una especie de graznido. Tenía miedo de perderla por completo y de que el pequeño oficial se cansara de tratar de entenderme. Muchas veces me he preguntado si creyó que mi voz fallaba a causa de una borrachera o porque sufría por no tener la conciencia muy tranquila.

Sin embargo, me escuchó con paciencia, aprobó con la cabeza muchas veces y asintió con cautela a lo que yo decía. Sí, parecía que se había cometido un error. Sin duda habría que investigar el asunto. Mañana*… Protesté. ¡Mañana*, no! Era un asunto urgente; Kopp tendría que estar ya en el frente. Una vez más el oficial pareció estar de acuerdo. Y entonces llegó la pregunta temida:

—Este comandante Kopp, ¿en qué unidad servía?

Había que pronunciar la palabra terrible:

—En la milicia del POUM.

—¡El POUM!

Quisiera poder transmitir el sobresalto de alarma que resonó en su voz. Hay que recordar lo que el POUM significaba en esos momentos. El temor a los espías estaba en su punto culminante, quizá todos los buenos republicanos creyeron durante un día o dos que el POUM era en verdad una vasta organización de espionaje al servicio de los alemanes. Decir semejante cosa a un oficial del Ejército Popular era como entrar al
Cavalry Club
inmediatamente después del escándalo de la Carta Roja y declararse comunista. Sus ojos oscuros recorrieron mi rostro. Luego de una larga pausa, preguntó lentamente:

—¿Y usted dice que estuvo con él en el frente? Entonces, ¿usted también estaba en la milicia del POUM?

—Sí.

Dio media vuelta y se precipitó a la oficina del coronel. Pude oír una conversación agitada. «Todo terminó», pensé. Nunca recuperaríamos la carta de Kopp. Además, había tenido que confesar que yo mismo estaba vinculado al POUM, y sin duda llamarían a la policía y me arrestarían, simplemente para añadir otro «trotskista» al saco. El oficial reapareció ajustándose la gorra y me indicó con un gesto que lo siguiera. Nos dirigimos a la Jefatura de Policía. Fue un largo camino; anduvimos durante veinte minutos. El pequeño oficial marchaba erguido delante de mi con su paso militar. No nos dijimos una sola palabra en todo el trayecto. Cuando llegamos al despacho del jefe de policía, una multitud de canallas del aspecto más temible, evidentemente secuaces, delatores y espías de todo tipo, aguardaba frente a la puerta. El pequeño oficial entró; hubo una larga y acalorada conversación. Se podían oír voces que se alzaban furiosamente; yo imaginaba gestos violentos, encogimientos de hombros y puños golpeando la mesa. Evidentemente la policía se negaba a entregar la carta. Al final, sin embargo, el oficial volvió a salir con el rostro enrojecido, pero con un gran sobre oficial en su poder. Era la carta de Kopp. Habíamos logrado una pequeña victoria que, desgraciadamente, tal como resultaron las cosas, no tuvo el menor efecto. Se dio el curso debido a la carta, pero los superiores militares de Kopp no pudieron sacarlo de la cárcel.

El oficial me prometió que la carta llegaría a su destino. Pero ¿qué ocurriría con Kopp?, le dije yo. ¿No podían liberarlo? El oficial se encogió de hombros. Ésa era otra cuestión. Ellos no sabían por qué lo habían arrestado. Sólo me pudo prometer que haría todas las averiguaciones posibles. No quedaba nada por decir y había que despedirse. Los dos nos inclinamos levemente. Pero en ese momento ocurrió algo inesperado y conmovedor: el pequeño oficial, después de una leve vacilación, dio un paso hacia adelante y me estrechó la mano.

No sé si podré explicar la profunda emoción que tal gesto me produjo. Parece algo sin importancia, pero no lo fue. Para comprenderlo es necesario recordar cuál era el ambiente de esa época, la paralizante atmósfera de sospechas y odios, las mentiras y los rumores que circulaban por todas partes, los carteles que en cada rincón nos señalaban como espías fascistas. Y, sobre todo, que estábamos frente al despacho del jefe de policía, junto a una inmunda pandilla de delatores y agentes provocadores, cualquiera de los cuales podía saber que se me buscaba. Era como estrechar públicamente la mano de un alemán durante la Gran Guerra. Supongo que, por algún motivo, había decidido que yo no era un espía fascista; en cualquier caso, fue muy noble de su parte darme la mano.

Me fijo en este hecho, que quizá parezca algo trivial, porque en cierto sentido caracteriza a los españoles y a su magnanimidad, cuyos destellos también afloran en las peores circunstancias. Tengo recuerdos muy desagradables de España, pero muy pocos malos recuerdos de los españoles. Sólo en dos ocasiones estuve seriamente indignado con un español, y cuando miro hacia atrás, creo que en ambas fui yo el equivocado. No hay duda de que poseen una generosidad, una especie de nobleza, que no pertenece realmente al siglo XX. Es lo que me hace pensar que en España hasta el fascismo puede asumir una forma comparativamente tibia y soportable. Pocos españoles poseen la maldita eficiencia que requiere un Estado totalitario moderno. Unas pocas noches antes había tenido un extraño ejemplo de esto, cuando la policía registró el cuarto de mi esposa. Tal registro fue ciertamente de sumo interés, y me hubiera gustado presenciarlo, aunque quizá fue mejor que eso no ocurriera, pues probablemente no habría podido controlarme.

La policía llevó a cabo el registro según el típico estilo de la GPU o de la Gestapo. Poco antes de la madrugada se oyeron unos golpes en la puerta, seis hombres entraron, encendieron la luz y de inmediato se repartieron por la habitación, según un plan evidentemente prefijado. Luego registraron todo con increíble escrupulosidad. Golpearon las paredes, levantaron los felpudos, examinaron el suelo, tantearon las cortinas, miraron debajo de la bañera y del radiador; vaciaron los cajones y maletas y palparon y miraron al trasluz cuanta ropa encontraron. Se llevaron nuestros libros y todos los papeles, hasta los que había en el cesto. Entraron en un éxtasis de sospecha al descubrir que poseíamos una traducción francesa de
Mein Kampf
de Hitler. Si ése hubiera sido el único libro, nuestro destino habría estado sellado. Evidentemente pensaban que sólo un fascista lee
Mein Kampf
. Un instante después encontraron una copia del panfleto de Stalin
Maneras de eliminar trotskistas y otros traidores
, que los calmó un tanto. En un cajón había unos cuantos paquetes de papel de liar cigarrillos. Los hicieron pedazos y examinaron cada papel por separado, para ver si contenían algún mensaje escrito. La tarea les llevó unas dos horas. Sin embargo, durante todo ese tiempo,
en ningún momento registraron la cama
. Mi esposa permaneció acostada y podría haber ocultado una docena de metralletas debajo del colchón y toda una biblioteca de documentos trotskistas debajo de la almohada. Los policías no hicieron movimiento alguno por tocar la cama y ni siquiera miraron debajo de ella. No puedo creer que éste sea un rasgo habitual en la rutina de la GPU. Debemos recordar que la policía estaba casi por completo bajo control comunista, y que probablemente esos hombres fueran miembros del Partido Comunista. Pero también eran españoles, y echar a una mujer de la cama era demasiado para ellos. Esta parte del registro fue silenciosamente pasada por alto, con lo cual toda la búsqueda careció de sentido.

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